Hace unos días, con motivo de la aparición del exitoso libro La tentación del Caudillo: Nueve meses que no estremecieron al mundo), de Juan Eslava Galán, donde se narran de un modo ameno y apasionante las vicisitudes de las negociaciones entre la Alemania de Hitler y el gobierno franquista para la entrada, o no, de España en la Segunda Guerra Mundial, el propio autor del libro publicó, en exclusiva para Zendalibros, una entrevista realizada en el palacio de El Pardo al general Francisco Franco. El texto eslavesco y las declaraciones del polémico dictador español tuvieron una extrordinaria repercusión en las redes sociales, hasta el punto de que el ministro de Prensa y Propaganda del Reich, Joseph Goebbels, se puso en contacto con Juan Eslava para comunicarle que Adolf Hitler en persona deseaba hacer algunas puntualizaciones al libro y a las declaraciones de Francisco Franco, pues no todas fueron de su gusto. Poniendo el interés periodístico, histórico y literario por encima de cualquier otra consideración, y de nuevo en rigurosa exclusiva, Juan Eslava Galán nos relata hoy su larga, interesante y rocambolesca entrevista con Hitler, donde el Führer alemán, una vez cogida confianza y carrerilla, habla con el autor de lo divino, de lo humano y de algunas cosas más. Vean ustedes canela.
Un día como otro cualquiera, o eso pensaba yo.
Me levanto con la ministra Marisú (en la radio-despertador, se entiende).
—Que tó va bien, quehte gobierno lo tié to controlao.
—Vale, chiqui —le digo—. Me quitas un peso de encima.
Descorro las cortinas. Con las banderas del día gorjean gorriones en la arboleda.
Desayuno con las noticias en la radio. El coronavirus decrece. Las manifestaciones por el negro asesinado en USA crecen. Han atrapado al Rambo de Requena, pero el cocodrilo del Pisuerga sigue suelto. Lo busca la guardia civil caminera y fluvial. A los calvos nos afecta más el virus, hay que joderse.
Paseo matinal al solecito tibio. En la cuesta de Moyano solo abre un puesto a tan temprana hora.
Saludo a don Pío Baroja en su bronce, abrigo, bufanda y boina.
Atravieso la calle Alfonso XII y entro en El Retiro.
Cuesta subir la cuesta, valga la redundancia.
Glorieta del Ángel Caído. Mi reino por un asiento.
Un banco se me ofrece. Me siento a recuperar el resuello.
Una pareja joven hace fútin en chándal.
Un ciclista pedalea en maillot, culotte, casco reflectante, zapatillas con suela de carbono.
Rememoro mis tiempos heroicos cuando me ponía pinzas en los perniles. Hoy se llamarían clips.
Pasa un mirlo que vuela bajo, atento, en busca de la lombriz matinal.
Por asociación de ideas el mirlo trae al poeta el recuerdo de unos versos muy sentidos que en su novela La mula le pone el prota Juan Castro a su enamorada para acompañar los zarcillos que le regala por su onomástica:
Del mirlo quisiera el canto
y del asno el instrumento
para expresar lo que siento
en el día de tu santo.
Me enfrasco en la lectura de Luis Vélez de Guevara: Daban en Madrid, por los fines de julio, las once de la noche en punto, hora menguada para las calles…
Del Paseo de Cuba llega un tipo esmirriado, cojo, envuelto en una gabardina dos tallas sobradas, que casi le cubre la cojera.
Cabeza pequeña y apepinada, la cara tapada por una ancha mascarilla sanitaria que le cubre las mejillas chupadas y le aminora la fealdad. ¿Lo reconocen?
Se me sienta en el otro extremo del banco, al preceptivo metro y medio. Más o menos.
Se quita el sombrero, que traía calado hasta las cejas.
—Buenos días —saluda.
—Buenos días —correspondo.
Reanudo mi lectura. Al llegar al pasaje donde el estudiante describe al diablo que ha encontrado en una buhardilla, donde dice calabacino de testa y badea de cogote, percibo que el cojeras se ha quitado la mascarilla y me está mirando.
De hito en hito.
Lo reconozco al instante. ¡Coño, es él!
—Doctor Goebbels, I presume —le digo.
—El mismo —reconoce, ensanchando la sonrisa—. Y usted es Eslava, el autor de La tentación del Caudillo.
—Pues… sí —admito halagado.
Me tiende una mano, manita más bien. Titubeo antes de corresponder. Este no se ha enterado de que ya no se da la mano. La encuentro helada, apergaminada.
—Hemos leído lo que escribió en Zenda el otro día —me dice.
“Hemos”, ha dicho. Me pregunto a quién abarca el plural. Como si me leyera el pensamiento, añade:
—El Führer y yo. Y Kempka, el chófer, creo.
—¡Caramba!
El Führer no está del todo de acuerdo con algunas afirmaciones que usted vierte en su libro —prosigue—. Me comentó que quisiera aclararle los conceptos.
—¿El Führer? —balbuceo, sin salir de mi asombro—. Pero ustedes… están muertos… —acierto a decir.
—No se crea todo lo que lee —ríe en sordina, con una voz cascada, sepulcral… de ultratumba, coño—. ¿No ha leído usted lo del eterno retorno de Mircea Eliade, el celebrado filósofo e historiador de las religiones, fascista por cierto.
Pasa una chica en calzonas haciendo fútin, coloradota, muslar. Al doctor Goebbels se le van los ojos tras las domingas pendulonas. Ella, que no ve al cojo venido del más allá que me acompaña, piensa que estoy hablando solo y aviva el ritmo de la carrera, por si acaso. Hay mucho vicioso a la caza de carnes frescas.
—Es aquí al lado… —insiste el doctor Goebbels.
Se ha levantado y me invita a seguirlo. Titubeo. El ángel caído insiste en su escorzo broncíneo.
El cojo Goebbels, que también tiene algo de diabólico… se vuelve al verme dudoso. Sonríe.
—Después de todo ¿no dice usted que anda en conversación con los difuntos? —me cita a Quevedo, otro cojo.
Me dejo arrastrar mientras pienso que la curiosidad mató al gato.
Delante de nosotros ¡plop! aparece una caseta de las que usan los jardineros para guardar las herramientas.
Normalita. Puerta de chapa. Rejilla de respiración con siete agujeros. Candado de clave numérica.
Los dedos del doctor Goebbels manipulan el mecanismo: 20489. El cumpleaños del Führer, reconozco la fecha.
Entramos. Muros de cemento sin desbastar las rebabas del encofrado. Hecho con prisa. La puerta se cierra detrás de mí con un portazo siniestro.
Un tramo de escalones angostos y pinos. Titubeo.
—No tema, herr Eslava, está entre amigos —se vuelve hacia mí sonriente. Pienso: “Esa boca de sapo besó a Lída Baarová, la diosa del cine checo. Manda cojones”.
Descendemos. Una bombilla de pocos vatios difunde un rodal de luz turbia. Si el suelo estuviera desnivelado y las paredes fueran oblicuas sería puro cine expresionista alemán.
El pasillo tuerce a la derecha. El doctor Goebbels me invita a seguirlo. Huele a humedad, a moho, a polvo, a ceniza, a cordita… ¿No me estaré metiendo en un lío?
—Estamos en el Führerbunker, no tema —me tranquiliza—. El lugar más seguro de Madrid —palmea la pared salitrosa—. Hormigón armado —añade—. Ingeniería alemana.
—¿Pero el Führerbunker no está en Berlín? —pregunto.
—Aquel lo estaba, en efecto… —reconoce—, pero eso es ya historia. Este es el Führerbunker de Madrid.
Descendemos hasta tres tramos de escalera débilmente iluminados.
Desembocamos en un corredor con puertas de chapa a ambos lados.
Tubos de PVC de distinto grosor recorren el techo con los cables de la luz o los conductos de ventilación. Detrás de una puerta reconozco el zumbido de un generador eléctrico.
El ambientador de pino no logra disimular ciertas emisiones a cloaca, a cerrado y a chamuscado.
Nos cruzamos con un par de oficiales de las SS rubios, arios de criadero, que sonríen educadamente, elegantísimos en sus uniformes de Hugo Boss entallados.
Un individuo bajo y fornido sale a nuestro encuentro, uniforme pardo con brazalete rojo. En su cara de bruto reconozco las facciones de Martin Bormann.
—¿Es el escritor? —pregunta—. Tendrá que esperar un poco. Al Führer lo está atendiendo el doctor Morell. Las inyecciones de vitaminas, ya sabe.
Sé quién es Theo Morell, el medio médico medio brujo particular que atiborra al Führer de bacterias intestinales, hormonas y otras sustancias. [1]
—¿Esperamos en la cantina? —propone Bormann.
Los dos jerarcas compiten por la delantera en el insuficiente pasillo.
La cantina es un local del tamaño de una cancha de tenis, iluminado con barras de neón. Como es la hora del desayuno se ve muy concurrido. Uniformes grises de la Wehrmacht, feldblau de la Luftwaffe, azul marino de la Kriegsmarine, pardos del partido con brazaletes rojos. Murmullo de cien conversaciones sin que se oiga una voz más alta que otra.
Urbanidad, respeto, jerarquía, ordenanza.
Gráciles muchachas de blanco delantal con esvástica en el pecho, el rubio cabello trenzado en corona, discurren entre las mesas con jarras de té o café y bandejas colmadas de los típicos bollos Krapfen. También camareros SS de chaquetilla blanca y pantalón negro, con trabillas doradas en las hombreras. ¿Huele a beicon pasado por la plancha, o son efluvios de la cremación de cadáveres en el jardín de la Cancillería?
Percibo en la decoración un toque femenino que contrasta con la austeridad del búnker: guirnaldas de ramas de roble unidas en escarapelas con los colores nacionales y una esvástica en el centro.
Mesas coquetas con lamparitas hechas con vainas de cartuchos y pieles de judíos tatuados. Se adivina la mano exquisita de Magda Goebbels, o quizá de Eva Braun.
—Por cierto, póngame a los pies de doña Magda, doctor Goebbels.
—Le envía saludos. Está ausente en estos momentos. Acompaña a frau Eva Hitler, antes Eva Braun, en Beverly Hills.
—Por fin se ha decidido la buena de Eva a ir a la meca del cine —digo—. Gran cinéfila.
Goebbels me contempla con cierto desdén.
—Ha ido a ver a Garth Fisher.
—¡Ah! ¿Le gusta la ópera?
—El señor Fisher es un famoso cirujano plástico —observa Goebbels secamente—. Le está levantando el culo, que lo tenía liso y desplomado. Se lo va a poner como el de Jennifer López.
—Excelente elección —alabo—.Ya había observado que la Führerin lo tenía algo caído —confieso—. Sin que eso sea óbice para reconocerle hermosura, belleza e inteligencia, por supuesto.
Nos encaminamos a la barra. En una mesa reconozco los cogotes rectos, pelados al cero, de los generales Keitel y Jodl. Las listas rojas del pantalón hacen juego con las marcas descarnadas en sendos pescuezos (las señales de la soga). Cada uno de sus bastones de mariscal, dejados como al descuido sobre la mesa, vale un patrimonio. Apuran sus cafés mientras intercambian opiniones sobre callicidas y plantillas ortopédicas.
Barra de pino segureño, borde acolchado de cuero capitoné, años sesenta. En el testero, de espejo, con baldas corridas, una buena selección de licores. El cuádruple tirador de cerveza reproduce en pequeño las cuatro valkirias del escultor Arno Breker, a cuál más opulenta. Conos como faros denotan los ubérrimos pechos sobre las cotas de malla.
Hay un botellero con vinos de excelentes añadas. Goebbels nota que lo noto.
—Lo mejor de Francia —comenta sarcástico—. Después de la blitzkrieg arramblamos con las bodegas. Solo les dejamos el agua de las fuentes.
Bormann se dirige al barman, valga la redundancia, y le solicita un carajillo con Licor 43.
—Qué sean tres —corrige Goebbels.
Al fondo reconozco a un tipo corpulento que ocupa una mesa para él solo.
—¡Coño, pero si es…!
—En efecto —se sonríe Goebbels—. El Reichsmarschall Göring.
—¿Podría saludarlo?
—Seguro que le encanta —dice Bormann, mientras apura el vaso de anís seco que le han servido aparte del carajillo.
Nos acercamos. Goebbels hace las presentaciones. Göring sonríe, catedralicio. Viste elegante uniforme rosa pálido, el color que marca tendencia este año, con la medalla Pour le Mérite al cuello. En los juicios de Núremberg adelgazó, pero ha vuelto a engordar y andará por las nueve arrobas. El Reichsmarschall nos ofrece asiento.
—¿Es usted el autor de La tentación del Caudillo? Acabo de leerlo. Por fin me he enterado de quién me sustrajo el diamante El Estanque. Le quedo agradecido por esa información —a una señal suya acude su ayuda de cámara, ario puro, rubio como los trigos de la Tierra de Campos—. A ver, Funcke, tráiganos un champagne Louis Roederer Brut de mi bodega particular.
—A sus órdenes.
—¿Usted gusta? —me ofrece señalando la mesa, en la que no cabe un plato más.
—Gracias, herr Reichsmarschall, pero hoy vengo desayunado. Veo que se ha adaptado bien a la dieta española.
—¡La mejor del mundo! —alaba—. Vea: tostadas de pan, que me lo traen calentito de la tahona de Arapiles, restregadas de ajo de Jamilena, regadas con aceite de la cooperativa San Bonoso de Arjona, y encima les estrujo un tomate “pezón de Venus” de Málaga: ¿lo conoce? No hay otro como él: la turgencia en sus carnes, el balance entre dulzura y acidez, la persistencia en la boca…
—¿Es mejor que el tomate RAF? —me intereso.
El Reichsmarschall tuerce el gesto.
—Es que el RAF me trae mal fario —dice, y toca madera con los dedos morcillones, de uñas manicuradas y pintadas de esmalte, en los que distingo hasta tres sortijas con pedrusco.
—Otros días en lugar de tomate le pongo lonchas de jamón de Huelva —prosigue—, aunque el de Guijuelo tampoco le va a la zaga. Me lo trae Walter Schellenberg.
—¡El guapo Walter —exclamo—, el 007 del Reich!
El elogio ha molestado a Goebbels.
—No tan guapo, me temo —comenta con su mala baba habitual—. Ahora ha perdido pelo y ha echado barriga y papada desde que es viajante de chacinas.
—“El chacinero”, lo llamamos —sentencia Bormann.
—Aprovechando los contactos que hizo en Salamanca, cuando anduvo por allí para secuestrar al duque de Windsor —señala Göring—. ¿Qué hay de malo en ganarse la vida?
De asombro en asombro me tienen. El ambiente confianzudo me anima a indagar.
—Coligo que todos ustedes, los del Tercer Reich, están de vuelta por el mundo. No acierto a comprender…
—Amigo mío —sonríe Goebbels mefistofélico—. Los juicios de Núremberg fueron una bagatela. Lo peor fue cuando comparecimos cabizbajos ante el Buen Dios. ¡Gran sorpresa de que existiera porque nosotros éramos ateos! Y lo peor de todo: un Dios judío, el de la Biblia, gordo como un sollo, en camisón de andar por casa, barbas blancas y una peineta triangular, luminosa, flotándole encima del colodrillo.
—O sea, Dios, propiamente dicho, la primera persona de la Santísima Trinidad —deduzco.
—Un gran chasco, sí —reconoce Bormann.
Goebbels asiente, grave.
—»¿Qué hago con vosotros?», nos dijo, en una interrogación evidentemente retórica. Y cuando nos temíamos lo peor, tormentos infernales, calderas de Pedro Botero en ebullición, hierros candentes por el orificio anal, y otros tormentos de los que nos relataban los directores espirituales en la catequesis, va y nos dice:
—¿Conocéis la leyenda del judío errante?
Ribbentrop levantó tímidamente el dedo.
—Yo sí.
—A ver. Joaquinito el estirao, ¿qué le pasó?
—Usted lo condenó a vagar por la eternidad, herr Dios. Para siempre jamás.
—Vale —dijo el Buen Dios—. Yo no os voy a condenar por la eternidad, dado que soy misericordioso y sé poner la otra mejilla, pero puesto que dabais la barrila con lo del Reich de los Mil Años os condeno a vagar mil años por la tierra y luego volvéis por aquí y ya veremos.
—¡La leche! —exclamo.
—Y aquí nos tienes —concluye el cojo ario.
—¿Por qué España? —inquiero.
—Vaya preguntita —dice—. A ver, ¿a dónde vamos los alemanes jubilados? Pues aquí, al sol y a la alegría, a la vida relajada, a la cerveza barata, al nativo simpático y servicial que asume tu pertenencia a una raza superior y, sobre todo, a la seguridad social gratis.
Bormann cabecea afirmativo:
—Solo el tratamiento de Rudolf Hess y los antidepresivos y tranquilizantes que se toma, con lo hipocondriaco que es, cuestan una pasta.
—Pero ¿en Madrid? —objeto— ¿Por qué no se han instalado ustedes en Mallorca, como todos los alemanes?
El ministro de la Propaganda hace un gesto de desprecio entreverado de asco.
—¿Mallorca? ¡Demasiados ingleses! No hemos escapado de los bombardeos de la RAF para que nos caiga encima, desde el cuarto piso del hotel, un hooligan de Liverpool haciendo balconing. No, Mallorca descartada. Nos hemos venido a Madrid.
—Venciendo la resistencia del Führer —apunta Bormann—. Todo hay que decirlo.
—¿No quería venirse a Madrid? —me extraño.
—Se resistía —prosigue Goebbels—. Creía que el olor nauseabundo de las hogueras de la Inquisición había quedado prendido en el aire. [2] Tuve que recurrir al embajador Eberhard von Stohrer para que lo informara de lo contrario: “Mein Führer, le dijo, Madrid es tan sano como lo pueda ser el Berchtesgaden. Los aires velazqueños del Guadarrama y las aguas exquisitas que descienden de la sierra lo hacen un lugar extraordinario”. Himmler ayudó también a convencerlo con sus conocimientos en la materia: ”Más gente que hemos quemado en Auschwitz no ha podido quemar la Inquisición en Madrid, mein Führer, y en cuanto los crematorios dejaron de funcionar una semana se disipó el olor a barbacoa”. Funcionó. Ahora el Führer está de lo más convencido de las bondades de Madrid, donde nadie se siente forastero. Él mismo nos hace notar que los periodistas y tertulianos ejercientes en Madrid son casi todos criptoindependentistas catalanes.
—Desde luego, me ha dejado sobrecogido este búnker, una ciudad subterránea con todos los adelantos —acierto a confesar.
Se sonríe Goebbels.
—No es lo único, amigo Eslava. También tenemos búnkeres en Alicante, playa de san Juan, y en Santa Cruz de Tenerife. Allí se traslada la corte a pasar el verano. Son días de mucho esparcimiento. Algunas veces acompaño al Führer de pesca en el submarino U-1206.
—Al Führer le gusta torpedear ballenas, por lo relajante que es —interviene Göring.
—¿De qué me suena el U-1206? —pregunto.
—Es el submarino del Kapitänleutnant Karl Adolph Schlitt, que se perdió por tirar de la cadena del inodoro.
—Ahora caigo: una gran desgracia.
Regresa Funcke con el champagne. Lo descorcha y sirve las copas, la mano libre a la espalda, levemente inclinado, profesional.
Brindamos.
—Por el Cuarto Reich —propone Bormann.
En esto llega Walther Hewel, el mayordomo de Hitler, uniforme pardo y brazal rojo. Se inclina reverencial y anuncia:
—El Führer lo recibirá ahora, herr Eslava. Tenga la bondad de seguirme.
Precedidos por Hewel, regresamos al pasillo. Keitel se ha subido el pernil y muestra una canilla esquelética y lampiña a su compadre Jodl.
Pasillo. El despacho del Führer está al fondo, a la izquierda.
Hewel se estira los faldones del uniforme, da un toquecito en la puerta y la abre.
—¡El Führer! —anuncia.
Adolf Hitler está informalmente sentado en el tablero de su escritorio, un pie en el suelo y el otro en el aire. Por la estudiada postura se da un aire a Humphrey Bogart, cuyas películas ha visto tantas veces. Viste pantalón oscuro y chaqueta cruzada parda clara, el tono de la cagueta infantil, matizada con el brazalete rojo de la esvástica. Reconozco su inconfundible flequillo oblicuo y el bigote sucinto y coquetamente recortado con el que procura disimular la excesiva nariz, la piel macilenta….
Goebbels y Bormann se cuadran y disparan los respectivos brazos en saludo nazi. Desganado, el Führer corresponde al saludo con el suyo característico, como si se espantara una mosca.
¡Hitler en persona, amigo lector! Es como si el Papa te concediera audiencia. Sale a mi encuentro y me tiende la mano con una franca sonrisa. Viva y penetrante la mirada de unos ojos entre grises y azules, dilatadas las pupilas (no descarto que acabe de aplicarse el colirio de cocaína).
Me inclino en respetuoso cabezazo (las formas son las formas). Encuentro la mano sorprendentemente grande.
Y helada, como la de todos los difuntos.
Con un gesto me ofrece asiento.
El despacho del gran hombre es espacioso, aunque no tanto como el que tenía en la Nueva Cancillería, que era para correr caballos. La sucinta mesa escritorio está despejada. Solo dos teléfonos de baquelita, grandes, antiguos, y una carpeta de hule. Todo negro como los cojones de un grillo.
En la estantería distingo un ejemplar de mi libro La tentación del Caudillo, subtitulado Nueve meses que NO estremecieron al mundo, junto a un retrato de Eva Braun vestida de pastorcilla de los Alpes, casi Heidi, sonrisa boba y profesional, enmarcado en cuero.
Sobre el archivador de madera, con tiradores de latón, sobresale una maqueta de la cúpula que el Führer piensa levantar en Germania, cuando renueve Berlín para hacerla capital del mundo (Welthauptstadt).
Del muro frontero, colgado del tubo de la conducción eléctrica, pende el famoso retrato de Federico II de Prusia pintado por Johann Georg Ziesenis.
Nos acomodamos en el tresillo de cretona. El Führer toma asiento en su sillón de orejas junto a la lámpara de pie en cuya repisita descansa, abierta y vuelta hacia abajo, la novela de Karl May El cazador de la pradera, de Editorial Molino, y encima unas anticuadas gafas de pasta. Se ve que el hábito de leer no lo ha perdido.
El Führer me mira. Sonríe cordial.
—Le agradezco que haya aceptado la invitación, herr Eslava. Quería verlo porque leí en Zenda su entrevista del otro día con el Caudillo y quisiera puntualizar algunos extremos no del todo acertados que encuentro en sus libros.
—Usted dirá, mein Führer, —me apresuro a decir—. Yo siempre estoy dispuesto a enmendar mis errores. Errare humanum est.
—¡La entrevista de Hendaya! —evoca uniendo las manos en ademán reflexivo—. Todo el mundo habla de la entrevista de Hendaya con escaso conocimiento del tema. Diversos autores intentan reconstruir lo allí tratado a partir de esos testimonios insatisfactorios, con resultados dispares.
—Me baso en lo que han contado los testigos, mein Führer.
—Ese es el caso, herr Eslava, que los testigos yerran. Acuden a fuentes tan imprecisas como el protocolo que redactó el intérprete Schmidt… ¡que no asistió a la entrevista!
—¿Cómo es eso, mein Führer? —me asombro— ¿No era su intérprete?
—En efecto, herr Eslava, Schmidt era el jefe de mi oficina de intérpretes, y por eso le correspondió redactar el protocolo final de la entrevista, pero lo hizo con lo que le contó Gross, que fue quien asistió a la entrevista. Gross sabía español porque había trabajado en Sudamérica de comercial.
—Pero el ministro Serrano Suñer…
—Serrano no sabía alemán, y lo contó a su manera —me interrumpe el Führer.
—También lo contó el barón de las Torres, el intérprete español —alego.
Hitler asiente como el que escucha cosa más que sabida.
—El barón de las Torres falsificó su minuta veinte años después a base de recuerdos imprecisos y la fechó falsamente a los tres días de celebrado el encuentro —dice—. Introduce incluso una amenaza al Caudillo por mi parte que yo nunca proferí, lo de “tengo veinte divisiones inactivas y no hay más que obedecer”.
—¿Cree, mein Führer, que el barón de las Torres falsificó su relato?
—Más bien creo que lo había contado tantas veces adornándolo —¡la imaginación meridional!— que al final creyó sus propias invenciones y las mantuvo cuando lo puso por escrito, pasados muchos años, en vista de que la entrevista de Hendaya atraía crecientemente a los historiadores.
—No salgo de mi asombro, mein Führer —reconozco.
—Le extrañará a usted, como ahora me extraña a mí —prosigue Hitler—, pero ni Gross sabía mucho español, ni el barón de las Torres era una lumbrera, así que no debe sorprenderle que no nos entendiéramos el Caudillo y yo. [3]
—Estoy anonadado, mein Führer: una entrevista que pudo alterar el curso de la guerra, y resulta que está en manos de incompetentes.
—Ya lo ve —reconoce Hitler—. Al final, un diálogo de besugos. Franco me hablaba de los intereses españoles en África desde Cisneros hasta las campañas de Abd el Krim. Se traía la lección bien aprendida y la recitaba una y otra vez con voz cansina de almuédano, impermeable a mis razonamientos. En su discurso salían a relucir los almorávides, Tarik y Muza, la jornada de Túnez, la toma de Orán, Lepanto, el marqués de la Ensalada…
—Ensenada, mein Führer —corrijo con el debido respeto.
—Bueno, como se diga, y así una larga retahíla hasta el convoy de la Victoria, el hundimiento del Baleares y la madre que los parió … ¡insufrible!
—Me hago cargo, mein Führer: el Caudillo se iba por los cerros de Úbeda.
El Führer parece desconcertado
—¿Los cerros de Úbeda? —pregunta.
—Es un dicho español, mein Führer, quiere decir apartarse del tema principal. Úbeda es una bella ciudad renacentista de Andalucía que le aconsejo visitar, en medio del mar de olivos de Jaén. Tenía usted que ver el entorno renacentista de la plaza Vázquez de Molina, con la Sacra Capilla del Salvador, la joya de Vandelvira…
Un poco desconcertado, el Fuhrer pregunta:
—¿Hay judíos?
—Ninguno, mein Führer, todos cristianos viejos e hidalgos. A los judíos los expulsó la reina Isabel.
—¡La famosa puta!
—Perdón, mein Führer, cristiana y decente a carta cabal… Quizá usted disculpablemente la confunde con Isabel II, que era más liberal de sus dones
—Le agradezco la puntualización, herr Eslava. El conocimiento de España me interesa mucho. No descarto, si la situación sigue tan revuelta como la veo, dar un putsch, hacerme con el poder y comenzar por aquí el Cuarto Reich.
La idea mala no es, pero tan crudamente expuesta me causa un notable sobresalto, que me esfuerzo en disimular.
—Pero mein Führer —alego—, su destino está en Alemania…
—No me hable de Alemania, herr Eslava —replica—. ¡Está completamente perdida! La han llenado de turcos y negros. ¿Es que no ve usted las noticias?
—Es la globalización, mein Führer, la diversidad cultural, el respeto a lo diferente subvencionado…
—Regresemos a lo de Hendaya —propone Goebbels.
—Como decía —prosigue Hitler—, Franco y yo no nos entendimos. No fue solo la torpeza de los intérpretes. Es que cuando yo iba al grano y le hablaba de la estrategia europea, que requería medidas urgentes, él me salía con los almorávides y el resto de la retahíla histórica.
—Me hago cargo, mein Führer, debió de ser exasperante…
—Lo fue. Antes que volver a sufrir una prueba como aquella preferiría que me sacaran dos o tres muelas. Imagínese usted, casi cuatro horas sin avanzar una pulgada, con el Caudillo enrocado en su campo y sin entendernos. Usted en su libro da la impresión de que yo no pensaba ceder nada y de que Franco exigía un documento firmado que yo me resistía a concederle.
—¿Y no fue así, mein Führer?
—Solo a medias. Él hubiera entrado de buena gana en la guerra si le concedo el Marruecos francés, el Oranesado argelino y ampliar la Guinea hasta más del doble. Yo no podía concedérselo, porque eso sería enemistarme con el mariscal Pétain, presidente de la Francia de Vichy. En ese momento, todavía en lucha con Inglaterra, me interesaba más la amistad de Francia que la de Estepaís. Ribbentrop me propuso prometerle a Franco las colonias francesas y hacerle la cobra, ¿se dice así?, en cuanto acabara la guerra. Después de todo, je, je, hasta entonces habíamos roto todos los tratados que habíamos firmado.
—¿Y no era esa su intención, mein Führer? —le pregunto—. Usted quería meter en España tropas escogidas para conquistar Gibraltar, pero como decimos en España (aunque en diferentes contextos) “prometer hasta meter, y después de metido se olvida lo prometido”.
Hitler niega con la cabeza, entornados los párpados, asertivo.
—No es el caso, herr Eslava. Esta vez sí pensaba cumplir lo pactado. Cuando acabara la guerra repartiría el norte de África entre España e Italia, aunque me reservaría unas cuantas bases en Túnez, Tánger y Agadir y alguna otra en la costa atlántica africana. A Francia la compensaría por la pérdida de lo entregado a Franco con las colonias británicas en África del sur. [4]
—Muy generoso con Franco lo veo, mein Führer.
—Razonablemente generoso, sí. Franco a cambio me cedería bases en su Marruecos y me vendería o arrendaría sine die una isla canaria para instalar en ella una base de submarinos y un aeródromo. Había puesto a estudiar esos planes al general Ritter von Epp, nuestro futuro ministro de las Colonias.
—Entonces ¿por qué no contentaron a Franco en Hendaya, mein Führer, y se hubieran ahorrado tanto descalabro? —me atrevo a preguntar.
—Pensé que con lo lenguaraces que sois los latinos Pétain no tardaría en enterarse de que os había prometido sus colonias y se cabrearía con nosotros. Yo entonces tenía la esperanza de que se nos uniera en nuestra lucha contra los ingleses, especialmente después de que Churchill hubiera atacado a la flota francesa en Mazalquivir (3-VII-1940) y hubiera intentado desembarcar en Dakar (24-IX-1940).
—¿Es cierto, mein Führer, que hubo planes de invadir España si Franco no cedía?
—Bueno, herr Eslava, los generales ya se sabe, juegan a sus estrategias con los mapas, pero yo nunca barajé la posibilidad de atacar Estepaís. Las carreteras eran caminos de cabras, demasiado abruptas para meter por ellas mis preciosos tanques, y el ferrocarril era igualmente inviable porque su ancho de vía de 1,668 m. no se adaptaba al ancho europeo de 1,435 m. Ahora con tanta autopista da gusto (construidas con dinero alemán, por cierto).
—¿Qué opinión tenía de Franco, mein Führer?
—Mala. El típico judío que te lía con sus razonamientos semitas y al final te endosa la mula ciega o te hace creer que la burra es una pava. Lo encontré tan agitanado como me lo habían descrito. En su obsequiosidad y en su mirada chispeante percibí algo de doblez, quizá la que correspondería a un judío oriental vendedor de abalorios de falsa plata que intentara colocarle su mercancía al incauto turista. Esperaba encontrarme con un auténtico Caudillo, pero en lugar de eso me encontré un sargento bajito y gordito, que no era capaz de concebir mis ambiciosos planes. [5]
—Y ahora ¿qué proyectos tiene, mein Führer?
—Vida tranquila y buenos alimentos. No sé si usted sabe que soy vegetariano estricto: productos de la huerta murciana y de Almería. Y sobrasada mallorquina.
—¡Sobrasada mallorquina, mein Führer!
—La favorita de Franco, por cierto. Es un unte que se hace con pimientos y berenjena, estrictamente vegetariano.
Abro la boca para disentir, pero Goebbels me dirige una mirada entre autoritaria y suplicante. Se ve que no conviene sacar al Führer de su error. Admitamos que la sobrasada es vegetal.
—Leo, eso sí —prosigue Hitler—, todo lo que se va publicando sobre la guerra y sobre mí. Interpretaciones torcidas, en su mayoría. La de usted en La tentación del Caudillo es la que más se ha acercado a la verdad, aunque sin siquiera rozarla. Me ponen de maniaco homicida, de genocida. ¿Y por qué? ¿Porque maté a seis millones de judíos y a diez millones de infrahombres soviéticos que a nadie le importaban?
—Hombre, mein Führer, no se puede decir que fuera una buena acción.
—¿Usted también? Los judíos son los culpables de todo…
—¿De todo, mein Führer?
—… y no escarmientan. ¿Por qué cree que el Real Madrid derrotó al Bayern de Múnich?
—¿Una confabulación judía…? —pregunto.
—¡Equilicuá! El tsunami de Sumatra, la gripe española de 1918, la música jazz, la guerra del Chaco, el festival de Eurovisión, Bill Gates, Justin Bieber, Google, el papa, Putin, Chiquito de la Calzada… ¡todos judíos!
Al Führer cuando habla de los judíos le tiemblan las manos y le sale un tic en el ojo. Goebbels me hace una señal discreta. “Ya ve cómo se sulfura con este tema. Dejemos que se serene. Si no se le mientan los judíos podría pasar por una persona normal”, me dice.
—¿Le sigue gustando el cine, mein Führer? —digo, por distraerlo con un tema trivial.
—¿El cine? Claro. Dos películas diarias, veo. Y alguna serie de televisión. Me gustó Juego de tronos, con todos esos asesinatos tan estupendos que no te esperas. Evidentemente, la matanza de los Stark por los Frey en la Boda Roja está inspirada en nuestra Noche de los Cuchillos Largos. El bueno de Bormann, siempre pendiente de mis finanzas, quería demandar por plagio a la productora, pero se lo prohibí. Tenemos un buen pasar con nuestras acciones en IG Farben, la farmacéutica que nos fabricaba el Zyklon B, sin mencionar las cuentas numeradas en bancos suizos. ¿Qué necesidad tenemos de hacer gentes con tribunales y pleitos?
—Veo que está al día de la programación de la tele.
—No crea que la veo tanto. Eva está enganchada a los culebrones sudamericanos, pero yo prefiero leer y meditar. Los telediarios los veo algo. Ayer vi que el vicepresidente suyo… ese de barba rala a lo Che Guevara, ¿cómo se llama?
—No sé… ¿Se refiere a Pablo Iglesias?
—¡Ese! Vi que rodea su residencia con un batallón de policías y tropas especiales para evitar que sus fans, los Koletenpilger [6] lo importunen con peticiones de autógrafos y obsequios de cacerolas.
Intento aclarar lo de los fans y las cacerolas, que al parecer el Führer interpreta erróneamente, pero Goebbels me disuade de mi propósito con un gesto.
—Yo también tuve ese problema y lo solucioné de la manera más sencilla —prosigue Hitler.
—¿Cómo, mein Führer? —le pregunto.
Sus ojos se humedecen, embargado por los recuerdos.
—Yo me había comprado una casa en Obersalzberg, Haus Wachenfeld se llamaba, pero le hice unas obras para convertirla en un chalecito decente y la llamé el Berghoff. Cuando se supo que el Führer tenía allí su reposo, empezó a venir gente a verme, el mismo caso de Pablo Iglesias en Galapagar.
—Muchedumbres, afluencias de devotos…. —corrobora Bormann.
—Al principio estaba encantado —reconoce Hitler—. Salía a recibirlos a la verja y me fotografiaba con ellos sonriente y relajado, lo que ayudaba a divulgar mi imagen de persona sencilla y accesible.
—De eso doy fe, mein Führer —corrobora Goebbels, adulón.
—Pero las afluencias de “peregrinos de Hitler” (Hitlerpilger), como los llamaban, cada vez más numerosos, me acabaron molestando. No me dejaban ni dormir la siesta. Le indiqué a Bormann que lo arreglara. [7]
—¡Un coñazo, un grano en el culo era tanta gente a todas horas! —dice Bormann—. Y algunos Hitlerpilger pasaban el día acechando con teleobjetivos desde el cerro vecino. A mí me grabaron meando en los parterres de las rosas, lo que hacía por abonar con nitrógeno (N), fósforo (P) y potasio (K) de la orina, no por guarro.
—Que también —murmura Goebbels, casi inaudible.
—Bormann adquirió los chalets de alrededor —prosigue Hitler—, expulsó a la población y estableció un triple perímetro de seguridad…
—El Führersperrgebiet, área restringida del Führer —afirma Bormann—. Ni los pájaros se atrevían a pasar.
—… y en adelante ya nadie vino a darnos la tabarra —concluye Hitler—. Volvió la tranquilidad al valle. Podía pasear con Blondi sin que me fotografiaran rascándome el culo los paparazzi de Piérdeme.
—¿Piérdeme? —pregunto.
—El Sálvame nazi —aclara Goebbels—. En la televisión del Reich se llamaba Piérdeme y a los de la isla de Supervivientes los llamábamos El barracón de Dachau.
—Ya veo.
—Nosotros inventamos la televisión, como usted sabe —prosigue Goebbels—. Técnica alemana. Todos esos programas que ustedes ven en Estepaís llevan nuestra impronta. Eso sí lo han hecho bien. Entre los programas de entretenimiento meten las consignas del ministerio de Propaganda de Estepaís. ¡Bien hecho!
—Oiga, ¿por qué no dice España? —le pregunto.
—Bueno —se sorprende Hitler—. ¿No es así como se llama ahora?
—No, mein Führer, se llama España, como de costumbre desde hace siglos.
Hitler frunce el ceño.
—No me pierdo ninguna tertulia de la tele ni intervención parlamentaria y hubiera jurado que siempre oigo Estepaís y nunca España. ¿Está usted seguro de que no le han cambiado el nombre?
—No, mein Führer —insisto—, hasta donde se me alcanza sigue siendo España.
Interviene Goebbels:
—Pensamos que después de Franco le habían cambiado el nombre. También al Tercer Reich le pusieron República Federal Alemana.
—Otra cosa que he notado —añade Hitler— es que los aficionados al Koletenführer organizan verdaderas romerías para llevarle cacerolas a su mansión de Galapagar. Es un detalle cariñoso que me conmueve, francamente, pero creo que denota lo desordenados que son los españoles. Los nazis también recogíamos cacerolas y otros enseres de aluminio y hierro para el esfuerzo de la guerra, pero de eso se encargaban mis alevines de las Juventudes Hitlerianas yendo casa por casa para la colecta. Habría que decirle a su Koletenführer que no admita las cacerolas en su mansión de Galapagar. Ya está tardando en fundar unas Juventudes Eclesiásticas [8] que se encarguen del caceroleo.
Intento aclarar el mal entendido de las cacerolas, cuando Hitler reconduce la conversación hacia sus jerarcas y lo bien que se han aclimatado a la nueva situación.
—Himmler ha vuelto a su primera vocación de avicultor y ya tiene cuatro granjas, un matadero de pollos y un almacén frigorífico. A Mengele le va peor. Le convalidaron el título de doctor pero ya le han suspendido tres veces en el MIR porque se le olvida que aquí se opera con anestesia. Mira que se lo tenemos advertido: átate una cinta en el dedo y así te acuerdas.
En ese momento irrumpe en el estudio Hanna Reitsch, la intrépida aviadora. Menudita como un gorrión, deposita al lado del Führer una bandejita de pasteles de la acreditada pastelería del Pozo y una copita de vino dulce. Se vuelve hacia mí y dice:
—Es por la tensión.
Se vuelve hacia Bormann y le advierte:
—Y no se lo coma usted, Reichsleiter, tenga un poco de consideración.
—No se pueden ver —murmura Goebbels a mi oído.
El Führer me la presenta y yo, por ganármelo imitando su caballerosidad vienesa, beso la mano que Hanna me alarga tímidamente. La encuentro áspera como la de un arrancador de garbanzos. Le huele a benzina y a grasa de motores.
—Es un placer conocerla —le digo—. Soy el más rendido admirador de sus proezas, Frau Reitsch.
—Fräulein todavía, que estoy soltera —me corrige, tocándose coqueta el peinado nekane.
—Doble placer —le replico galante—: solterita y entera, como santa Gema Galgani.
—Los rusos no se atrevieron con ella… —murmura el maligno Goebbels—. Faltaron cojones.
—Es un placer, herr Eslava. Con permiso del Führer quería preguntarle. ¿Conoce usted a Brad Pitt?
—Bueno, ¿quién no lo conoce? —acierto a balbucir, desconcertado.
—Y usted, que es persona de mundo, ¿podría conseguirle a la señora Hitler una foto dedicada?
—Puedo intentarlo. Será un honor.
—Las mujeres, ya se sabe —la excusa el Führer.
Sale Hanna y prosigue la conversación.
El año pasado frau Hitler y las secretarias alquilaron una carreta de bueyes y peregrinaron a la romería del Rocío. El Führer no entiende cómo un millón de personas pueda movilizarse para ir a ver a una santa de palo, ni la Semana Santa en sus variadas manifestaciones.
—La Virgen es muy importante en España, mein Führer —le advierto—. Cada pueblo tiene la suya, y que no se la toquen. ¿Sabe usted por qué se hizo la guerra contra Napoleón?
—Había invadido España —dice el Führer.
—Bueno, sí —reconozco—, pero lo que realmente sublevó al patriota español fueron tres cosas: le robaron las gallinas, les forzaron a la moza y le profanaron la imagen de la patrona, tirándola al muladar para instalar los caballos del regimiento en la iglesia.
Hitler parece impresionado.
—Ahora comprendo por qué no expulsamos nosotros a los rusos —dice—: los soviéticos cumplieron sobradamente lo de las gallinas y las mozas, pero como no teníamos imágenes de la Virgen no las pudieron profanar. Tendremos que espabilar para otra vez.
—Dentro de eso, cada advocación de la Virgen es diferente y exige su propio tratamiento, mein Führer. En Zaragoza, hacen una montaña de flores, en Valencia una traca de petardos, en el Rocío el salto a la verja… Una modalidad que el comité olímpico estudia con vistas a Tokio.
Asiente Hitler, comprensivo.
—Esto me trae a la memoria un enfado que tuve cuando supe que el Caudillo Franco había elevado a la virgen de Fuencisla, patrona de Segovia, al rango de generala. Entonces no entendí, y hasta me propuse no visitar jamás un país cuyos regidores eran capaces de incurrir en tales absurdos, pero ahora que lo conozco de cerca me retracto de mis palabras. [9] ¡Ojalá se le hubiera ocurrido a Himmler, que siempre andaba machacándosela con la nueva religión germánica, la idea de nombrar cien o doscientas vírgenes para patronas de Alemania! ¡Otro gallo nos hubiera cantado!
—Y a cada Virgen su fiesta, mein Führer, no lo olvide. Comilonas, columpios para los niños, romerías, toro ensogado, cabra arrojada desde el campanario, vaca destripada con excavadora… Más diversión que en los congresos anuales de Núremberg. Oktoberfest se queda en mantillas…
Asiente el Führer, convencido.
—La única fiesta española que conozco son las fallas de Valencia —señala—, aunque las encuentro un poco insulsas. ¿No hay un alma caritativa que les diga a los valencianos que a esos explosivos hay que ponerles metralla si quieren conseguir algo verdaderamente vistoso…?
—Todo se andará, mein Führer.
—Lo que más me gusta, aparte de los barrenos recreativos, son las mujeres: ¡qué bellezas españolas, que atavíos de reinas de las fallas!
—¿Le parecen guapas?
—Guapísimas. “Lo trágico para mí, desde que soy jefe del Estado, es que me pongan por vecinas a las señoras más respetables de la reunión. Prefiero hallarme en un crucero de vacaciones y departir con una encantadora secretaria o con una linda dependienta de grandes almacenes”. [10]
—¿Sugiere usted, mein Führer, que hubiera preferido la compañía de mujeres menos respetables?
—¿Usted qué cree, herr Eslava? Uno no es de piedra, por mucho Führer que sea. ¿A quién le gusta un callo recalentado, una mujer protestona, un endriago, una tarasca? ¿A nadie, verdad? Pues lo mismo le digo de una bachillera de pechos caídos que se te sienta al lado y te da la brasa con la filosofía de Heidegger o con la fenomenología de Husserl, que encima es judío? ¡Y que me perdonen las feministas, especialmente las de mi partido, a las que lógicamente aprecio sobremanera…!
—¿Hay feministas en su partido, mein Führer? —pregunto genuinamente extrañado—. Creía que usted era partidario de las tres kas (Kinder, Küche, Kircher, “niños, cocina, iglesia”).
—Me refiero a las feminazis, hombre —replica Hitler— ¿No ha oído hablar de ellas? ¡Feminazis, deliciosa palabra, aunque la usen sin satisfacernos royalties! ¡Lamento que tamaño hallazgo lingüístico no se nos ocurriera en el Reich!
Intento aclarar que la palabra tiene una connotación negativa, que, al parecer, escapa al Führer, pero Goebbels me contiene una vez más, diciéndome por lo bajo:
—Déjelo estar, Eslava. ¿No ve que a él le hace ilusión?
El rostro de Hitler se ha ensombrecido por momentos. Un mal recuerdo, quizás. Toma un sorbito de su vino medicinal y se enjuga con delicadeza los labios. Dice:
—Malas lenguas pagadas con oro judeo-bolchevique difunden ahora la especie de que soy maricón. ¿Usted me ve maricón? [11]
—No, mein Führer, con ese bigote y esa gestualidad viril que usted gasta en sus discursos, lo veo de lo más hombre.
—¡Don Juan Tenorio a su lado, un cadete inexperto, mein Führer! —afirma Bormann, contundente.
Hitler acepta el elogio con una sonrisa melancólica.
—Noto los años, no crea, amigo Eslava —dice—. Especialmente desde que me atacó este jodido parkinson que me ha puesto para echarle azúcar a las magdalenas, pero dentro de esos achaques procuro mantenerme en forma.
Interviene nuevamente Bormann para levantarle el ánimo.
—Yo lo conozco desde los tiempos heroicos de nuestra lucha, mein Führer, y puedo testimoniar que las mujeres acuden a usted como las moscas a la miel: no solo su sobrina Geli Raubal, una torda de cuidado, dicho sea desde el respeto a su sagrada memoria, sino hasta las más recatadas, pasando por las mundanas y emputescentes. El palmarés internacional que usted tiene, mein Führer, no lo igualan Rodolfo Valentino ni Errol Flynn con toda su tranca: Olga Chéjova la rusa; Zarah Leander, la estupenda sueca; Unity Midford, la británica; Imperio Argentina, la española…
—¿Se trajeló a Imperio Argentina, mein Führer? —pregunto con sincero interés—. La conocí en su vejez, y preguntada sobre el particular no soltaba prenda, dando a entender que algo hubo, pero que su natural discreción le impedía contarlo.
Hitler niega con la cabeza, pesaroso.
—No, amigo Eslava, usted sabe mejor que nadie que las españolas son… ¿Cómo dicen ustedes? ¿Angostas? ¿Estreñidas?
—Estrechas, mein Führer, estrechas.
—Eso: estrechas. Con Imperio Argentina no hubo nada. Figúrese: la invitó Goebbels a té con pastas en la Nueva Cancillería… ¡y ella se presentó con el marido!
Goebbels hace un gesto de modestia, orgulloso de su palmarés como mamporrero.
—No es que me faltara material femenino, que conste —asevera Hitler—. Cada día se recibía en la cancillería una saca de cartas de mujeres rendidas…
—Puedo imaginarlo —comento—. Se ponían chaquito nada más verlo, mein Führer. Lo he notado en los noticiarios.
—Pero claro, yo estaba casado con Alemania…
—¿Y cómo fue lo de Imperio Argentina? —me intereso.
—El Führer, dados sus gustos eclécticos, también veía cine español —inteviene Goebbels—. Había visto lo menos tres veces Nobleza baturra (1935), y mostró deseos de conocerla.
—Y Morena Clara (1936) —afirma el Führer, risueño—. [12] Pues el día de la invitación los recibí en la sala del té y a ella le besé la mano, como hago con las damas distinguidas (esto me lo enseñó la señora Winifried Wagner) y le dije: Meine liebe Künstlerin (“Mi querida artista”), y ella miró alrededor y me dijo sin soltarme la mano: “Ay, mi fírer, menuda choza sa montao usté aquí. Y to tan limpio y tan espercujío!”.
—¡Simpatía arrolladora! —reconozco.
Goebbels asiente, complacido, y explica:
—Rodaron un par de películas con la UFA y luego se volvieron a Estepaís, ya pacificado por Franco. [13]
—Y otra real hembra prendada del Führer fue Inga Ley, el bomboncito del Reich, como la llamamos —añade Bormann—. A su lado Marilyn Monroe, una puta de camioneros.
—No es que yo la prefiriera a frau Argentina —se excusa Hitler.
—Lo entiendo, mein Führer. Es que las españolas cuando se ponen dificilillas…
—No, amigo Eslava, es que “las mujeres españolas, incluso las que hablan varias lenguas, son excepcionalmente estúpidas. La mujer de Franco, por ejemplo, acudía a la iglesia todos los días de su vida. Reconozco que la confesión tiene sus ventajas: la mujer obtiene la satisfacción de la absolución y el permiso para seguir con sus jueguecitos ¡y el cura tiene el placer de enterarse de todo! ¡Pero desde luego todo esto hay que pagarlo!” [14]
—Mein Führer, eso era antiguamente —esta vez ignoro los guiños de Goebbels y salgo en defensa, a tumba abierta, de la mujer española—. La mujer española de ahora es libre, paritaria, rebelde y dueña de sus destinos. Ya no está supeditada a los curas como sus abuelas de cuando entonces en los tiempos del nacional-catolicismo. Ahora te preguntan cómo va lo de los palestinos mientras se bajan las bragas [15]. En este sentido el Ministerio de Igualdad lidera una notable cruzada contra el machismo residual que impregna la sociedad española, persistente como una roña maligna.
—¿Es cierto eso que me dice, herr Eslava?
—Lo juro sobre el Mein Kampf, mein Führer. Este cambio se ha logrado gracias al tesón de las feministas militantes que primero se han enfrentado al machismo abusón y luego lo han puesto en fuga. [16] Note la cantidad de estepaisitos que, amedrentados ante el imperio de la igualdad, renuncian a sus periclitados esquemas prepotentes y rompiendo puertas de armario se acogen a otras opciones sexuales.
El altavoz del pasillo emite el sonido de una bomba volante V-2 estallando en el centro de Londres.
—El gong de la cena —avisa Bormann.
Hora de despedirse. El Führer se levanta. Parece encantado con la conversación. Convoca a Hoffmann para que nos haga un retrato que perpetúe la memoria de nuestro encuentro.
Me da la mano con más firmeza que al principio. Se nota que le he ganado el corazón. Me dice:
—Ha sido un placer, herr Eslava, regrese cuando quiera. Aquí tiene su búnker. Después de esta conversación me reafirmo en lo que dije una vez, que España (entonces todavía se llamaba así) era “un país que es imposible no amar. No conozco a un solo alemán que opine de distinta manera. Uno de nuestros primeros jefes regionales de Hannover regresaba de España. No tenía otro deseo que volver allí de nuevo. Jamás he encontrado a nadie que no sienta admiración por los españoles”. [17]
Los ojos se me arrasan de lágrimas, sentimental que es uno.
Cuando salgo del Führerbunker es ya noche cerrada. Goebbels, mi cojuelo particular, al que con el roce voy tomando afecto, me acompaña con sus pasos tartamudos a la puerta del Retiro. Alumbra el camino con la linterna de luz azul que usan por los bombardeos. En la oscuridad, que se presta a la confidencia, me dice:
—Debo agradecerle, herr Eslava, en nombre de mi hermandad, que haya sacado a ese cojo tan simpático, Engañabaldosas, en su libro La tentación del Caudillo.
—Cojo, pero no calvo, habrá notado…
—Sí —se pasa la mano por el pelo—. Es de agradecer.
Poco más adelante dice:
—Aquí, en este solar, estaba Villa Luisiana, donde actuó Marlene Dietrich. Mi asignatura pendiente. A esa no me la pude tirar, que huyó a Hollywood.
Llegamos a la puerta de Granada, donde me está aguardando el Mercedes-Benz 770K Grosser Offener Tourenwagen del Führer con Erich Kempka al volante.
Arrancamos. La iluminación urbana permanece apagada, pero la noche está sobradamente iluminada por una miríada de fantasmales siluetas que se dirigen con antorchas, en ordenadas filas, a la puerta de Alcalá. Sobre los blancos sudarios destacan los brazaletes rojos con la esvástica.
—¿Y esto? —pregunto.
—La gente cree que el apagón es un fallo del ordenador de la Compañía Eléctrica —me dice Kempka mirándome por el retrovisor—. En realidad lo provoca Heydrich, que se ha infiltrado en el ayuntamiento con un cargazo. Así pueden lucirse los espectros de los alte Kameraden difuntos, la heilige Gesellschaft o santa compaña. A falta de Puerta de Brandenburgo, desfilan bajo los arcos de la de Alcalá.
—¿Y esto lo montan todos los días? —pregunto.
—Menos la Nochebuena, que es para pasarla en familia —responde Kempka—. ¿Lo contará usted en los papeles?
—No creo. Nadie me va a creer.
FIN
[1] Morell le inyectaba al Führer dos preparados de su invención, el “Vitamultin” con metanfetamina y cafeína; y el “Glyconorm”, un potaje de placenta, hígado, testículos de toro, belladona, sulfinamida, atropina, bromato de potasio. Ello se complementaba con un colirio ocular de cocaína. Hitler: un yonqui con delirios de grandeza al frente del Tercer Reich.
[2] Esto dijo el Führer literalmente en la sobrecena de la noche del 3 al 4 de febrero de 1942: “En Madrid el olor nauseabundo de la hoguera de los herejes se mezcló durante más de dos siglos con el aire que se respiraba” (Trevor-Roper, 2004, p.228). Sepa el lector que de ahora en adelante citaremos opiniones del Führer conservadas en sus propias palabras gracias a la luminosa idea que tuvo Bormann de ponerle un amanuense para que anotara taquigráficamente los comentarios que el Führer hacía en sus sobremesas, cuando se manifestaba sobre lo divino y lo humano con la autoridad que le otorgaba su condición de guía y luminaria del pueblo alemán. Esas perlas guardadas para la posteridad se han editado en el libro de Trevor-Roper (editor): Las conversaciones privadas de Hitler (Crítica, Barcelona, 2004).
[3] Que el barón de las Torres era “un poco mentecato” lo testimonia Francisco Serrat, Secretario de Relaciones Exteriores de la Junta Técnica del Estado, que lo trató asiduamente (Ángel Viñas, Sobornos: De cómo Churchill y March compraron a los generales de Franco, Planeta, Barcelona, 2016, p. 171). Serrano Suñer escribe en sus memorias: “El intérprete oficial para español del Führer, llamado Gross, ya había intervenido en mis numerosas conversaciones anteriores en Berlín, y parecía un buen hombre, de poca cultura, que había aprendido nuestro idioma durante su actividad de viajante de empresas alemanas en América. Este hombre nunca se enteraba más que a medias del sentido de lo que decíamos y traducía, con muy deficiente castellano, del modo más aproximativo y rudo, incapaz de trasladar correctamente ni un solo matiz de los diálogos”. Si el intérprete alemán no sabe español, otro tanto ocurre en la parte española con el sobrevalorado lingüista Antonio Tovar. Oigamos a Ramón Garriga: “Serrano Suñer cometió la ligereza de haberse confiado a los conocimientos de Antonio Tovar (…), que no dominaba suficientemente el alemán” (Garriga, La España de Franco, tomo I: Las relaciones con Hitler, G. del Toro, Madrid, 1976, p. 208).
[4] Trevor Roper, 2004. p. 380. Anotación durante la cena del 13 de mayo de 1942. El Führer dice: “en África central daremos a Francia posesiones que la compensarán de la perdida de los territorios que inevitablemente deberá ceder, con la paz, a Alemania, Italia y España (…). Ello apresuraría la entrada de España en la guerra”.
[5] El intérprete Schmidt lo encuentra “bajo y grueso, de tez morena, con ojos negros, vivaz”. En el tomo III, página 203 de la versión de sus memorias, de difusión reservada a la Escuela Superior del Ejército (Un comparsa en el escenario de la diplomacia, 1950), Schmidt añade un párrafo referido a Franco que luego ha desaparecido en las versiones posteriores, las destinadas al gran público, basadas todas en la traducción de Manuel Tamayo para Editorial Destino, 1952, p. 468; 2005, p. 568: “Si hubiera llevado un albornoz blanco, se le hubiera podido tomar completamente por un árabe. Además, en el curso de la conversación se me figuró que su modo de hablar y de exponer sus razonamientos en forma vacilante y en tono bajo se acomodaban a la impresión que producía su aspecto físico”. El original de la obra es Statist auf diplomatischer Bühne 1923–1945: Erlebnisse des Chefdolmetschers im Auswärtigen Amt mit den Staatsmännern Europas. Von Stresemann und Briand bis Hitler, Chamberlain und Molotow, publicado por Athenäum, Bonn, 1949.
[6] Koletenpilger, o sea, en alemán los peregrinos del vicepresidente Iglesias, del mismo modo que los fans de Hitler que acudían a cumplimentarlo en el Berghoff eran los Hitlerpilger.
[7] Lo que se refleja en el decreto firmado por Himmler en verano de 1933, que advierte: “En interés del descanso del Volkskanzler, los ciudadanos son requeridos a seguir estrictamente las regulaciones y de ese modo participar en que la estancia del Volkskanzler en Obersalzberg sea lo más placentera posible. Bajo ninguna circunstancia se deberá hacer ningún ruido innecesario frente a la casa, e igualmente cualquier griterío o uso de megáfonos. También se considerará inadecuado seguir constantemente cada movimiento del Volkskanzler con binoculares».
[8] Si de Hitler se deriva «Hitlerianas», de Iglesias se derivará «Eclesiásticas», corríjanme si no.
[9] En la cena del 5 de junio de 1942, después de comentar el generalato de la virgen de Fuencisla, el Führer dice: “Estoy siguiendo la evolución de España con el mayor escepticismo, y ya me he hecho a la idea de que aunque ocasionalmente pudiera visitar otro país europeo, no iría a España” (Trevor-Roper, 2004, pp. 411 y 454).
[10] Comentario del Führer tras el almuerzo del 5 de agosto de 1942 (Trevor-Roper, 2004, p. 489).
[11] Lothar Machtan (El secreto de Hitler, 2001) sostiene que Hitler fue un homosexual encubierto. Según este autor existe un “documento Mend” que relata su relación de soldado con un conmilitón llamado Ernst Schmidt. Se trata de un evidente infundio que rebaten múltiples testimonios. Más ajustada parece la imagen de un Hitler verraco hasta que el abuso de las drogas le apagó la libido. Su mayordomo, Krause, cuenta: “Cuando íbamos de viaje, en el coche, de vez en cuando exclamaba encantado: “¡Dios mío! ¡Vaya mujer bonita!”. Y se volvía en el asiento, y como yo iba sentado detrás, me hacía echarme a un lado para poder seguir con la vista a la muchacha. Si en algún sitio nos topábamos con una mujer excepcionalmente bella, mandaba a Brückner, su asistente, a que averiguara sus señas y la invitaba a café en Múnich, en Berlín o en la casa de recreo de los Alpes en Obersalzberg”. (Herbert Döhring et alii, Living with Hitler: Accounts of Hitler’s Household Staff, Greenhill Books, Edinburgh, 2018, p.54).
[12] El Führer vio Morena clara en su versión original, y le gustó tanto que la hizo doblar al alemán por la Reichfilmskammer (Departamento de Cinematografía del Reich), y la estrenó de nuevo como Temperament für Zwei, “Temperamento para dos” (XI-1941). La interpretación en alemán de las coplas Los piconeros y Antonio Vargas Heredia por Imperio Argentina prefiguraron los desastres de la II Guerra Mundial que estaban por venir.
[13] La idea de Goebbels, quizá por indicación del Hitler, era que Imperio hiciera de Lola Montes (o Montez) la fascinante irlandesa que mantuvo una relación con Franz Liszt y Luis II de Baviera, pero el marido de Imperio, Florián Rey, muy aragonés, le hizo ver que aquel papel no se adaptaría al carácter de la artista. Al final rodaron una adaptación de la Carmen de Merimée/Bizet en dos versiones: española (Carmen la de Triana) y alemana (Andalusische Nächte).
[14] Sobremesa del 4 de septiembre de 1942. (Trevor-Roper, 2004, p.552).
[15] Esta expresión, que anoto con repugnancia, se la debo al llorado y olvidado Chumy Chúmez.
[16] En especial de la ministra Irene Montero quien, por entregarse a su compromiso político, renunció a una beca en la prestigiosa universidad de Harvard, a la realización de un doctorado cum laude y más concretamente a un honrado empleo como cajera de una tienda.
[17] Esto dijo el 5 de septiembre de 1942 (Trevor Roper, 2004, p.554). También es cierto que, como vimos más arriba, tres meses antes prometió que nunca vendría a España (Trevor Roper, 2004, p.411). ¿En qué quedamos, mein Führer?
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