¿Cuántos maestros? Revisas las baldas, llenas de libros de poemas, y resuenan en el pecho versos que ya son parte de ti. Por ejemplo: “Te han condenado como / si Dios no fuese amor” o “recordar no es siempre regresar a lo que ha sido”. O este interrogante, bello como la propia carne: “¿En qué lejana flor / se hará otra vez silencio, / historia no aprendida / y vida sin pregunta?”.
Son citas que no precisan de abrir poemarios para releerlas, que saltan de entre los lomos aprisionados de tantos libros porque ya las conoces, porque están en ti, porque son palabra casi tuya.
¿Cuántos maestros? Allí está Kavafis, ese griego que reescribió la mitología; al lado, Juan de la Cruz, Teresa de Ávila. Gil de Biedma, Carnero… Y Eliot, y Pound… Y ahora Vitale, Aurora Luque, González Iglesias… Tantos libros compuestos en la imaginación con versos de cada uno de ellos hasta rozar el poema perfecto, uno capaz de contenerlo todo.
Hay un nombre que estos días resuena en mi cabeza de lector sobre los del resto: Julia. Julia libertad. Julia verso en vuelo. Julia, la del trono de poeta. Y un apellido que aparece una y otra vez en las conversaciones, en el tiempo de reposo para aliviar el dolor de espalda, que repito en un susurro antes de dormir: Uceda.
La no-miembro de la Generación del Cincuenta, la poeta de alas abiertas que escribe desde su tiempo, para su tiempo, con ese acento andaluz de hogar roto y que busca la palabra que define lo que no existe para que, al nombrarla, comience a ser. Esa es Julia Uceda, esa escritora que conservamos y que nos conserva, que nos eleva y nos transforma con una única misión: sé libre, apiádate del débil, experimenta el sueño, conserva la tristeza como motor para el cambio, contempla la belleza en el futuro, constrúyelo con tus propias manos ajadas.
El 22 de octubre de 1925 nació Julia Uceda en Sevilla. Ha escrito “desde siempre”. No ha sufrido el exilio, pero sí se marchó por voluntad propia (Partir. / Partir… Partir… / Huir del polvo y de las alas), reconoce, para hacerse con una biografía que era suya por derecho: la de una autonomía total, sin concesiones. Estados Unidos, Irlanda, la tierras gallegas que ahora son una casa presidida por un árbol que navega el tiempo…, la aventura de un mapa en el que la poeta se ha movido por dos pulsos, una sístole y una diástole que han formado parte de un amor único, indisoluble, aunque con dos caras: la literatura y el estudio de la palabra, y Rafael González Palacios, su hombre entre todos los hombres, un bastón que yace herido desde que él murió hace un par de años.
Una voz con otrasRAÍCES
Si ya soy una vela estremecida
colmada por tu viento. Si has llegado
al último escalón. Si me has tomado
por la raíz más honda y más henchida.
Si yo soy ya tu colmo y tu medida
y estás dentro de mí, secreto, hallado.
Si ya sobre la frente me has soplado
para hacerme vivir, ciega y ardida,
antes de irte rompe mis raíces.
Quiero que las arranques, que las trices
al alba con tu mano firme y fuerte.
De no hincarse en tu tierra poderosa
no quiere mi raíz ninguna cosa
si no es andar hacia la muerte.
Uceda es firme cuando habla. Lúcida en unas afirmaciones que siempre están pegadas a la piel del hombre, que son una verdad —la suya— deseable para todos. A la generación de su tiempo le escribe en la primera página de Extraña Juventud, su segundo libro, en esta breve dedicatoria: “A ese hombre que no tendrá nunca un monumento en su patria porque la Historia no registra —al menos todavía— que haya ganado ninguna batalla importante, pero que sólo con existir, igualando sus palabras y sus actos, ha mejorado a todos los demás hombres. Y sus pensamientos crecen y viven en otros, en sus semejantes, aunque estos no lleguen a saberlo nunca”.
Retratada por parte de la crítica como poeta social, la escritora sevillana declina el atributo y afirma sentirse solo parte de un momento, de una crónica, que la hermana con los suyos, que son los que sufren frente al poderoso, los que todavía esperan un hálito de generosidad o de futuro. Tal vez eso sea poesía social, pero ella no lo siente así, quizá porque sería asumir una etiqueta que la llevaría a la pose y, a la larga, a cercar los límites de una independencia que ella defiende ante todo, con uñas y garras silentes, desde dentro de su misma génesis poética: “El poeta debe tener un compromiso con su tiempo”, ha explicado en alguna vieja entrevista, “con la historia del mundo en el que vive. Hay que ser libre, si no se escribe al servicio de”.
Por eso la necesidad de irse, de abandonar un país en el que había libros vetados —“Compré Por quién doblan las campanas como si fuera droga”—, censura en el cine y en la radio, y en el que la policía se pasó por su casa para saber si había firmado un manifiesto en defensa de los presos políticos. Tuvo Julia, la poeta seria, esa dama extraña, que ajustar las fronteras físicas de su mundo a las de su mente, infinitas y que vulnera de un modo constante, para lograr ese ser universal que se dibuja, para ella, como el único pórtico digno de una vida que se pueda llamar tal.
Pero no. No es una poeta social, sino una mujer que escribe con el pulso de un mundo que le entra por la piel de la punta de los dedos hasta lo más hondo. No es social, sino humana, sensible, capaz de percatarse del dolor, de lo que hiere y es indigno. Y escribe sobre eso, sí, como lo hace de asuntos más ajenos a lo real. Porque “nada existe si no tiene una palabra que lo defina, y esa palabra la da el poeta, no el científico”.
¿Qué sueño sueñas, Julia Uceda? Yo hoy he visto un perro negrísimo bajo una mole de piedras milenariasNo le pido a los seres perdón por mi existencia.
La levanto y la empuño como a un viento domado.
Antes que ser un árbol, antes que inexistencia,
este calor de establo de mi pecho pisado.
Existir sobre todo. Adoro la presencia
de la luz que la sombra quisiera haber cegado,
el rumor de mi sangre, la dulce incontinencia
del labio que otra carne quisiera sepultado.
Yo no pido disculpas por mi ser sin medida,
por mi ser oceánico, por mis ansias de vida,
por la vida caliente que se quema en las horas.
Y seguiré viviendo aunque madres horrendas
clamen sobre los montes, rasguen rostros y vendas
y suelten sobre el mundo tijeras destructoras.
El sueño, ya se ha escrito, es parte fundamental de la obra de esta poeta. El misterio de lo onírico, la transmutación de lo imaginado en la noche en poesía, en verso vivo y real, es una constante en su escritura. Esta mujer pegada a la tierra, intelectual y artesana, maestra y discípula de tantos, frente enemigo contra lo injusto, es también todavía esa niña —“Mi infancia son recuerdos de calles de Sevilla, / de quietas barreduelas, de patios muy callados”— que por las calles doradas de la capital de Andalucía se recostaba en albercas de verdor negro y calles con olor a romero para llamar a las musas que forjan la pesadilla y su contrario. Y escribirlo luego.
“El sueño —el sueño real, no imaginado, aunque cree un mundo imaginario—, no es un tema pasivo, motivo de reflexión, sino que es procedimiento creador, es el sueño mismo la construcción, en materia y forma, del poema y él mismo se convierte en vía interpretativa, de conocimiento simbólico y real a partir del mundo creado en su ejercicio”. Lo explica Sara Pujol Rusell, doctora en Filología Hispánica y la responsable de En el viento, hacia el mar (Fundación José Manuel Lara, 2003), la compilación de los siete primeros libros de poemas de Julia Uceda en un único libro que se convirtió en el Premio Nacional de Poesía de 2004 para la autora sevillana.
¿Con qué sueñas, Julia, me pregunto, ahora que cumples casi un siglo y se han ido ya tantos, y tú vives en ese lugar que es el centro de un bosque y de tu vida? ¿Acaso con un tiempo en el que él estaba junto a ti y ambos fuisteis un hogar contenido en una casa? ¿Sueñas con lectores jóvenes que recitamos algunos de tus versos, como “ved esta rosa. Fue / criatura de Dios, centro del mundo” o “El vacío no es una silla / frente al desierto”?
Yo, Julia, poeta antigua, hoy he soñado con un perro negrísimo bajo una mole de piedras milenarias. Lo he tocado, Julia, y en mi sueño era real ese pelo suave y de brillo por el sol. Y le he preguntado, Uceda, amiga de silencio, si alguna vez te ha visto, si sabe cómo eres, si se ha mojado con esa ola niña sobre la ciega playa de la que hablas en alguno de tus libros o si escucha la voz de Dios o del hombre. Julia, mujer grave, he sentido el ladrido del perro negrísimo en mis manos: cómo vibra por entero pese a ser una sombra ensoñada, pese a no ser nada.
Y tan real es el animal como estos versos tuyos que ahora se agolpan en mis manos, que repaso antes de escribirte esta carta —¿de amor, de admiración, de respeto, de agradecimiento?— que firmaré con todo el cuerpo. Poemas como este, que ya es tangible, porque es Orden del sueño.
Entre la tierra y el cieloCuando entré a despedirme de los ámbitos
a los que ya rendí mi adiós, mas no mi olvido,
la amada sombra estaba recortándose,
cual negativo de una antigua foto,
sobre lechosa luz de día que declina:
oscura luz o sombra iluminada,
símbolo, pudo ser, de una terrible
desdicha.
Mi sorprendida mano,
que hallarse sola se creía,
puso luz en la estancia, no en la sombra,
ni en el enigma que el tiempo me acercaba
para borrar, con cada beso sabio,
un dolor.
Ya pasados, recordarlos no puedo.
Se me fueron sus nombres y ocasiones.
Sólo hablan en mí sus voces confundidas.
Y ni eso, a veces: un viento que se aleja
entre golpes de mar, nieve que cae.
A través de los sueños
se abre paso el olvido, y los rencores
decaen, lentamente, como otoño ante el invierno.
La noche y sus preciosas criaturas
limpias de su pasado miserable;
salvadas de ellas mismas, de mí misma,
de pie sobre otra tierra: un paraíso.
José Luis García Martín ha trabajado en varias ocasiones sobre la obra de Julia Uceda. Escribe el crítico que en el lenguaje poético de la sevillana hay un trayecto de ida y vuelta entre el lenguaje más social y cercano a la estética de los 50 hasta las imágenes más cerradas e impenetrables de libros como Viejas voces secretas de la noche y Del camino de humo.
Sea desde la aproximación más evidente o desde ese juego de sombras y misterio, la poeta ofrece en sus libros una llamada a la reflexión con las herramientas de un lenguaje profundo y rico. Pone su arte al servicio del lector, para que este sea capaz de romper el sueño y, a la vez, de sumergirse en un sopor todavía más profundo. Estar así, entre la tierra y el cielo, es lo que desea quien lee sus versos. Así, suspendido en el aire como pompa de jabón o mariposa, como la semilla de un diente de león: casi invisible, pero real; real, pero más allá de lo tangible. Porque Julia observa el mundo con esos ojos de media luna con los que también se mira adentro. Y de todo eso extrae un néctar mínimo, dotado de ritmo, al que el resto del mundo llamamos versos. Escribe tu mundo, Uceda, escribe tus sueños, Dama extraña.
En la ciudad donde la lluvia
es una dama extraña
que viniera de paso y sin propósito,
me dijo, después de larga ausencia: “Yo no entiendo
tus poemas, ahora”. Él quería
decir: “Se me escapó tu vida
y ya no sé quién eres: sólo a quién me recuerdas”.
¿Sabía quién él era, me pregunto yo, ahora, que tampoco
lo conocí aunque nada enmascarar sabía?
La dama extraña había realizado su trabajo
demoledor en los que a ella se acogieron.
Su hermosa luz, su equívoca alegría,
la fresca sombra, el homenaje de los siglos,
que la aturdían como un vino, el orgullo
feroz de ser quien soy recreada en sus blondas,
y la humildad de los fantasmas a quienes ella
arrodillaba, en aquel tiempo.
Los que nunca aceptaron,
en aquel tiempo,
la reducción a la ceniza, al lienzo oscuro
en el destello de sus ojos ciegos, no bastaron
para impedir que con su dedo
no borrase todo fulgor; para impedir que no arañase,
hasta el harapo, la fuente de preguntas de cal viva,
el miedo de cal viva y de cemento.
A todos los recuerdo, agrupados y jóvenes,
ignorando los brazos de esa dama, lenguas de sombra,
que hacia ellos se tendían.
El grupo
muestra ahora las imperfecciones de la felicidad,
las arbitrariedades y desmanes de los días,
su sorteo de muertes y de números
trucados; ellos serían
los agraciados con el signo
de una generación desperdiciada
en pueblos sin futuro, en futuro sin pueblo,
que verdaderamente ama lo que nunca
ha de ser desamado.
Y han muerto, de otro modo,
los que saben y viven. Como aquellos
a cuyas dudas no podremos
ya nunca responder porque sus dados,
rodando en desventaja,
nunca habrían podido superar
el juego sucio de la vieja dama.
Zenda es un territorio de libros y amigos, al que te puedes sumar transitando por la web y con tus comentarios aquí o en el foro. Para participar en esta sección de comentarios es preciso estar registrado. Normas: