El hombre de vía Merulana la saludó tocándose el ala del sombrero. Como cada mañana, apuraba su expreso en un pequeño café junto al Palazzo Farnese, el único lugar donde podía observar el edificio de viviendas y la vida de los vecinos sin apenas levantar sospechas. Un asesinato en un barrio tan céntrico era un acontecimiento social. Su cara se había hecho demasiado popular en las últimas semanas de interrogatorios, y en un trabajo como el suyo eso no era lo más recomendable. Allí también la veía a ella cada día. Camiseta negra de tirantes, falda ajustada, gafas oscuras y un equilibro innato sobre unas sandalias de tacón que parecían desafiar, a golpe de seguridad en cada paso, el peligroso sanpietrini romano. Llegaba silenciosa, con un libro en la mano, pedía un cappuccino en tazzina bollente, le sonreía a modo de saludo y se sentaba a leer.
El hombre de vía Merulana terminaba despacio su cigarrillo contemplando, analítico, aquel espectáculo, pero esa mañana no se marchó, como siempre, sino que se acercó a ella interponiéndose entre el libro y la luz, como un eclipse de sol.
—Tazzina bollente, alla maniera napoletana. ¿Es usted de Nápoles? Ella levantó la mirada despacio; de abajo arriba: zapatos de piel muy usados, pantalones anchos con raya y vueltas, camisa impoluta de algodón, chaqueta ancha, corbata oscura, cigarrillo bajo un bigote bien recortado, de policía o actor, y sonrisa deslumbrante, casi descarada, que contrastaba fuertemente con unos ojos tímidos color miel.
—No soy italiana, pero sí soy del sur —dijo sin dejar de mirarle. De repente deseó que aquel eclipse durase toda la mañana.
—Yo sí soy italiano, pero del norte. L’uomo col sigaro in bocca e con i risvolti ai pantaloni —dijo, forzando el acento genovés. Ella se rió divertida, inclinando la cabeza un poco hacia atrás. Él miró aquel cuello bronceado y terso y tuvo que echar mano de toda su templanza para no acariciarlo.
—¿Ha visitado alguna vez el escenario de un crimen?
—Solo en literatura.
—¿Desearía hacerlo en la vida real conmigo?
—Sí.
El palazzo se mantenía en mitad de la piazzeta orgullosamente en pie a pesar de las heridas de guerra y la miseria de los años posteriores. Sus estancias barrocas habían sido convertidas en viviendas humildes para familias numerosas, que se hacinaban con más dignidad que medios entre sus poderosos muros de piedra. Al pasar, el policía de uniforme que vigilaba la puerta se cuadró e intercambió con aquel hombre algunas palabras antes de dejarlo pasar. Entraron juntos en la penumbra del patio central, del que arrancaba una bella escalera con muros desconchados de hermosas pinturas al fresco. Todo estaba desierto; aquel crimen había detenido por unas semanas la vida allí. Ella subía los peldaños de mármol muy despacio, sabiendo que el hombre que la seguía era capaz de valorar el paisaje que se le ofrecía. En el rellano de la primera planta, la mujer se volvió, pasó el brazo desnudo por su cuello y le besó con voracidad. Él le devolvió el beso moviendo la lengua con deseo dentro de su boca, sujetándole la cabeza con las dos manos, empujándola hasta una de las esquinas en penumbra, clavándose en sus ingles y levantando la falda ajustada a la altura de sus caderas para comprobar que no llevaba bragas y que la humedad del coño, mezclada con el sudor, le habían mojado los muslos. Se arrodilló para zambullirse en la delicia que le chorreaba en los labios mojándole la cara, tratando de hundirse en el vello del pubis penetrándole el coño con la lengua tensa; buscando el clítoris para acariciarlo con la punta y volviendo a entrar de nuevo sin respirar, como un buceador profesional, hasta sentir que el ritmo de las caderas se transformaba en espasmos de placer.
Después se abrió la bragueta, apoyándose en los escalones la cogió por la cintura y la sentó a horcajadas sobre él. Se devoraban a besos mientras ella cabalgaba sobre aquella polla enorme, dura, placentera, tratando de ahogar los aullidos de placer en el cuello del hombre, mordiéndole, dejándose llevar por las obscenidades que se intercambiaban al oído: Te mangerei tanto sei bella; me fa sesso di impazzire; ti desidero in maniera brutale; non sai quante volte ho pensato alla tua boca, alle tue labbra, alla tua lingua. Allora prendimi e fammelo sentire, maschio; vieni qua.
El deseo terminó cegando la voluntad y poco a poco se fue dejando envolver por el placer inmenso que le proporcionaba el ritmo cálido de aquella hembra hasta que, finalmente con un gruñido, se corrió con desesperación, casi dolorosamente.
Bajaban las escaleras cuando de repente él se detuvo, pensativo.
—Detesto el final de esta investigación —dijo. El amor y la muerte casi siempre van unidos, hermosa mía. Por eso, Cazzo di Dio, maldigo este caso, pues no se trata de un crimen, sino de un maledetto imbroglio.
Ella lo miraba sin comprender, un tanto sorprendida por la confidencia.
—¿Tú crees en el amor?
Él le sonrío, encendiendo un cigarrillo.
—Hoy puede que sí, principessa. Hoy puede que sí.
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