Fotomontaje de Jeosm
Entrevista a su Excelencia el Jefe del Estado y Caudillo, Francisco Franco.
Con motivo de la publicación de su último libro La tentación del Caudillo: Nueve meses que no estremecieron al mundo, el escritor Juan Eslava Galán se ha visto llamado con urgencia al palacio de El Pardo. Éste es el fascinante relato de los hechos.
El taxista es de los antiguos. Zamarrilla cómoda, camisa a cuadros y un papirotazo castizo que manda el cigarrillo a la otra acera cuando ve que tiene servicio. No gasta mascarilla antivirus —le estorbaría para el palillo que lleva en la comisura—, pero le enseña un atomizador antivirus con el que hace flu-flu en los asientos de atrás cada vez que se apea un cliente.
—¿A dónde vamos? —pregunta por el retrovisor.
—A El Pardo, por favor.
—¿Va usted a ver a Franco? —se ríe del chiste.
—Algo así.
Del retrovisor cuelga un jamoncito en miniatura y una cinta con la medalla de la Virgen del pueblo.
Como ve que el usuario no habla mucho, pone las noticias de la radio: el coronavirus, que remite gracias a Dios, división de opiniones sobre Marlaska, negros reivindicativos, una alcalda andaluza que asiste a los plenos en bikini, desde la playa, tan ricamente…
—Querrá usted decir alcaldesa —corrige un tertuliano.
—No, eso era antes —se reafirma la locutora—. Alcaldesa es la mujer del alcalde; alcalda es la mujer que democráticamente ha ganado la vara de alcalde y como tal rige el municipio.
—Entonces al marido ¿cómo lo llamamos? —pregunta el contertulio
—Alcaldeso, claro.
—¡Ah!
Eslava no atiende a la radio. Va preocupado, porque no se acaba de creer lo que le está ocurriendo. Un motorista de chaquetón de cuero y casco de tanquista ruso que montaba una Sanglas modelo 400T de cuatro tiempos y motor de 423 centímetros cúbicos, catalana, para que luego digan que los catalanes no son afectos al Régimen, le ha traído a domicilio una carta.
—Ea, que usted lo pase bien —se despidió estilo antiguo, sin pedirle el número de DNI ni hacerle firmar con el dedo en una pantallita.
El sobre lucía en el remite el sello en relieve de la casa del Generalísimo.
Un saluda. Eslava reconoció la firma, ancha y segura del Caudillo. Nada menos.
—¡Coño! Una invitación de su Excelencia el Generalísimo —se dijo. Y luego se preguntó— ¿Pero este hombre no estaba muerto?
A esta hora de la mañana la pajarería busca el desayuno en el encinar de El Pardo, el ojito derecho del presidente Azaña, que lo protegió con mimo de las ansias deforestadoras de su gobierno.
—¡Ya ve usted, Negrín! En Madrid, rodeado de miles de hectáreas de tierra calma y erial, no había por lo visto mejor sitio que el encinar de El Pardo para un ensayo de arquitectura social, casas baratas. Cuando ganemos la guerra, ¿sabe usted el único puesto al que voy a aspirar?
—¿Cuál?
—Guarda mayor y conservador perpetuo de El Pardo. Para cuidar de las encinas, de los olmos, de los acebuches.
—¿Y de los alcornoques?
—Bueno, también de los alcornoques, aunque esos se crían solos. En España lo que sobran son alcornoques.
Azaña y Negrín perdieron la guerra y El Pardo se quedó sin más protección que la de Franco.
—Al que toque una rama, lo capo.
—¿Eso dijo el Caudillo?
—No con esas palabras, pero era la idea. El Pardo, su coto de caza.
—Casi se puede decir que puedo abatir ciervos, jabalíes y muflones desde la ventana de mi dormitorio —le decía a Carmen, la Señora, cuando ella le reprochaba que no vivieran en el Palacio Real.
Una niebla espesa se traga coche, carretera y paisaje. Incluso el programa de radio se interrumpe y después de unas interferencias conecta con una emisión antigua en la que suena la voz de Joselito, el pequeño ruiseñor, cantando «La campanera» en un disco de vinilo.
—Esto sí que es raro —-dice el taxista—. Iremos despacio, no sea que nos demos una leche.
Pero de pronto salen de nuevo a la carretera y al paisaje.
—Era solo un banco de niebla.
Enredado en estas evocaciones, llegan a la bifurcación, donde unos letreros señalan El Pardo y Palacio.
—Tome usted a la derecha —indica Eslava.
—¿Al mismo palacio vamos? —pregunta el taxista extrañado.
—Al palacio, claro.
De la garita sale el sargento Lupiánez, tricornio charolado, bigotazo y naranjero. Hace el saludo militar, mano a la ceja.
—¿El señor Eslava? Apéese, por favor —dice abriendo la puerta—. No se preocupe, que yo pago la carrera. El comandante asistente lo está esperando.
El comandante asistente se llama Castillo y usa unas gafitas de marco dorado que le dan un aire de oficinista. En pos de él atraviesa el visitante un par de salones decorados con tapices de Goya y Bayeu, pastores vestidos de seda cortejando a pastoras en las eras entre haces de mies recién segada.
El comandante Castillo marca el paso sobre las mullidas alfombras, camino del despacho del Generalísimo.
Huele a barniz viejo y a cerrado.
Un ratoncillo escapa bajo un bargueño filipino de caoba con incrustaciones de nácar.
Despacho del Caudillo.
El comandante Castillo da dos golpecitos en la puerta. La abre. Pasa. Se cuadra. Saluda, mano a la visera.
—El invitado, Excelencia —anuncia.
Franco, ese hombre.
El perfil cesáreo de las monedas de 1 pts., 2,50 pts., 5 pts., 25 pts., 50 pts. y 100 pts. que hoy buscan los coleccionistas en el mercadillo dominical de la Plaza Mayor está sentado detrás de la mesa escritorio.
Casi oculto por una barricada de carpetas e informes, como cuando combatía a las cábilas rebeldes en los aduares marroquíes.
Emerge la cabeza cesárea de la muralla de papel. Quizá ande por los sesenta años, la edad que tenía cuando le hicieron la serie de sellos de 1955 en la que aparece en plan estadista occidental, de paisano, con un poco de papada.
Sonríe cordial. Abandona el parapeto y sale al encuentro del visitante, la mano tendida.
Eslava la estrecha. Fría. Como de difunto. No obstante, el apretón es firme, impostado.
—Es un honor, Excelencia —el visitante abate la cabeza reverente, como Josep Piqué ante el presidente Bush (solo una vez, Piqué lo reiteró dos veces más).
—Siéntese, Eslava —el Caudillo le ofrece asiento en el sofá. Él ocupa el sillón contiguo.
Suenan algo los muelles, del poco uso, pero sepa el lector que a este terciopelo rojo magenta, perdón, quise decir encarnado magenta, lo caldearon en otro tiempo muy ilustres posaderas: medio episcopado español con el cardenal Gomá a la cabeza, el Reichsführer Himmler, el doctor Fleming, Eisenhower, el chivo Trujillo, Nixon tricky, Ortega y Gasset…
—No, ese no —corrige Franco—. Ortega se ofreció a escribirme los discursos, por persona interpuesta, claro, porque era muy engreído y soberbio, pero le dije que no. Eso sí, le mantuve el sueldo de la universidad, aunque no diera clases, para que no incordiara.
El visitante descubre sobre la mesita auxiliar un ejemplar de su novela ensayada o ensayo novelado La tentación del Caudillo, con el subtítulo Nueve meses que no estremecieron al mundo, que le sugirió su compadre Pérez-Reverte entre la sopa y los garbanzos el día que degustaron el cocido especial de la Hermandad de la Legión.
Observa Eslava que el ejemplar del Caudillo tiene algunas páginas señaladas con post-its. Se ve que lo ha leído con atención, o quizá con intención. Comienza a entender qué hace en El Pardo y el interés del Caudillo por conocerlo.
—Así que usted es el autor de este libro, La tentación del Caudillo —le dice.
—Así es, Excelencia —lo admite—. Espero que no le haya parecido demasiado mal.
—A cosas peores está uno acostumbrado.
—Perdone que se lo pregunte, Excelencia, pero … ¿usted no estaba muerto?
—Lo estaba, pero como el presidente Zapatero me invocó tantas veces y con tanta fuerza y luego el presidente Sánchez me ha desahuciado del Valle de los Caídos, allá arriba me han dado permiso para bajar, y tengo El Pardo como segunda vivienda desde que estoy aquí… ¿cómo se dice? ¿Part time?
—Excelente pronunciación del inglés, Excelencia —lo alaba el visitante.
Se sonríe Franco.
—Lo tengo bastante oxidado, no crea, pero donde hubo algo queda. ¡Ah, qué tiempos cuando daba clases de inglés con madame, en Canarias! Eso fue cuando todavía era persona.
—¿»Era persona», Excelencia? —se extraña el visitante.
—Cuando tenía tiempo para mí, quiero decir. Después me atraparon las obligaciones del cargo y ya no fui persona, sino cargo… ¡el peso de la púrpura! —suspira.
—Pero Pacón, su primo, dice en sus memorias que se pasaba más de la mitad del tiempo cazando…
—Pacón tenía la lengua muy larga y a lo mejor un poco de envidia —se incomoda—. ¡Claro que cazaba! ¿Usted es cazador, amigo Eslava?
—No, Excelencia, uno es poco aficionado a las armas, aunque conoce de sobra lo que es dar gatillazos.
—¿No será usted un pacifista de esos? —lo mira con recelo.
—No, Excelencia, no lo permita Dios, como decía Lola Flores cuando le preguntaban si sabía inglés.
—¡Lola Flores! —dice Franco—. ¡La Carmen de España!
—No, Excelencia, la Carmen de España era Carmen Sevilla.
—Eso, eso —conviene Franco—. Una mujer de extraordinarios talentos y muy simpática. ¿Cómo eran los versos que le dedicó Pemán?
—¿A Carmen Sevilla, Excelencia?
—No, hombre, a Lola… Eran —rememora—: «Torbellino de colores. / No hay en el mundo una flor / que el viento mueva mejor / que se mueve Lola Flores”.
—Excelente memoria, Excelencia, y valga la redundancia —alaba Eslava.
—A mí Pemán no me dedicó nada… Como era monárquico de don Juan, el veleta de Estoril… y eso que lo hice presidente de la Real Academia.
—La gente es desagradecida, Excelencia.
—¿Y los toros y el fútbol le gustan a usted? —inquiere.
—Pues no… Excelencia.
—¿No será usted maricón, o gay, como se dice en democracia?
—No, Excelencia. Las mujeres sí me gustan, dentro de un orden. Quiero decir cuanto ellas puedan tener de hospitalario.
—Es que como ahora es un mérito ser maricón para llegar a ministro o a obispo… Pues sepa usted que cazar no es solo fusilar animales. Cazar es algo más, el noble deporte del hombre en la naturaleza, un arte, creo que dijo Zubiri o uno de esos. El primer artista español, el de la cueva de Altamira, era cazador. A mí la caza me servía para relacionarme con la gente y tomarle la medida a cada uno… Cazando se relaja la gente y se da a conocer, sobre todo en el taco, el tentempié. Allí venían los banqueros, los industriales, la gente que pintaba algo en la economía… Luego estaba la pesca, que es un deporte solitario. La pesca sirve para meditar.
—Se contaba que le soltaban las truchas en ayunas para que picaran… —se atreve a decirle.
Se ríe Franco entre dientes.
—Cuando uno está al mando de la nación tiene que soportar que cuenten chismes. Pero ¿sabe lo que le digo? Ande yo caliente y ríase la gente. Volviendo a lo de su libro La tentación del Caudillo, lo hemos leído allí y a unos les ha gustado y a otros no.
—¿Dónde es allí, Excelencia, si puedo preguntar?
Franco hace un gesto ambiguo, elevando a medias una mano hacia el cielo.
—Allí no corre el reloj —prosigue—. Y sobra tiempo para la lectura y para todo. Es como un casino de pueblo antiguo: los hombres en la sala grande leyendo el periódico o jugando al mus… He vuelto al mus, que lo tenía casi olvidado. Algunas veces voy de pareja con Casaritos, y Vizcaíno Casas va con Azaña.
—¿Con Casaritos?
—Con Casares Quiroga, hombre.
—Pero ustedes eran enemigos —me sorprendo—. Usted le dio un golpe de Estado…
Se encoge de hombros.
—Bueno, más que golpe de Estado fue Alzamiento… aunque ¿qué más da? Allí no se guardan los odios de aquí abajo; allí reina la concordia y se ve todo con distanciamiento. El que mejor me cae es Indalecio, mire usted por dónde…
—¿Indalecio Prieto? —pregunta el visitante—. No me lo puedo creer, Excelencia.
Se ríe Franco de buena gana.
—Aunque con el que mejor se lleva Indalecio es con Solís… Siempre le está dando bromas con lo del yate Vita.
—¿Solís, el ministro de Trabajo?
—El mismo, “la sonrisa del régimen”. Hacen cuadrilla con Fraga, que siempre anda preparando queimadas, y se les une Segarra el de los zapatos, Barreiros el de los camiones y Banús, el del puerto. Y últimamente se les ha incorporado Fidel Castro, el clan de los gallegos. Antes también jugaba Andrés Nin, pero tiene problemas de piel y no soporta que fumen cerca de él.
—¿Y Carrillo?
Su Excelencia se encoge de hombros.
—Carrillo a lo suyo, fumando como una chimenea, con Ceaucescu, el rumano que le pagaba las vacaciones. Pasean por las orillas de la laguna Estigia, mientras la señora Elena está en la peluquería.
—Ella siempre pendiente de su pelo —la rememora Eslava.
—No —lo corrige Franco—. Es que ha puesto una peluquería, dicen que porque desarrolló una dependencia a la laca. Ya sabe usted que coloca al personal.
—Ya que lo menciona, Excelencia, ¿puedo preguntar qué hacen las señoras mientras los hombres están en el casino?
—Allá arriba es como acá abajo —responde Franco amablemente—. Las señoras hacen rancho aparte para hablar de sus cosas, en el piso de arriba, en la sala de baile. Allí se junta Carmen a jugar al bridge y a cotorrear, con Pura Huétor y las generalas. Alguna vez se unen a la tertulia los jesuitas.
—¿Los jesuitas?
—Sí, hombre, el padre Arzallus y Ricardo de la Cierva, que se han hecho grandes amigos. Por cierto, que allí tiene usted también a la Pasionaria.
—¿La Pasionaria? ¿Dolores Ibárruri? —se asombra—. No lo puedo creer, Excelencia.
Se ríe Franco.
—Créalo, Eslava, ¡la Pasionaria, con sus tocas negras! ¡Con lo mal que nos caía! Pero tratada más de cerca, una mujer estupenda. Suele levantarse tarde, la costumbre adquirida en Moscú ¿sabe usted?, y cuando está ausente la llaman, entre ellas, “la Pensionaria”, las muy malvadas, pero luego se llevan bien, le preguntan por la sobrina y eso. En el taller de ganchillo, la mejor de todas es Dolores, y eso que cuando llegó no sabía, porque en su tiempo de fregona el ganchillo era cosa de señoras. Por cierto, que a doña Carmen Polo no le ha gustado su libro, Eslava, le ha sentado mal que la adjetive “dental” y la ponga de beata, siempre rezándole a la mano de santa Teresa.
—Pero es verdad que le rezaba.
—Es lo que yo le digo, pero ya sabe usted cómo son las mujeres. Tampoco le ha sentado lo que cuenta de su dentista.
—Pero lo del dentista es cierto, Excelencia —protesta el otro.
—No digo que no lo sea, Eslava, pero uno no puede andar por el mundo contándolo todo. Si yo contara todo lo que sé…
—¿Y qué me dice de Hitler, Excelencia?
—Por allí anda también con su manía persecutoria, viendo judíos por todas partes. Está muy quemado, dicho sea sin segundas… No viene por el casino porque le molesta el tabaco, y como es abstemio… pero lo veo a veces por los Campos Elíseos paseando con Goebbels, los dos de gabardina hasta el suelo, Goebbels dando cojetadas, lo que les da un aire un poco siniestro de sepultureros antiguos, de estos que iban con guardapolvos. Una vez lo saludé porque nos encontramos de frente y me pareció que estuvo distante… Cree que soy un desagradecido porque no le ayudé en la guerra.
—Lo que es verdad, Excelencia, si me permite decirlo —interviene Eslava.
—Porque él no quiso. Yo, al principio, cuando los alemanes tomaron París, le envié un correo ofreciéndole entrar en la guerra, pero él despreció el ofrecimiento.
—Es que pensaba que ya la tenía ganada, Excelencia. Creía que era cosa de días que Inglaterra le pidiera la paz.
—Eso creía yo también —reconoce Franco—. Por eso me ofrecí a entrar en la guerra, para figurar entre los vencedores y sacar algo de provecho.
—El Marruecos francés y el Oranesado, nada menos, Excelencia.
—Y no olvide usted la ampliación de la Guinea —añade Franco—, pero Hitler no quiso. Luego, pasado el verano, cuando me citó en Hendaya a ver si me convencía para implicarme en la guerra, yo ya vi que no nos convenía a nosotros, porque Inglaterra no estaba tan vencida como parecía después de lo de Dunquerque…
—¿Y usted sabía que Hitler iba a perder la guerra, Excelencia?
—No, yo creía que iba a ganarla, pero tampoco quería entrar en ella sin sacar provecho. Y él, por no indisponerse con Pétain, no nos quiso ofrecer lo que le pedíamos. Aparte de eso, teníamos que estar a bien con los ingleses, porque el trigo y el petróleo venían de América con permiso de la Navy.
—La pérfida Albión…
—No lo crea usted, Eslava, no tan pérfida. La Guerra de Liberación la ganamos gracias a los ingleses y a los americanos.
—Me sorprende, Excelencia. Tenía entendido que fue gracias a Italia y Alemania.
Franco hace un gesto de conformidad.
—Me remito a su libro, amigo Eslava: Mussolini y Hitler contribuyeron, pero la gasolina nos llegaba gracias a los angloamericanos. Y la gasolina, como usted sabrá, es el nervio de la guerra.
—Me sorprende que a usted le ayudaran las democracias.
—Pues no se sorprenda. Las democracias serán una calamidad, no se lo discuto, pero tontas no son. ¿A quién le iba a interesar que ganara la guerra un frente popular que mataba curas y quemaba iglesias? Una sucursal de Stalin en España no le interesaba a nadie. Lo que pasa es que tenían que disimular, por no soliviantar a sus electores rojillos y a los sindicatos. O sea, que los que salvamos la Patria le quedamos agradecidos por igual a las democracias y a Hitler.
—¿Y usted le devolvió el favor con la División Azul?
—Lo de la División Azul fue un invento de Serrano y un par de amigos falangistas durante una cena en el Ritz en la que sospecho que se pasaron con las libaciones. Yo transigí porque convenía hacerle algún regalo al Führer, que se había puesto muy pesado con que entráramos en la guerra, y como tenía esos prontos malos más valía contentarlo. Así lo apaciguamos un poco y de camino apaciguamos a los falangistas, que eran más nazis que los nazis y querían ir a la guerra alegremente…
—¿Quiere decir, Excelencia, que usted no era partidario de Alemania?
Franco lo mira con cierta sorna.
—Mire, Eslava. Yo era partidario de no meternos en líos. Lo de ofrecerme después de lo de Dunquerque fue porque creí que podíamos sacar tajada del nuevo reparto del mundo sin exponer nada, pero cuando vi que la cosa no estaba resuelta y que pasaba el verano del 40 y los ingleses resistían, retiré el ofrecimiento. Aparte de que España estaba hecha unos zorros e iba a peor, con el hambre y el “piojo verde” (el coronavirus de entonces).
—No es lo que dicen los historiadores, Excelencia. Usted en los discursos…
—Hombre, Eslava, en los discursos se dice lo que conviene que los otros crean que uno piensa. ¡No se fíe usted de los discursos ni de las declaraciones públicas! ¿Usted sigue en la tele las ruedas de prensa de Pedro Sánchez? ¿No cree usted que habla para mentecatos?
—Siempre he creído, Excelencia, que el presidente Sánchez va con la verdad por delante. Parecerá un jefecillo de sección de grandes almacenes, pero es un hombre con un nivelazo, hasta tiene un doctorado.
—No se deje engañar, Eslava: la verdad desnuda solo se dice en el confesonario, en presencia de Dios… los que la digan, y eso vale igual para la derecha que para la izquierda.
—También dicen los historiadores que usted salió de la guerra con unos milloncejos en su cuenta corriente de la venta de un barco de café que le regalaron del Brasil.
—Ya he notado que usted lo cuenta en su libro, con pelos y señales —mueve un poco la mano a guisa de regaño—. No es que no sea verdad, es que las verdades hay que matizarlas. El Alzamiento fue también un alzamiento de bienes. Natural. Suponga usted por un momento que nos sale mal. Podían haber ocurrido dos cosas: nos cogen y nos fusilan, o no nos cogen porque nos vamos al extranjero. En este caso ¿de qué íbamos a vivir? Aparte del amor a la Patria, los alzados teníamos el amor a la familia. Había que asegurar que si la cosa se torcía no íbamos a dejar en la indigencia a nuestros seres queridos. ¿Ha visto usted algo más triste que un militar exiliado? A ver, ¿de qué trabajas si te ves en el exilio, cuando te has pasado media vida combatiendo en Marruecos y lo único que sabes es pegar tiros…? Por eso primero le aseguré un pasar a Carmen y a Nenuca antes de entregarme en pleno a la salvación de España…
—Eso lo entiendo, Excelencia, pero ¿y lo de consentir la corrupción?
—Me está pareciendo, Eslava, que usted se ha caído del guindo o escucha mucho la Pirenaica. A mis compañeros de milicia había que contentarlos con ascensos y permitirles que tuvieran sus negocietes. Ellos pensaban lo que yo: primero un buen pasar para la familia y resarcirse de las fatigas pasadas en África y de la sangre derramada. Ya sabe usted que todos éramos monárquicos, pero dentro de un orden. Cuando me vino el primero con el cuento de que había que traer de vuelta a Alfonso XIII, que lo teníamos al pobre en el exilio repartiendo su aburrimiento entre cacerías y mujeres de buena vida, yo le dije: “Hombre, Fulano, ¿te vas a quejar tú? Tienes una fábrica a nombre de tu mujer que le vende todo al ejército y emplea a soldados de los que hacen la mili: un negociazo. Además, figuras en dos consejos de administración donde solo tienes que firmar y poner el cazo a fin de mes, y tienes tres cuentas corrientes aquí y dos en Portugal a nombre de hermanos y cuñados. ¿Vas a traer al rey para que le dé esas prebendas a los condes y a los marqueses?”.
—Ahora lo veo con más claridad, Excelencia —reconoce Eslava.
—Lo que no le ha gustado a Carmen es que usted insinúe en su libro que su deseo de recuperar el diamante de los Austrias no era por patriotismo sino por afición a las joyas…
—No me habré sabido explicar, Excelencia…
—Como la han criticado tanto por eso…
Dos golpecitos en la puerta y aparece un mayordomo de librea, calzones verde pistacho hasta las rodillas y una ligera carrera en la media color carne, como las de los toreros.
—¿Su Excelencia desea algo? —solicita.
—Yo lo de siempre, Cristóbal, Fanta naranja, y vea también lo que quiere el señor Eslava.
—Yo nada, Excelencia —le dice—. Si acaso un vaso de agua.
La emoción le ha secado la boca.
—¿Perrier, Bezoya? —pregunta el mayordomo en tono neutro.
—Canal de Isabel II, si pudiera ser.
—Excelente elección, señor.
Cristóbal hace media reverencia y se esfuma.
Eslava vuelve a la conversación.
—Quería preguntarle, Excelencia. ¿Cómo se ve desde allá lo de España? Donde usted está digo.
—Hombre, Eslava, yo, como ya estoy retirado, veo poco los periódicos, pero como la tele está siempre puesta de algo me entero y el gobierno en democracia no lo veo mal.
—Me sorprende, Excelencia. Creí que usted estaba contra la democracia.
—Se equivoca, Eslava. Yo siempre he estado a favor de la democracia, pero de la orgánica, una democracia organizada y con gente de orden no con mierdecillas ni mindundis. A mí no me duelen prendas. Reconozco que con la democracia han cambiado muchas cosas a mejor. Los muchachos que antes se metían en los seminarios con vocación de salvar almas ahora se meten a políticos para salvar cuerpos. Eso me parece bien. Con tantos políticos, la cosa pública no puede ir mal, eso se cae de su peso.
—No salgo de mi sorpresa, Excelencia.
—Algunas cosas nos duelen allá arriba, claro. Por ejemplo, a Carmen le sentó mal que se liquidara Galerías Preciados, con el cariño que le tenía, aunque le consuela saber que Felipe González la pignoró de manera muy ventajosa para el Estado a un amigo suyo que enseguida la revendió a una compañía inglesa. Y como era un buen amigo del presidente la había comprado sobrevalorada y no le importó perder una millonada, por lo que tengo entendido…
Eslava pone cara de mus.
Llega Cristóbal con la Fanta naranja y el agua del grifo en bandejita de plata, que deposita en la mesa auxiliar.
—¿Manda algo más Su Excelencia?
—Gracias, Cristóbal, puedes retirarte.
Reverencia y puerta.
Franco da un sorbo de su naranjada. Prosigue:
—¿Por dónde íbamos, Eslava?
—Hablábamos de la España democrática, Excelencia.
—¡Ah, sí! Y luego, si le soy sincero, no veo bien lo de las Cortes. En las mías reinaba la concordia, incluso la cromática: recuerde usted aquellos obispos orondos de negro cuervo o púrpura cardenalicia, en bello contraste cromático con los procuradores del tercio familiar, vestiditos de blanco, como de primera comunión, y con su camisa azul. Y agregue a eso la nota exótica de aquellos notables saharauis, todos altos como castillos, envueltos en sus ropones ceremoniales, circunspectos y serios en su papel, aunque luego, al salir, le preguntaban al ujier a qué hora abre el Chicote.
—Lo recuerdo, Excelencia, y lo bien que aplaudían al unísono. No como ahora, que cuando aplauden unos no aplauden otros y viceversa.
—¡Mi claque! —se entusiasma Franco al evocarlo—. No crea, Eslava, a veces la echo de menos. Ahora sin embargo veo más variedad en las Cortes, con tantas mujeres, y me gusta que sean tan jóvenes y que muchos hayan ascendido por sus méritos y no por designación digital, como se estilaba en mi tiempo. Especialmente me enorgullece la promoción social de la gente de talento. Me han dicho que hay una ministra que una semana era cajera de un supermercado y a la siguiente se sentaba en la bancada azul.
—Muy informado lo veo, Excelencia.
—También veo cosas que me gustan menos: la gente se pelea, se faltan al respeto. A ese pobre chico con pintas de tractorista garrulo al que apostrofan como Rufián. Hasta la misma presidenta de las Cortes se lo dice. ¡No hay derecho! Eso en mis tiempos no lo habría consentido Alejandro Rodríguez de Valcárcel y Nebreda, ¡menudo era!, pero ahora, con esa nenica de la media melenita, pues se ha perdido el respeto.
—Es que ahora la política es a la contra de lo que usted hizo.
—Tan a la contra no es. En algunos casos hacen lo que yo hice y me criticaron por eso. Cuando vi en televisión que Sánchez sacaba pecho e invitaba al Aquarius a desembarcar los moros en Valencia, le dije al padre Llanos, S.J.: «Mira, ahora a los tuyos les parece bien que vengan moros, con lo que me lo criticaron a mí».
—A usted siempre le han gustado los moros —me dijo el padre Llanos, S.J.—. Hasta los invitó a los actos de clausura de la revolución de Asturias.
Toda la mañana de cháchara el escritor y el Caudillo. Ya cerca de la hora del almuerzo se presenta el comandante Castillo, dos toquecitos en la puerta y anuncia.
—Excelencia, es la hora.
—Bueno, Eslava, ha sido una charla muy edificante, como las que tenía con su colega Ricardo de la Cierva, que por cierto allá anda, tan amigo de Tuñón de Lara. Por cierto, que me dicen que Tuñón de Lara era de su pueblo.
—Si me lo permite, dele recuerdos míos, Excelencia.
—¿A cuál de los dos?
—A los dos, Excelencia.
Apretón de manos. El comandante Castillo desanda el camino con el invitado y lo acompaña a la entrada de las garitas.
Hay un Dodge Dart enorme con chófer de uniforme.
—¿Cómo ha dicho que se llama su libro? —le pregunta antes de cerrar la puerta.
—La tentación del Caudillo: Nueve meses que no estremecieron al mundo.
—Lo leeremos. Y dele usted recuerdos a su amigo Arturo. Allá arriba también se lo lee mucho.
***
Otra vez el anillo de niebla espesa y después el sol esplendente, cegador, de Madrid preveraniego.
Hogar dulce, hogar. La parienta le sale al encuentro.
—Ya me tenías preocupada. ¿Dónde has estado toda la mañana?
—No me vas a creer. Lo voy a poner por escrito y se lo voy a mandar a los de Zenda.
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