¿Excitarse con el recuerdo de una ofensa tal? Todavía era incapaz de evitar esa brutal erección cuando pensaba en aquel día —cinco años antes— en el que, a plena luz y sin haberlo planeado mucho, se introdujo en la alcoba de uno de sus vasallos y se llevó a la esposa en brazos por la fuerza. A sus ojos, y para sorpresa de todos, raptar a Dangereuse no le pareció una villanía. Antes que ofensa fue un incendio en su corazón. La fama de la audacia del duque antecedió al delito, si es que lo hubo. Él forzó la puerta, entró hasta la cama, la cogió en brazos, con los dedos semihundidos en la cálida carne de sus muslos. La miró con decisión: tranquila, y ella le devolvió una mueca de sorpresa con una sonrisa en los ojos, como diciendo «llegas tarde». Y ahí empezó a notar la sangre bombeando por abajo… Y supo en ese mismo instante que aquellos ojos sonrientes de la «Peligrosa» eran la mecha del fuego en su pecho, la llama que forjó una nueva idea del amor en su vida, saltando por encima de muchas reglas establecidas. Y que ella, Dangerosa, según su nombre occitano, llevaba deseando ser raptada por él desde que puso un pie en el Poitou.
Cinco años han pasado de aquel día del fuego en su corazón. Acontecieron muchas cosas: batallas, como la que ha venido a ganar en Aragón, poemas, inviernos, viajes. Y la erección vuelve puntualmente al recordar cómo salieron del castillo apartando a todos, cómo montaron, él en su caballo, ella en el palafrén. La llevó por la brida al cruzar el puente y después galoparon alegres —Dangereuse se reía— durante una hora. Apenas cruzaban palabras: «¡Mi señora!», gritaba él, y ella «¡sigamos!», y más risas… Hasta que llegaron a una rivera. Allí no pudieron más. Junto a la orilla, ocultos por la arboleda, desmontaron, cayeron sobre la yerba. Se besaron.
—¡Mi señor! —dijo ella, desatando el vestido, al tiempo que hacía una pequeña reverencia.
Guillermo se lanzó a besarla con ansia lobuna. Se desnudaron con violencia, ella le rompió la camisa. Él la penetró, y le sorprendió cómo sus piernas le abrazaban. Ella dio un vuelco y se puso encima. Le cabalgó. Sus pechos botaban bajo la cacería de sus manos. Estando así, el duque se incorporó para morderla en el costado, lamer los pezones, recorrer febrilmente su cuello con las manos. Dangereuse aceleraba, sin detenerse, jadeando cada vez más y añadiendo fuego a la mirada. Guillermo tiró de su cabello con fuerza hacia atrás. Ella gruñó y arqueó la cabeza hacia arriba sin parar de cabalgar sobre su verga. Cuando las manos del guerrero soltaron el pelo se clavaron en sus nalgas, buscaron por la entrepierna, rozaron el clítoris, se perdieron en los pliegues de su piel. Ella le besó entonces, con rabia de amazona, hundiendo la lengua en su boca y mordiéndole luego los labios y el bigote, y también le tiró del pelo. Él aulló. Sentía cada movimiento, cada rebote de su cálido cuerpo sobre los músculos tensos, sobre su propia cintura que se movía a un ritmo loco, como un resorte mientras su pene hendía el sexo más húmedo y suave que jamás había sentido, que jamás encontraría. Entonces ella se apretó en un abrazo corredizo y le regaló un orgasmo como nunca había llegado a contemplar, que empezó con un trote salvaje, mientras jadeaba, y continuó con un movimiento bestial, una cabalgada desaforada sobre su cuerpo, tan fuerte que le aplastaba contra el suelo, le hacía daño en las nalgas. Se abrazó a ella con todas sus fuerzas, mientras Dangerosa gritaba tan fuerte su placer silvestre que se callaron todos los pájaros de aquella ribera. Al final, ella se abandonó a las convulsiones de su vientre mientras cada vello de su cuerpo se erizaba bajo la brisa primaveral. Pasados unos minutos, aflojó el lazo y se quedó respirando muy fuerte junto a su oreja mientras se oyó el gañido feliz de un halcón en lo alto. Guillermo recuerda aún el tímido regreso del canto de los pájaros tras unos instantes de silencio.
Rieron. Rodaron. Se bañaron en el río. Y antes del atardecer volvieron a hacer el amor, de una forma tan delicada y tan morbosa que Guillermo recuerda haber pensado aquella tarde que ambos habían tocado los límites de la pasión amorosa. Ella le mostró una entrega que le conmovió. La misma con la que él le respondió. Eran el uno para el otro.
Mientras se viste, victorioso y cansado, al día siguiente de la batalla, recuerda vívidamente cada segundo de aquella lejana tarde. Caballero, noble, guerrero y poeta. Nunca las palabras volvieron con la intensidad con la que los poemas echaron a volar aquel día. Podía capturarlas entre los trinos de aquella arboleda. Señor de los juegos de palabras, capaz de soñar la nada sobre su caballo tanto como de cantar en los castillos infinitos de la piel amada. El duque trovador lograría imponer sus propias reglas. La raptada fue la amiga desde entonces, le acompañó contra viento y marea, en las mil bravuconadas que seguirían durante esos años de excomuniones y amor cortés. Incluso se rió con la provocativa idea de fundar un convento sin devoción, solo para reunir a las más bellas nobles en un escenario ideal para dar rienda suelta a sus aventuras amorosas…
Cinco años y la excitación vuelve cuando piensa en ella.
El duque se ha bañado para el banquete con el que van a celebrar la victoria frente a los almorávides. Mientras se viste, aún piensa en el incendio de su corazón, el órgano de fuego que extiende sus llamas alrededor, como dicen que hacen algunas montañas, muy lejos de Aquitania. Un fuego distinto al que impone su espada en la lucha. Las llamas de la vida, así las nombra el duque, una forma de justificar la ebriedad del momento, tanto como la erección. Reúne a sus vasallos principales y sale.
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El banquete celebra al victorioso Alfonso bajo el cielo estrellado de una noche cálida. Lejos, se oye a su imponente hueste. El olor de los asados con tomillo y el mejor vino restañan el buen humor de los capitanes. Todos limpios, arropados con mantos ligeros que ocultan a veces cortes y heridas leves, vendas, puntos recientes. Brindan por la victoria y comparten el horizonte halagüeño para el reino y sus aliados. Gritan «¡por Alfonso el batallador!», «¡por Calatayud y Daroca!», aúllan y ríen con la mezcla de lenguas propia de la frontera, mientras devoran el asado. En un momento de silencio, uno de los caballeros aragoneses decide interrogar a Guillermo, IX duque de Aquitania, aliado norteño en este frente contra el ejército moro.
—Mi señor duque —solicita el infanzón, alargando el brazo y señalando un escudo.
—Dizme —responde Guillermo.
—¿Habéis cambiado de armas en vuestro ducado? ¿Quién es la mujer cuya silueta en campo de gules animaba ayer la bravura de vuestra espada…? —el infanzón se refiere al dibujo del escudo que lucía el duque durante el combate.
Guillermo baja despacio la mirada hacia su copa. Sus vasallos directos contienen el aliento. El rey Alfonso enarca imperceptiblemente las cejas y mira al infanzón con fuego en los ojos por sacar este asunto, un verdadero escándalo que ya ha llegado a conocerse en la corte de Aragón y le ha costado la excomunión al occitano.
Mientras su esposa Filipa de Tolosa, devota acérrima del monje Robert d’Arbrissel, viajaba a las posesiones familiares tolosanas, Guillermo de Aquitania había raptado a la esposa de Aymeric de Chatellerault, con la que vive amancebado. A su regreso de Tolosa, una Filipa humillada pidió el ingreso en el convento de Fontevrault, fundado por el mismo Arbrissel para reforzar su poder en torno a las damas nobles despechadas o cansadas de las correrías de sus maridos…
En medio del tenso silencio provocado por la pregunta sobre su escudo, el duque empieza a exhalar una carcajada lenta, sin dejar de mirar la copa que sostiene entre las manos, una risotada que al principio resulta imperceptible y que nace bronquial, grave y metálica; se desliza por la garganta con la misma precisión con la que una espada abandona su vaina, lentamente, hasta que escapa de su garganta y se hace sonora y de acero en el aire. Las risas de todos estallan entonces, se entrechocan, todos se miran y la tensión se calma. Alfonso siente y muestra su alivio.
—Mira, muchacho, la vida es joy, es alegría, como decís aquí, y mi señora Dangereuse me sostiene en la cama con sus jocs —deja la copa sobre la mesa, se lleva una mano a los testículos y señala el sexo del infanzón. Después, apunta hacia el escudo—. Por ese amor al ¿cómo decís aquí?, ¡peligro!, yo la he mandado pintar en mi blasón de armas y la traigo a la batalla. ¡Mis armas son Dangereuses! ¿No lo sais pas? ¡No conoceréis a ninguna más guerrera! —ríe otra vez con una corta carcajada, y luego hace una pausa y mira primero en dirección al rey, del que recibe venia. Se pone en pie, mira primero al infanzón—. Señores, si puedo serles franco, ¡voy a contarles una historia!
Sus hombres aúllan y golpean la mesa para celebrarlo. Suena el brindis de varias copas y el duque extiende los brazos para imponer silencio.
—¡Qué bien eligieron tu nombre, Dangereuse! ¡Eres mi más deliciosa perdición! Mi verga no te olvida ni dormido ni despierto —el duque trovador sabe captar la atención de su audencia—. ¡Mis labios cantarán sobre tu piel una canción —dice señalando al horizonte—. No será triste ni parecerá alegre, sino secreta y dulce, si tan solo me dejas rimar ¿o era remar? ¡bajo tu manto! —más carcajadas. Pero después se pone serio y todos vuelven a hacer una pausa. El silencio es absoluto, se alarga unos segundos, mientras crepita la leña en las hogueras. La sangre de los guerreros se agolpa, mezclada con el vino, en las sienes.
—¡Compaignons!, vino hasta mí aquel evêque, aquel obispo. Me señaló para l’excomunication, y yo le puse la espada en el gaznate. Y aquí estoy muy honrado en vuestra cruzada, mi señor rey Alfonso, pero excomulgado todavía, para poco tiempo, espero… Si aún lo estoy… ¡pues yo te maldigo, monje Arbrissel, malhayas el infierno, como decís en Aragón! ¡Hay monjes villanos y fanáticos, quieren poder, y anatemizan el fin amor! ¿Tú sais qué es ma trovatz, mi cantar, mi poesía? ¡Es una patada al culo de Arbrissel! —tímidos aplausos de los caballeros, algunos se miran con cierto sofoco—, ¡es un contraataque ducal contra los hipócritas y las esposas beatas que creen que en la tumba oscura hallarán un amante mejor que yo, o que tú, o que todos vosotros! —señala al infanzón y da un sonoro puñetazo en la mesa—. ¡Despertad, porque sois leones! ¡Despertad, porque no hay nada mejor que el amor de una mujer! —les anima a aplaudir, sacudiendo los brazos abiertos—. ¡No hay batalla mejor! ¿Vais a vencer vosotros también en esa?
Da un trago. Le vitorean. Aplauden a rabiar. Sienten ya la ebriedad del vino. Pasado un rato, Guillermo pide otra vez silencio. Todos le obedecen. Hay expectación.
—Le dije a mi señora: «Ten más miedo del tiempo que de mis ojos» —silban, le animan, y él los calma con un gesto—. Así que os digo: no cometáis villanía ninguna, sed nobles, amad bien, con fin amor, sed corteses, dad la vida por un vers o por un beso… ¡y cortad el gaznate de todos los que os impidan ganar en el amor! —otra carcajada sirve para recargar de vino las copas y brindar «¡por Guillaume y Dangereuse!», a lo que el duque levanta su copa y da un trago generoso, que se derrama por las comisuras. Esto no ha acabado.
—¡Y os diré hoy cuál es la ley del coño! —añade de inmediato, secándose las barbas con el antebrazo, mientras los codazos y las chanzas llamaban a escucharle—, como quien grandes males ha hecho al respecto y mayores ha recibido: si todo merma con el uso, el coño, en cambio, crece. Y el que no quiera ver mis avisos, que vaya a verlo en un coto, cerca del bosque: por un árbol que se tala, renacen dos o tres. ¿Me entendéis?
—Sí —responden todos golpeando la mesa con las manos rítmicamente y coreando: «¡El coño! ¡el coño!».
—¡Esto va para los celosos! —prosigue el duque, con estentóreos gestos del puño hacia delante, refiriéndose al coito, haciéndose entender—. Cuando el bosque acaba talado, nacerá más frondoso. Y su señor no pierde en ello provecho ni ganancia: sin razón se lamenta por la tala, si no ha habido daño —más risas, más gestos procaces—. Yerra si se lamenta por la tala, cuando no ha habido daño. ¿Compris, se entiende? ¡Aprended a trovar y trovaréis el amor, queridos amigos, malas bestias! —concluye con una risotada grave, ya borracho.
—¡El coño, el coño, el coño! —gritan los guerreros, enardecidos, algunos aún barbilampiños, golpeando rítmicamente la mesa con las copas, mientras Guillermo toma su escudo con Dangereuse pintada en campo de gules y lo blande hacia lo alto.
Muchos sienten, al retirarse aquella noche, un picotazo de nostalgia y de inquietud por sus lejanos hogares, por sus mujeres; todos pintan un rostro al final de su inquietud, mientras las palabras del duque sobre los árboles talados y los frondosos bosques resuenan una y otra vez en la interminable madrugada de sus cabezas ebrias.
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