El nuevo cine alemán de los años 70 llegó a la cartelera española a finales de aquella década, dentro del circuito de la versión original. Entre los realizadores proyectados en aquellas pantallas destacaba Wim Wenders, sumo sacerdote de la liturgia que era para los cinéfilos de entonces el descubrimiento de las nuevas películas alemanas. Merecía tanta dignidad merced a cintas como Alicia en las ciudades (1973), En el curso del tiempo (1976) o El amigo americano (1977).
En aquel antiguo panorama, Werner Herzog era algo así como el alucinado. Las primeras noticias que llegaron de él dejaban entrever su singularidad. Nacido en Múnich en 1942, había crecido aislado en un pueblo de las montañas de Baviera, sin cine, sin teléfono, sin un mísero sintonizador de radio… Sin comunicación alguna con el exterior. Aunque en su casa eran ateos, se convirtió al catolicismo a esa edad en que los bautizados empiezan a perder la fe. Alentado por su nuevo misticismo, se dio a largas caminatas que le llevaron a recorrer andando Europa, desde Múnich hasta Albania. Luego de un derrotero por Grecia regresó a su ciudad natal.
Anduvo tanto buscando la luz prodigiosa que no es de extrañar que hasta los 17 años no hubiera tenido tiempo de entrar en un cine a ver una película. Cuando lo hizo se produjo el milagro: la pantalla le aguijoneó en su fuero más interno. Sin ser cinéfilo, sin más formación cinematográfica que un seminario al respecto, celebrado en la Universidad Duquesne de Pittsburgh —al que asistió merced a una beca Fulbright—, Werner Herzog descubrió su vocación. La necesidad imperante de emplazar su cámara le llevó a abandonar sus estudios de Historia y Literatura para emplearse como operario en distintas fábricas y poder financiar así sus primeras filmaciones.
También los enanos empezaron pequeños (1970), su segundo largometraje, se hizo notar en la cartelera internacional por su originalidad. Su argumento nos habla de la rebelión de unos enanos, reclusos en una institución de un pueblo de Lanzarote. Una vez dueños de la situación, enajenados por la ira de los frustrados, dan rienda suelta a su crueldad. El elogio más fácil hubiera sido situar También los enanos empezaron pequeños en la estela de La parada de los monstruos (Tod Browning, 1932) y Cero en conducta (Jean Vigo, 1933). Aunque de hecho lo está, lo que en verdad cuenta es cierta pulsión de Herzog, que ya se atisbaba en aquella revuelta, tan tremendamente humanista que se acerca a esa filantropía, previa al delirio, que inspiró a Van Gogh.
Cincuenta años después, lo que entonces nos pareció la propuesta de un auténtico alucinado ha resultado ser la piedra angular de una filmografía que, tanto en la ficción como en el documental —Herzog también es uno de los grandes documentalistas de toda la historia del cine—, siempre ha estado dedicada al retrato de los perdedores natos, en lucha inevitable contra la adversidad, empeñados en la conquista de lo inútil.
El paradigma de tanto desastre fue esa secuencia memorable de Lope de Aguirre (Klaus Kinski) diciéndole a un mono que era «la cólera de Dios» en la cinta homónima. El gran Herzog se acercó al conquistador español en el 72. A Kinski —por sí mismo uno de los locos egregios del cine europeo— lo había conocido en una pensión de mala muerte en Múnich. Se hospedó allí junto a su familia durante un traslado ocasional a la ciudad en el 55. “Mi enemigo íntimo”, lo llamó en el documental que, ya muerto el actor, le dedicó en el 99. Fruto de la simbiosis que se dio entre ambos surgieron títulos como Nosferatu, el vampiro de la noche (1979), remake del clásico del 22 de Murnau. Antes de que acabase el 79 estrenaron Woyzeck, sobre las desdichas de un soldado que pierde la razón. Fitzcarraldo, una de las cumbres de su colaboración, llegó en el 82. Lo que allí se contaba era la historia de un rey del caucho de origen irlandés, amante de la ópera, que decide levantar en la selva de la amazonia peruana un teatro digno del arte de Caruso. Puesto a ello, no duda en remontar con un barco fluvial un monte que se interpone en su camino. Rodada en escenarios naturales, aún se recuerdan las disputas entre Herzog y Kinski, al igual que las protestas de los nativos contratados como figurantes, que estuvieron a punto en varias ocasiones de echar a perder la película.
El resultado de aquella filmación, una de las más accidentadas de la historia, fue una de las cintas más premiadas de Herzog. La crítica más aguda, entre otras grandezas, fue a ver en ella una metáfora de la loca carrera del capitalismo en las postrimerías de la centuria decimonónica. Ya más creciditos y menos graves, los cinéfilos de los 70 vieron en Fitzcarraldo a un tipo tan desasosegado como el desdichado Kaspar Hauser (Bruno Schleinstein), otro conquistador de lo inútil, que en 1828 apareció en medio de una plaza de Núremberg, tras haber pasado su vida encerrado en un calabozo sin saber el motivo, en otra brillante película de Herzog: El enigma de Kaspar Hauser (1974).
Después pasaron los años, yendo a demostrar algo en lo que nunca se repara: que Pedro Almodóvar tuvo en el malogrado Rainer Werner Fassbinder —otro de los más genuinos representantes del nuevo cine alemán de los 70— una de sus más claras influencias. En cuanto a Volker Schlöndorff, el otro realizador del cuarteto rector de aquel cine germano, ahora se antoja más francés que alemán, más clásico que nuevo. Así las cosas, el nuevo cine alemán de los 70 se diluyó en la historia del cine universal como el nuevo cine australiano, que le sucedió en la siguiente década en la cartelera comercial.
De un tiempo a esta parte, Werner Herzog estima que detenerse en la tormentosa simbiosis que mantuvo con Kinski —como se suele hacer en una apreciación superficial de su obra— denota una tremenda estrechez de miras, porque su empleo es más “la dirección de paisajes que de actores”. Aunque no lo parezca, es una afirmación tan cierta como la de Lope de Aguirre al soltarle al mono que era la cólera de Dios. Siempre infatigable —es uno de los cineastas más productivos de los últimos cuarenta años— cumple destacar Grizzly Man, un documental de 2005 sobre Timothy Treadwell, el ecologista amigo de los osos que acabó devorado por uno de ellos. Invencible (2001), el filme que marcó el regreso del gran Werner a la ficción, abandonada tras Grito de piedra (1991), fue el acercamiento a la figura de un Sansón hebreo en los comienzos del nazismo. Horadada por ese misticismo al que fueron tan afectos los asesinos del Reich que iba a durar mil años, hay algo en Invencible que recuerda ciertos aspectos mágicos del expresionismo alemán, con el que también fueron a acabar los nazis.
Pero nada ni nadie, ni siquiera el curso del tiempo, ha podido terminar con el espíritu singular, y siempre cautivador, del gran Werner Herzog. Ahora, al revisar sus filmes fundamentales, siguen procurando tanto placer como entusiasmo. Siempre es grato ver a un creador que, aun rodando en Los Ángeles y con estrellas estadounidenses, no se pliega a las exigencias de ese otro guión que escriben las alabanzas de la crítica y los gustos del público. El gran Herzog es un ejemplo meridiano a este respecto. Nunca fue alucine, siempre coherencia.
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