Tristan Tzara y Lenin jugando al ajedrez
Finalizó el cuadro en 1943 y lo tituló En la trinchera, aunque cuando poco después lo expuso en una muestra en Madrid prefirió presentarlo bajo el lema Forajidos. El pintor Evaristo Valle (Gijón, 1873-1951) no se atrevió a exhibirlo en sociedad con su denominación original. El franquismo pisaba fuerte y él ya había tenido que redactar un pliego de descargo para librarse de las depuraciones en su ciudad natal, que se había convertido en cabecera de la Asturias republicana durante la guerra civil. El lienzo representaba a un grupo de personas que podían ser tanto mineros como milicianos en lo que, efectivamente, parecía una trinchera. Uno de los personajes que se sitúa a la izquierda lee un periódico o una octavilla; por eso la crítica y el público adjudicaron a la obra un título oficioso, Propaganda en la mina, que nunca llegó a tener el visto bueno de su autor, pero por el que también lo acabaron conociendo quienes se han venido ocupando de estudiar su vida y su obra.
Lo que no se imaginó nadie entonces, ni se supo hasta hace poco, era que el cuadro escondía una especie de guiño hacia su propia historia. Hoy estamos en condiciones de asegurar que Evaristo Valle acostumbraba a reutilizar las telas que no le satisfacían o que, por algún motivo, consideraba anticuadas o prescindibles. Hubo estampas que eliminó para perfilar sobre ellas otras nuevas, y aunque a menudo dejaba un rastro que hablaba de ese pasado oculto a conciencia, no siempre se tuvo en cuenta que existe todo un mapa de pasadizos subterráneos que se extienden bajo las evidencias. Uno de esos corredores hacia otro tiempo lo descubrió en 2017 la historiadora del arte Gretel Piquer. En la trinchera había salido del Museo de Bellas Artes de Asturias para mostrarse en las salas de la fundación gijonesa que lleva el nombre de su autor, y al hacer las pruebas de luz ella percibió un cambio en el brillo de la tela que sugería una figura humana, la de un hombre con un brazo extendido en posición de arenga. Fue la evidencia de que En la trinchera escondía aún vestigios de una escena anterior, titulada El leader, que Valle había pintado en 1922 y que llegó a exponer en Londres, en 1924, o Nueva York, en 1927. Existían fotografías de ese lienzo que se creía destruido por completo y que resultó encontrarse, en realidad, oculto tras otro. El leader, haciendo honor a su título, mostraba a un líder político o sindical arengando a un grupo de obreros y durante mucho tiempo, ése en que la obra permaneció en paradero desconocido, se pensó que había ido a parar a manos del Consejo Interprovincial de Asturias y León, el organismo que rigió los destinos de esas dos provincias durante la guerra. El hallazgo de Gretel Piquer demostró que, en realidad, no salió del estudio del pintor hasta que lo hubo camuflado convenientemente, cómo saber si porque dejó de satisfacerle su factura o porque prefería eliminar todo rastro de las creaciones que le pudieran resultar más comprometedoras en unos tiempos en los que era mejor silenciar según qué inquietudes.
La historia de El leader, además, hunde sus raíces en un episodio de la biografía del propio Valle. A finales del siglo pasado, y de la mano de Trama Editorial, vio la luz el volumen Recuerdos de la vida del pintor, en el que por primera vez se compilaban los escritos que el propio Valle había ido pergeñando para dejar constancia de su paso por el mundo. Como apuntaba en su prólogo Juan Cueto, dichos textos habían sido una especie de encargo sugerido al propio artista por el crítico Lafuente Ferrari, quien mientras preparaba un estudio sobre su obra aconsejó a Valle que él mismo relatara de puño y letra aquellas vivencias que considerara bien curiosas o bien indispensables para que la posteridad pudiera comprender los entresijos de su obra. En esos folios dispersos, que quedaron a disposición de los lectores varias décadas después de su escritura, Valle quiso referir algo que sucedió en París en 1908, en la que fue su tercera estancia en la capital francesa. Recibió allí la visita de un amigo de Gijón —«Llegó a París medio abobado, medio enloquecido, y se pegó a mí, de tal modo que verdaderamente me agobió»— con el que rindió las consabidas visitas a los rincones ineludibles de la capital. Al caer la tarde, recalaban en un pequeño café del barrio de Montparnasse «en el que siempre se hallaban dos rusos jugando al ajedrez». No era una estampa infrecuente: el propio pintor aclara que en aquella época vivían allí muchas personas que habían emigrado a Francia desde la tierra de los zares y que se desenvolvían por su nuevo hogar «con misterio y sin juntarse con nadie que no fuera también ruso».
Sin embargo, algo cambió la tarde en que, de los dos ajedrecistas, sólo uno comparecía a la hora acostumbrada en la mesa de aquella cafetería. Era un tipo que tenía «la cabeza grandota y calva, y ojos de penetrante mirada» y que, tras aguardar la llegada de su compañero durante un largo rato en el que sacó varias veces su reloj de bolsillo para consultar la hora, terminó su consumición y se fue. A la noche siguiente, volvieron a encontrarlo en el velador de siempre. Tampoco en esa ocasión estaba con él el compatriota con el que se solía enfrascar ante el tablero. Evaristo Valle vio cómo, por primera vez, aquel hombre reparaba en él y no sólo le dirigía una mirada escrutadora, sino que además le invitaba, por señas, a que le acompañara en su misma mesa. El pintor dudó, quizá por su aspecto intimidante, y el ruso se levantó y fue hacia él, con el tablero en la mano, para ofrecerle, por gestos, que se convirtiera en su adversario. «¿Qué ha sido de su compañero?», le preguntó en francés el pintor cuando al fin accedió y se acomodó en su misma mesa y empezó a colocar las piezas sobre los escaques. El ruso no dijo nada. Con una «seña rígida», dio a entender que su compatriota se había ido de París. Tampoco pronunció luego una sola palabra. Jugaron tres partidas y las tres terminaron en tablas. Cuando finalizó la última, el ruso, malhumorado y quizá herido en su amor propio, cogió sus cosas y abandonó el café. «¿Quién era ése?», le preguntó a Valle su amigo. «Un ruso que juega muy bien al ajedrez», respondió el artista. Nunca más volvieron a encontrárselo.
Pasó casi una década y estalló la revolución rusa. Cuando la noticia llegó a Gijón, la prensa local acompañó sus informaciones con imágenes de algunos líderes destacados del levantamiento que acabaría convirtiendo el viejo imperio en una unión de repúblicas soviéticas. Hojeando los periódicos, el amigo de Evaristo Valle dio con un rostro que le resultó familiar y que, tras alguna cavilación, vinculó con el de aquel extraño personaje con el que ambos se habían cruzado en sus días parisinos. «Le pareció el mismo», apunta el artista en sus anotaciones, «y, como era muy impresionable y muy acelerado, corrió y lo pregonó en el casino, en el club, en los cafés, en los chigres… En fin, dijo por todo Gijón que yo había jugado al ajedrez con Lenin en París». A partir de ese instante, todo el mundo pedía a Valle que les contara algo de Lenin, admirados de que hubiese conseguido hacerle tablas al ajedrez, y aunque él solía responder que no estaba nada seguro que realmente su contrincante hubiese sido el mismísimo Lenin, sino «otro ruso insignificante», el rumor hizo fortuna y todos dieron por hecho que era la modestia la que impedía que el pintor se vanagloriara de haberle hecho frente al líder intelectual de los revolucionarios.
¿Pero fue o no fue Lenin? Es imposible saberlo, aunque la prudencia invite a decantarse por la segunda opción. No sabemos en qué fecha exacta se produjo el encuentro en Montparnasse, pero sí que Vladímir Ilich Uliánov se instaló en París en diciembre de 1908, exiliado tras otra revolución, la de 1905, que no consiguió el éxito que alcanzaría la que años después afianzaría su condición de faro intelectual del comunismo. Lo que sí parece fuera de cualquier duda es que —bien por el recuerdo de aquellas tablas en París o bien porque el personaje le inspiraba de por sí lo suficiente—, Evaristo Valle lo tomó como modelo para la figura principal de El leader, ese hombre que pronuncia un enardecido discurso ante las masas y que, finalmente, fue sepultado bajo otra escena más polisémica y, por esa misma razón, menos comprometedora para los tiempos que tocaba atravesar. Su sombra, pese a todo, permaneció escondida en la trinchera hasta que un movimiento inesperado la redescubrió ante quienes la creían abolida. El azar, a menudo, se ocupa de recordarnos que el pasado puede volver cuando uno menos se lo espera.
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