Varios entre mis compañeros de equipo en el Toon Blast tienen más de una cuenta para jugar. Es decir que en distintos momentos del día juegan con otros nombres, para otros equipos, que es algo así como matar las horas con napalm. Suelo explicárselo a mi correclusa cada vez que mi buen desempeño en el juego enciende en su mirada destellos de inquietud, aunque sólo consigo devolverle la calma cuando me ve perder la última vida, y acto seguido regresar a la mía. Ya lo dijo Ian Hunter: Nunca estás sola al lado de un esquizofrénico.
Llevar más de una vida es apostar en diferentes mesas, de manera que puedas cambiar de aires según te convenga, o en todo caso nunca te aburras mucho, y en realidad estés siempre en la luna. Con una correclusa, dos novelas, un cuarentenario, cinco perrotes y un nombre que cuidar en el Toon Blast, mal podría uno ser el mismo fulano a toda hora. Una novela, aparte, tiene sus planos y en cada uno de ellos eres otra persona. O quién sabe, hasta otro ornitorrinco.
No es fácil evitar que unas vidas se metan en las otras. Dos de mis pesadillas gremiales favoritas —no es que las sueñe, sólo las imagino— provienen de sendas historias de ficción: uno es Pedro Camacho, el escribidor de La tía Julia… que se va al manicomio con sus tramas y personajes fatalmente anudados en la masa encefálica; el otro es Jack Nicholson en el papel de Jack Torrance, el novelista desquiciado de El resplandor. Siempre que una novela se me atora, dibújanse detrás del cielo encapotado las siluetas de ese par de aguafiestas. ¿Tendría que preguntarme como cuál de los dos voy a acabar? Los oigo, en cambio, huir a la carrera si intuyen que estoy cerca de terminar el libro y los días parecen encantados y a mí poco me falta para dejar un hilo de baba sobre el piso: señal reveladora de un altísimo grado de concentración.
—¿Y qué tal está el libro? —cándidamente pregunta mi mánager, tras verme aparecer en su pantalla con más pelos parados que de costumbre.
—Bien, muchas gracias —reparo, carraspeo, dejo escapar una risilla boba y enseguida me suelto diciendo vaguedades, perogrulladas e incongruencias que no tendría por qué reproducir aquí.
En términos de obstetricia literaria, verse a unas pocas páginas de la última línea –digamos seis o siete– equivale a pasar por las primeras contracciones pélvicas. ¿Qué cómo está el producto? Temo ser la persona menos indicada para proporcionar esa información. Mi mánager lo entiende porque es psicoanalista, a saber la de cosas que puede ver en mis pelos parados y leer en mis respuestas evasivas. “¡Compro tiempo!”, aúlla uno, en estas circunstancias, pero dice la ciencia que una vez iniciadas las contracciones, nada detiene ya el alumbramiento. A juzgar por el entrecejo agrietado del autor, la misión se somete al arbitrio de las leyes de Murphy.
¿Qué puede salir mal? Todo absolutamente. De otro modo, qué gracia tendría el juego. Ahora mismo me da por preguntarme si no será que el tono de ese libro y el de estas líneas se están contaminando mutuamente, y si eso es nutritivo o redundante, y en qué grado y por qué y hasta dónde. Todo puede fallar: ¿cuántos paracaidistas conservan el pellejo gracias a esa certeza? ¿Y no es de pronto lo mejor de este juego, el momento de dar el salto hacia el vacío? ¿Sería mucho pedir, Cuarentenario, que me pusieras un poco de paja?
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