Lector voraz fue el mejor libro del año, según The Washington Post. La vida del autor, en sus propias palabras, fue “envidiable y privilegiada; solo otro modo de decir que ha sido una vida repleta de libros”
Bienvenidos a uno de los mejores libros jamás escritos por un editor contemporáneo, unas memorias que no pretenden ensalzar por encima de todo su propio ego, como muchos hacen valiéndose de este subgénero editorial, sino contar con palabras una vida consagrada a las palabras, las que habitan en los contratos que dan vida a las grandes obras y las que lo hacen en las páginas de esas grandes obras que nos dan la vida a los lectores incorregibles.
Avid Reader (Lector voraz), el título original con el que se publicaron en 2016 en Farrar, Straus and Giroux estas jugosas memorias del gran editor americano Robert «Bob» Gottlieb, ya explica una condición esencial del editor: la de leer sin pausa y con afán. Se encarga más tarde Gottlieb en su libro, como advertirá el lector, de añadir y justificar dos condiciones más: la de leer con conocimiento de causa, con espíritu crítico, y sin prejuicios ni gratuitos deseos de intervenir en el texto.
Editor-in-chief de Simon and Schuster desde mediados de los 60 y desde el fastuoso Rockefeller Center, en 1968 ya formaba parte del engranaje intelectual de la mítica Alfred A. Knopf, editorial neoyorquina en la que trabajó veinte años con autores como Salman Rushdie, Michael Crichton, Doris Lessing, John Cheever o John le Carré. Gottlieb fue también editor del flamante Nobel de Literatura Bob Dylan y de la femme fatale Lauren Bacall. Supo, como buen editor, adaptar sus lecturas al cariz de los textos que reposaban sobre su mesa de trabajo, no confundiendo jamás la realidad de la obra con el deseo del editor, esto es, no jugando a especular con los réditos de la calidad o a esperar que el carácter comercial traiga necesariamente consigo el prestigio. Supo también que editar requiere dar respuestas, y que resulta esencial no intentar que el autor escriba el tipo de libro que necesita el editor. Y, como todo profesional de la edición, conoció la matemática perfecta entre lo que hay que leer y lo que hay que vender.
Esa joya de la narrativa contemporánea llamada Trampa 22, de Joseph Heller, se dejó descubrir por Bob Gottlieb, a quien no se le cayeron los anillos por leer y publicar a Bill Clinton, uno de los grandes de la política, que no es sino la más ficcional de todas las ficciones. Se puso poco después al frente de la revista The New Yorker, el semanario icónico de Nueva York, reverso cultural del Times. Y al dejar la revista ofreció sus servicios al no menos mítico Sonny Mehta, a la sazón el boss del que fue su sello durante años, Alfred A. Knopf, el editor que repetía sin cesar que «siempre hay algo atractivo en el hecho de arriesgarse. Por eso publicar es atractivo», y del que seguramente aprendió que «la continuidad es importante. Sin ella, ninguna innovación tiene sentido», la idea sobre la que se basa el principio de que todo buen editor debe configurar un catálogo que le sobreviva perdurando en el tiempo. Surgir es importante; permanecer es definitivo.
Gottlieb destaca en un club de editores anglosajones integrado, entre otros, por el fundador de Penguin, Allen Lane, presidente y reinventor del libro de bolsillo que se había inventado Aldo Manuzio en la Venecia de fines del XV; los vocales Maxwell Perkins, el editor de Scribner’s que publicó a Scott Fitzgerald, Hemingway o Thomas Wolfe, inmortalizado en la película Genius (El editor de libros), o Jason Epstein, el responsable durante años de Random House y autor de La industria del libro; así como el secretario André Schiffrin, hijo del fundador de La Pléiade de Gallimard y editor de Pantheon Books hasta que lo despidieron, provocando de este modo que escribiese ese singular clásico editorial titulado La edición sin editores. El libro de Gottlieb es más personal, más literario y menos historiográfico y vehemente que el de Michael Korda, Editar la vida: Mitos y realidades de la industria del libro. Ambos, en cualquier caso, como lo hace el roman à clef sobre el mundo editorial Musa, del gran editor de Farrar, Straus and Giroux, Jonathan Galassi, que ha publicado el libro de Gottlieb, enriquecen sobremanera una estirpe bibliográfica llamada books on books que contribuye a desvelarle al lector el modo en que el mundo del libro genera los libros, básicamente conociendo ese otro sistema solar y sabiendo de números para que las letras, por buenas que sean, resulten rentables. En todos ellos, como en los magníficos libros-de-editor publicados por Jorge Herralde, Roberto Calasso, Mario Muchnik, Rafael Borrás, Severino Cesari en su delicioso libro de diálogos con Giulio Einaudi o Juan Cruz en su libro de entrevistas Por el gusto de leer sobre la figura de Beatriz de Moura —una nómina a la que también pertenece, de algún modo, la vida de Giangiacomo Feltrinelli publicada por su hijo Carlo Feltrinelli, Senior Service: Biografía de un editor—, en todos ellos, como digo, los editores hablan a calzón quitado de sus autores delante de sus lectores. Y muy especialmente en dos clásicos del género: el del gran editor de Suhrkamp Siegfried Unseld, El autor y su editor: Trabajar con Brecht, Hesse, Rilke, Walser, y el del editor de Kafka, Kurt Wolff, Autores, libros, aventuras: Observaciones y recuerdos de un editor, seguidos de la correspondencia del autor con Franz Kafka. Existe un valioso ejemplo contrario, el de un autor hablando, también sin ambages, de su editor. Es el caso de Jean Echenoz, Jérôme Lindon: Mi editor, una seductora autobiografía editorial del autor de Me voy por persona interpuesta.
Gottlieb quiso publicar a John Lennon antes de que John Lennon fuera John Lennon, sacó tiempo para ejercer de crítico de danza en The New York Observer y sustentó su vida de editor sobre la base de la lectura hasta el punto de que la última frase de su libro, escrito con ochenta y cinco años, es «quizás el destino sea amable o me deje, al menos, leer un poco más». «Libros», el primer capítulo, es la miniatura del Bildungsroman de un lector: el eclecticismo en la elección de las lecturas de juventud; la avidez con la que leyó Guerra y paz en maratonianas jornadas de catorce horas, y que tuvo que refrenar en cuanto se dio cuenta, convertido en editor, de que la rapidez solo sirve a la causa de juzgar manuscritos sin perder comba, y de que la lectura profesional requiere serenidad. Su protocolo: «Leo los manuscritos muy rápido, en cuanto me llegan. No suelo usar lápiz en la primera lectura, porque se trata de sacar impresiones. Cuando lo termino, llamo al escritor y le digo lo que está bien y qué problemas veo. Luego vuelvo a leer el manuscrito, con más cuidado, y señalo aquellos aspectos que vi problemáticos para tratar de averiguar qué está mal. La segunda vez busco soluciones».
Se convenció de que conocer la trayectoria de un autor consagrado facilita la tarea de tratar de consagrar la trayectoria de un nuevo autor. De su admiración por Dickens nace su respeto por la obra ajena, que preserva siempre que no advierta la necesidad de una corrección imprescindible. Gottlieb explica cómo persuadió a Cheever para publicar The Stories of John Cheever, ese libro rojo casi tan mítico como el de Mao, y cómo seleccionó los relatos de Carver reunidos en Catedral. En la sección «The Art of Editing, n.º1» del número de otoño de 1994 de The Paris Review, varios de sus autores hablan de él. Toni Morrison confiesa que no escribía pensando en Bob porque si el autor crea bajo la presión de intuir la reacción ulterior de su editor no comete sino una suerte de suicidio literario. Heller no pudo evitar darle la razón a su editor, suprimiendo sesenta páginas para avanzar un capítulo de su Trampa 22, que Gottlieb consideraba esencial para atrapar a tiempo al lector. Le Carré reconoce que El espía perfecto es una obra valiosa porque su editor le sugirió deshacerse de demasiado material autobiográfico.
Consciente del compromiso social del editor y de los riesgos que conlleva, debió de sentirse próximo a Liz Calder, la editora de Bloomsbury que compartió la angustia de la fetua a su autor Salman Rushdie, quien explica el episodio en Joseph Anton. Gottlieb escribe con inmensa soltura porque leyó toda su vida con inmensa devoción; sus guiños a John Updike (el capítulo «Knopf Redux» no es sino una broma con «Rabbit Redux»), el escritor que redactaba sus propias contracubiertas y elegía el publishing, son reveladores; su prosa —que Susan Sontag alabó— es la de un autor (no la de un ejecutivo) que no convierte su libro en una sarta de anécdotas ni desea que la estadística adquiera un protagonismo que difícilmente se justifica en la vida de ningún editor, necesitada del éxito de ventas pero consagrada al criterio de un catálogo que le procurará el éxito de la permanencia. En su magnífica obra aboga por tener claro que «es el libro del escritor, no el vuestro. Intentad ayudar a que el libro sea una versión mejorada del libro; no intentéis que sea lo que no es». Le Carré delata que acostumbraba a «señalar mejoras editoriales a través de jeroglíficos garabateados en los márgenes del manuscrito original: una línea ondulada daba a entender que la prosa era demasiado florida». No habían entrado en juego aún Nielsen, GfK o los algoritmos, pero la cuenta de resultados ya era esencial. Commercial fiction. Up comercial fiction. General Fiction. Literary Fiction. Chick lit. Fantasy. Lad lit. Noir. Young Adult. Memoirs. Ficción de la buena. Crossover fiction. Autoficción. Fan fiction. Narrative nonfiction. Young adult fiction. Eco thriller… Tampoco fue su tiempo el de la explosión de los nichos, pero sí era ya el de los prototipos atractivos que habría que clonar, y el de los editores ejerciendo el necesario coaching con sus autores (con Cynthia Ozick desde que su editor murió y ella pensó que devendría una blocked writer) mientras negociaban con los agentes como Balcells, a quien tilda de «medio sádica (con los editores) pero encantadora agente española», o con la de Don DeLillo, causante al parecer de su desencuentro final con el autor de Submundo. El ineludible libro de Gottlieb habla de cómo decirle a un autor como William Gaddis que no vende o que sus obras son constructos y no novelas, del mérito de una colega suya de retener a Kundera en el catálogo reteniendo a su scout en Francia. Asegura que los autores son quisquillosos, pero es demasiado inteligente como para escribir que lo peor no son los autores. De otro nobel, V. S. Naipaul, dice que era esnob y narcisista, y de Rushdie no puede sino anotar su petulancia. El editor debe ejercer su autoridad y actuar de consejero, pero jamás controlar al autor, al que debe responder con celeridad, aguardar con paciencia y tratar con tacto. Publicar «consiste básicamente en hacer público el entusiasmo de uno mismo», pero «tomaos en serio cada detalle, puesto que no sabemos qué hace que cierto libro funcione mejor que otros». ¿Un autor sintiéndose incapaz de avanzar aquejado del síndrome del escritor bloqueado? La receta de Gottlieb: «No escribas, teclea». Testimonio de la proliferación de cadenas como Barnes & Noble antes de la era Amazon. Testimonio temprano de que asedia la edición y de que las predicciones dominan sobre las intuiciones porque la prospección del mercado vence a la ideología del gusto. Tiene el lector en sus manos un libro extraordinario acerca de las competencias del editor: vocación, preparación, intuición, selección, dedicación, equivocación. Gafas de pasta negra, un manuscrito, un lápiz, 30 por ciento de experiencia, 30 por ciento de instinto y 40 por ciento de trabajo, incontables horas de lectura y la convicción de que el tono solo lo puede poner el autor pero el resto lo puede mejorar el editor. Leer a Gottlieb te inyecta las ganas de leer para aprender a leer mejor, para comprender el mecanismo de la creación y para salir airoso del intrincado laberinto editorial.
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Autor: Robert Gottlieb. Título: Lector voraz. Editorial: Navona. Traducción: Ainize Salaberri. Venta: Amazon y Casa del Libro
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