La medida del tiempo es el tango de Gardel. Hace casi veinte años conocí a Antonio Pérez Henares. Fue en El Escorial, en un curso de verano que él dirigía llamado «Diez personajes en busca de su personaje histórico». Asistí como alumno y, el penúltimo día, al anochecer, nos tomamos un whisky en el Euroforum Infantes. Durante una hora larga, Pérez Henares exhibió esa educada campechanía y crisol de vidas que constituyen su blasón. Terminó el curso y ahí quedó todo, aunque aquello estaba llamado a tener una segunda parte, como en la literatura y el cine. Quince años después contactó conmigo. Había leído mi primera novela y quería que formase parte de un ambicioso proyecto que tenía en mente: una asociación de escritores de novela histórica. Cuando presenté en Madrid mi segunda novela, Antonio Pérez Henares estuvo y, desde entonces, pasó a ser Chani, porque su nombre de los tiempos de la clandestinidad es la credencial que entrega a sus amigos. Su nombre de guerra se transmutó hace mucho en uno de paz. No conozco mejor metamorfosis.
Tiene una voz bonita y tonante que suena a verano. Gasta empaque cinematográfico y bigote, ríe a carcajadas, es memoria viva del periodismo y el disco duro de la Transición, no está aquejado del síndrome de Estocolmo al expresar sus opiniones, sondea mentes y corazones con la precisión de un zahorí en busca de agua, y hace buena la máxima evangélica de vomitar a los tibios, porque todos sus actos están amasados con la pasión. Si Miguel Delibes decía no saber si era un cazador que escribía o un escritor que cazaba, de Chani podría decirse lo mismo, aunque con un adjetivo añadido: viajero. El viaje ha dado sentido a su vida, que no el nomadismo, pues él siempre ha sabido cuál era su lugar en el mundo. Ha vivido tanto y tan intensamente que necesita escribir artículos y libros para darle rienda suelta a sus mundos interiores, y aunque se maneja con soltura en el mundo digital, en el fondo es un hombre que pesa la lealtad y la ética con una romana y cuyos textos tienen un aroma a rotativa, a papel caliente y tinta fresca, a un amanecer que llegó demasiado pronto entre olores negros de café recién hecho.
A finales del siglo XIX surgió un movimiento artístico que me gusta mucho: Arts and Crafts, liderado intelectualmente por William Morris. Su premisa era potenciar la artesanía frente a la estandarizada industria, revalorizar las labores manuales en la producción de muebles, objetos de uso cotidiano y casas. Es decir, humanizar y personalizar la vida cotidiana encajando la tradición artesanal en los modos de vida modernos. Esta concepción artística tiene mucho de sensorial, pues disfrutamos pasando la mano por maderas trabajadas por ebanistas, paseando por jardines diseñados a la medida del hombre y contemplando hermosos paisajes a través de ventanales. Pues bien, la literatura de Chani tiene una vocación artesanal y telúrica, porque su narrativa es un injerto en el árbol de la tradición para conseguir un nuevo fruto. Sus novelas han de entenderse como una comunión con la Naturaleza, un viaje al pasado con billete de vuelta y un puzle en el que caben varias vidas: las que él ha vivido y las que le hubiese gustado vivir.
Chani, gran amigo de Miguel de la Quadra Salcedo y compañero suyo en periplos americanos, podría haber tenido cabida en alguno de los episodios del Hombre y la Tierra, y su voz en off le habría mantenido el pulso a la de Félix Rodríguez de la Fuente, tan magnética. Delibes le dedicó Los santos inocentes a Félix Rodríguez de la Fuente, y Chani le ha dedicado Cabeza de Vaca a Miguel de la Quadra Salcedo. Tiene sentido. Son sendos homenajes de unos escritores a unos amigos fallecidos con los que compartían pasión por la Naturaleza.
La visión campestre de Chani está en las antípodas de los animalistas, cuya utopía es un Neolítico con wifi. Él, hombre de campo, castellano viejo, alcarreño asentado en Madrid, concibe la Naturaleza no a lo Walt Disney, sino como Robert Redford en Las aventuras de Jeremiah Johnson o Leonardo DiCaprio en El renacido: la caza compatible con un respeto sacrosanto al medioambiente, la tierra como religación con los antepasados y sus formas de vida ancestrales. El olor de la lluvia y de los surcos recién arados, el tacto de la corteza de los árboles o el crujido de las hojas secas bajo los pies los sentimos en sus novelas, de la misma manera que revivimos en ellas amaneceres y largas puestas de sol, baños en pozas y en playas y el sabor de la comida al aire libre. El ciclo de la vida y la muerte, tan desnaturalizado en la ciudad y tan presente en el mundo rural, lo refleja Chani en su literatura a través de los rituales de nacimiento y defunción. Y otra de sus singularidades es la constante presencia de animales en sus obras, pues sólo quien ha tenido perros, los ha visto morir y enterrado con sus propias manos, sabe el hondo significado de las palabras fidelidad y cariño.
A lo largo de la historia hay tres concepciones de cosmopolitismo que me interesan: el del imperio de Alejandro Magno, el de Roma y, por último, el de Europa fraguado en el medievo. Conforme pasa el tiempo más risión y desdén me producen el paletismo tribal y la cerrazón mental, y al igual que en la Edad Media y Moderna existían los hermosos conceptos de las Andalucías o las Españas para expresar la diversidad dentro de un sentimiento común, Chani, con naturalidad, concilia el sentimiento de pertenencia a la patria chica y a la patria grande a través de un juego de muñecas rusas en el que caben su amor al terruño (la celiana Alcarria, su Guadalajara), un madrileñismo fetén, un españolismo hacia atrás y hacia delante y la querencia por lo hispanoamericano. Porque para él, América no es sino la España replicada.
Pues bien, todo esto está en su magnífico libro Cabeza de Vaca, cuya portada, salida de los pinceles de Augusto Ferrer-Dalmau —otro amigo—, es una genialidad a la que nos tiene acostumbrados el pintor español de mayor trascendencia internacional en estos momentos. Esta novela es Chani en estado puro: una historia cervantina de viajes, amistades, guerras, sentido del humor, resonantes victorias, clamorosas derrotas, traiciones, lealtades y la redención a través del sacrificio y la espera.
Cabeza de Vaca es la historia de un conquistador jerezano de la época de Carlos V que se fogueó en los tercios de Italia y en la guerra de los Comuneros y que, durante varios años, recorrió la costa sur de Norteamérica en pos de un sueño trocado en pesadilla, pues soportó más penalidades juntas que Robinson Crusoe en su isla y Cervantes en su cautiverio de Argel. Entre los personajes novelescos destaco a Trifón, un viejo marinero de las Alcarrias que hará buenas migas con Álvar Núñez Cabeza de Vaca, le contará sucesos y anécdotas de Colón y de sus hijos y de otros conquistadores y, llegado un punto, se cansará de aventuras y se retirará, emparejado con una mujer que lo cuide y consuele de tantas fatigas.
Chani es un contador de historias junto al fuego, un recitador del romancero castellano, un disfrutón de las fiestas populares, un cazador que mete en su macuto diccionarios, experiencias, libros, paisajes y viajes. Él no concibe su novelística desde la óptica de atalaya de la plana mayor, sino al ras de suelo de la infantería, de los pisa hormigas, de los mochileros. En el gremio de novelistas españoles hay tres mosqueteros muy viajados que han trasladado su geografía vivida a su geografía literaria: Juan Eslava Galán, Arturo Pérez-Reverte y Chani. Y el alcarreño que se curtió en periodismo en el diario Pueblo yuxtapone los mapas de España, de Europa y de América del siglo XVI a los actuales y los coteja con los mapas de su memoria, porque él se pateó la inabarcable geografía americana del protagonista de esta novela. Así, se produce una ósmosis entre el conquistador andaluz y el periodista y escritor, de manera que las sensaciones, emociones y pensamientos de Cabeza de Vaca, o bien Chani los entiende perfectamente o bien los vivió durante su odisea americana junto a Miguel de la Quadra Salcedo, aquel titán al que de pequeño yo veía en la tele luchar a brazo partido contra una anaconda en el Amazonas, como un Laocoonte, pero vencedor.
Algo de premonitorio había en esta novela cuando Chani, uniformado como un guardia imperial de Felipe II, hizo en 2008 un cameo en la película La conjura de El Escorial. Salió en pantalla con un morrión como el que llevaban los españoles que se lanzaban a la aventura de las Indias. Y como el que pinta Ferrer-Dalmau en la portada del libro.
La segunda parte de la novela es la más trágica y antropológica: Cabeza de Vaca, humillado y desamparado, se ve obligado a aclimatarse con los diferentes pueblos indios con los que contacta, y en este proceso de inculturación, el protagonista se convierte en un chamán, un superviviente que cura a base de potingues, rezos en latín y señales de la cruz, pero que también practica cirugías que me recordaron algunas escenas de Master and Commander por su crudeza y verosimilitud. Esta parte tiene un soberbio y sostenido pulso narrativo que llega a su clímax cuando el jerezano vuelve a contactar con españoles tras casi una década de desventuras. A partir de entonces, decidirá regresar a España, pero su vuelta, como está mandado en esta tragedia homérica, será otro rosario de aventuras. Y cómo no, el escritor deja la escotilla abierta para una continuación de la novela: el siguiente viaje de Cabeza de Vaca a América, cuando descubre las cataratas de Iguazú.
Hace unos años, asistí en el Teatro Auditorio San Lorenzo de El Escorial a la interpretación de la Sinfonía del Nuevo Mundo, de Antonín Dvořák. Esta obra sinfónica, compuesta por el músico checo durante una larga estancia en Estados Unidos, podría ser la banda sonora de la novela. Empecé canturreando un tango de Gardel y termino de la misma manera. Veinte años. Lo que son las cosas, este mes de julio, Chani dirigirá un curso de verano en El Escorial sobre novela histórica en el que, esta vez, no iré como alumno, sino como conferenciante. Volveremos a encontrarnos allí, en el monasterio de Felipe II, el escenario donde él participó en una película y yo situé el comienzo de mi primera novela.
Y es que la vida, como el cine y la literatura, tiene segundas partes que son buenas. Sobre todo cuando el guión lo escribe la amistad.
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Autor: Antonio Pérez Henares. Título: Cabeza de Vaca. Editorial: Ediciones B. Venta: Todostuslibros y Amazon
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