Estamos ya acostumbrados a pensar en el Universo como un mega “contenedor” en el que nuestro minúsculo (a esas escalas) Sistema Solar forma parte de una galaxia, la Vía Láctea, una más entre cientos de miles de millones, separada de otras por tremendas distancias (la más cercana a ella, Andrómeda, se encuentra a 2,5 millones de años-luz, siendo un año-luz la distancia que recorre la luz en un año). Y tan habituados estamos a esta imagen del Universo que nos resulta difícil pensar que hace simplemente un siglo se tuviera una idea diferente de él. Y, sin embargo, así fue. Ahora hace precisamente cien años que tuvo lugar lo que se conoce como El Gran Debate, en el que se discutió si la Vía Láctea contenía todas las unidades cósmicas existentes; esto es, si era el propio Universo. En 1920 la mayoría de los astrónomos pensaban que así era, y que las pequeñas agrupaciones (nebulosas) que se observaban estaban dentro de ella.
No obstante, la idea de la existencia de “universos-islas”, esto es, de unidades cósmicas que contenían estrellas en números comparables a los que se dan en la Vía Láctea —unidades que ejemplificaban las nebulosas— se había difundido desde mediados del siglo XIX. Fue el astrónomo estadounidense Ormsby MacKnight Mitchell quien acuñó el término “universos-islas” en la década de 1840, como traducción al inglés de un artículo alemán que trataba de nebulosas a las que se denominaba Weltinseln. Aun así, en 1890 la astrónoma irlandesa Agnes Clerke manifestaba que “ningún pensador competente” podía creer que las nebulosas fuesen galaxias comparables a la Vía Láctea y que la teoría de los “universos-islas” había pasado al dominio de “las especulaciones descartadas y casi olvidadas”. Como casi siempre que se trata del Universo, el problema principal eran los instrumentos de observación; se necesitaban telescopios más potentes y formas seguras de medir distancias. A comienzos del siglo XX la situación había mejorado, y nuevas observaciones suscitaron dudas acerca de si realmente la Vía Láctea podía “acoger” todo el contenido del Universo. Para intentar resolver esta cuestión, el 26 de abril de 1920 se convocó una reunión en la sede de la Academia Nacional de Ciencias de Estados Unidos en Washington D. C. En realidad se trató de un debate entre dos de los astrónomos más importantes del país: Harlow Shapley, del Observatorio de Monte Wilson, y Heber Curtis, del Observatorio Lick, ambos en California.
Shapley, que fue el primero en intervenir, había utilizado el método de determinación de distancias estelares introducido entre 1908 y 1912 por Henrietta Leavitt, del Observatorio de Harvard. Estudiando las fotografías tomadas de un tipo particular de estrellas, las cefeidas, cuya luminosidad variaba, Leavitt descubrió que existía una relación entre los periodos de la variación de la luminosidad de estas estrellas y la distancia que nos separa de ellas. Con semejante resultado se podían buscar cefeidas en agrupaciones estelares, una tarea nada fácil, en la que el tamaño y la calidad de la lente del telescopio eran fundamentales. Identificada una cefeida, se podía medir el periodo de la variación de su luminosidad y determinar así la distancia a la que se encontraba, con lo que se caracterizaba también la distancia de la agrupación estelar a la que pertenecía. Shapley utilizó este método para calcular la distancia de algunos cúmulos globulares, que suponía “bordeaban” la Vía Láctea, concluyendo en 1918 que la Vía Láctea tenía unos 300.000 años-luz de diámetro, un tamaño 10 veces mayor de lo supuesto hasta entonces. Esto implicaba que aumentaba su capacidad para acoger objetos celestes, lo que iba en contra de la idea de que existiesen “universos-islas” fuera de ella. “Si el sistema galáctico es tan grande como sostengo”, afirmó Shapley, “las nebulosas espirales difícilmente pueden ser sistemas galácticos comparables. Pero si es la décima parte más pequeño entonces puede existir una buena oportunidad para la hipótesis de que nuestro sistema galáctico sea una nebulosa espiral, comparable en tamaño con las otras nebulosas espirales, con lo que todas ellas serían “universos-islas” de estrellas”.
Que el tamaño de la Vía Láctea era la décima parte, 30.000 años-luz, fue precisamente lo que defendió Curtis. Aunque los métodos que empleó Shapley se mostrarían en el futuro superiores a los de Curtis, hoy sabemos que la visión del Universo de éste es la que triunfó. Los medios técnicos de análisis astronómico mejoraban rápidamente por entonces, pero aún no eran demasiado fiables, como de hecho demostró aquel Gran Debate: que el tamaño de la Vía Láctea es muy superior a los 30.000 años-luz de Curtis pero no tiene los 300.000 que pensaba Shapley. Ahora sabemos que es de 100.000 años-luz. Sin embargo, Shapley se encontraba en el buen camino: utilizaba el método de las cefeidas para determinar distancias y trabajaba con el mayor telescopio que existía entonces en el mundo. Pero en 1921 el prestigio de la Universidad de Harvard le tentó: aceptó la oferta de dirigir el Observatorio del Harvard College, mucho menos potente y desde todos los puntos de vista instalado en un lugar peor, en Massachusetts. Es posible que pensara que incluso en Monte Wilson no sería posible identificar estrellas individuales de tipo de las cefeidas en nebulosas, con las que poder medir a qué distancias se encontraban. Que estaba equivocado es algo que demostraría pocos años después Edwin Hubble, que había entrado a formar parte del Observatorio de Monte Wilson en 1919. Allí detectó 11 cefeidas en la nebulosa irregular NG 6822, que le permitieron anunciar en 1924 que la nebulosa se encontraba a 700.000 años-luz, una distancia mucho mayor que la estimación más extrema de los límites de la Vía Láctea.
Tal vez nada demuestre mejor lo que ha avanzado nuestro conocimiento del Universo que saber que la galaxia más alejada conocida es MACS0647-JD, separada de nosotros 13.260 millones de años-luz. Debió de formarse solo 427 millones de años después del Big Bang.
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Artículo publicado en El Cultural.
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