Manuel Astur (1980) fue editor de la revista cultural madrileña Arto!. Ha publicado relatos en varias antologías; la novela Quince días para acabar con el mundo (2014); el ensayo emocional Seré un anciano hermoso en un gran país (2016) y su más reciente novela, San, el libro de los milagros (Acantilado, 2020). En 2017 fue elegido una de las “Diez voces más interesantes del continente europeo”, en el ámbito del proyecto Literary Europe Live. Es autor también del poemario Y encima es mi cumpleaños.
Zenda publica seis poemas inéditos de Manuel Astur.
Es cálida mi bufanda
Estoy en el muelle
de una ciudad extranjera
sentado en un banco de madera.
Anochece y es invierno
el mar brilla más que el cielo
y no sé qué más decir
pues escribo esto en la libreta
por hacer algo
porque estás tratando de robarme una foto
y crees que no me he dado cuenta.
Es cálida mi bufanda.
Tan alto
Si Dios existe,
cuando me caiga por última vez
y termine este juego,
me alzará tan alto y ligero
—algo indiferente hacia mi miedo,
seguro de su poder,
pleno en su amor sereno—
como me elevaba en brazos mi padre
cuando Dios era él
y yo acababa de caer bajo esta luna.
Los bromistas
Mi madre me contó que, siendo niña,
unos hombres que partían leña
cogieron una gallina blanca que pasaba por allí,
la pusieron sobre un tocón y
de un hachazo le cortaron la cabeza.
Después, dejaron que el cuerpo siguiera andando
hasta que, al cabo de unos metros, cayó muerta.
Todos se reían.
Atardecía. Olía a resina y a tierra húmeda.
Había golondrinas. El cielo
se oxidaba como una manzana pelada.
El repicar de la campana de la pequeña iglesia
caminaba por el valle como una vaca que regresa a la cuadra.
La eternidad se lavaba los pies cansados en el arroyo.
Dónde fuisteis, hombres que reíais,
tremendos bromistas.
¿Sois ahora la gallina decapitada?
¿O nacemos sin cabeza
y esos pasos,
esos pasos ciegos son la vida?
Las cajas
Quería vivir en una caja,
como vosotros, las veía
desde la calle
iluminadas
en la noche
y quería estar ahí,
nunca más solo —eso creía—,
apiñados,
seguro en un nido de tuberías
tacones en el techo
televisiones
lavadoras y bebés que lloran,
en un nido de ruidos cotidianos
y no en mitad del monte, como estaba,
en mitad de la nada
que era la naturaleza,
que desde que ya no era niño
no me servía de nada.
Envidiaba, lo juro,
vuestras cajas apiladas,
el runrún de los motores,
el golpeteo de los coches pasando de madrugada
sobre la tapa floja de una alcantarilla —lo oí
una noche que dormí en casa de un amigo: todavía
me parece el sonido más dulce del mundo—,
el ruido del ascensor y el interruptor de la luz
y unos pasos por el descansillo
y las llaves de los vecinos tan cerca,
protegiéndome.
El ascensor a mi caja,
a mi caja pequeña y feliz,
donde cabría toda mi familia,
mi caja seca, lejos de la tierra,
mi caja sólida
en el aire,
la caja a la que iré
por fin
cuando deje de habitar
esta casa pesada y antigua,
cuando deje de ser yo
y sea
por fin
uno de vosotros.
El petirrojo
El petirrojo se deja caer desde el alero
y un segundo antes de estrellarse
contra el suelo
recuerda que sabe volar
y alza el vuelo.
A lo mejor nos pasa así,
y así subimos al cielo.
Así, justo cuando olvidamos el miedo,
antes de volver a posarnos
en otro nombre
y creerlo nuestro.
La nube
Si una pequeña nube que
pasa frente al sol
cambia así el universo
qué no cambiará una opinión.
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