Varias obras distintas componen lo que se llama el «Madrid galdosiano», pero de entre todas ellas la que más destaca es Fortunata y Jacinta, la historia de dos mujeres que comparten una ciudad, unas circunstancias y un hombre, pero poco más, e incluso ese poco que parecen compartir es casi siempre una versión muy diferente para una y para otra. Benito Pérez Galdós, el estudiante canario que se empapó de Madrid durante su juventud, publicó esta novela de más de mil páginas en 1887, tras escribir hasta cuatro versiones en año y medio, quizá espoleado por el éxito de La Regenta en 1885, y desde entonces las dos se han disputado el trono de la gran novela española del XIX. Ya entrado en los cuarenta y pico años de edad, Galdós era famoso, celebrado públicamente y estaba en la cumbre de sus poderes creativos. El resultado dejó honda impresión en la época, ya que la novela no solo trata de las dos mujeres protagonistas (que por otra parte están ausentes de la acción durante trechos a veces bastante largos), sino de cómo la sociedad madrileña las trata, por razón de sexo, clase social y voluntad de conformismo, en medio de importantes eventos políticos. Con hasta un centenar de personajes perfilados y miles más haciendo de coro, había lo suficiente para que casi todos los lectores del momento pudieran sentirse retratados, algunos de ellos incómodamente. Sus temas principales son los típicos de la novela decimonónica occidental: el amor, el dinero, las herencias, la clase social, las diferencias entre sexos, la condición humana y la intersección entre todos estos asuntos.
En 1980 Mario Camus escribió y dirigió una miniserie de 10 episodios para RTVE, siguiendo la trama con fidelidad, que puede verse en la propia página de la cadena y también en su canal de YouTube.
[Aviso de destripes con huevo crudo en todo el texto]
Fortunata y Jacinta son (en la serie) una morena y una rubia, hijas del pueblo de Madrid. Fortunata es pobre, alta y muy guapa, tanto que todos los hombres que conoce se interesan por ella, y no pocas mujeres buscan su compañía. Vive en la Cava de San Miguel, en aquel entonces llena de cuchitriles y madrigueras humanas, y nuestra primera imagen de ella es sorbiendo un huevo crudo sentada en la escalera mientras se oye una bronca en alguno de los pisos. No tiene educación formal alguna, y su manera de expresarse es sin duda del pueblo llano, pero es modesta, discreta y hacendosa, saliendo adelante a menudo más por estas últimas virtudes que por su belleza, característica que por un lado nunca la dejará sin alguien que la atienda pero por otro será fuente de muchos sinsabores provocados por hombres diversos. Jacinta es de familia bien, mediana de estatura, «con más gracia que belleza», agradable, elegante, de talle delicado y cara de porcelana. Además, es notable por sus labores de beneficencia. En suma, un ejemplo perfecto de lo que la sociedad de clase media-alta busca en sus chicas. Sin embargo, Galdós nos la remata diciendo que era también «una de esas hermosuras a quienes la Naturaleza concede poco tiempo de esplendor, y que se ajan pronto, en cuanto les toca la primera pena de la vida o la maternidad».
La maternidad. Esa va a ser una de las diferencias entre las dos, que a medida que transcurre la historia se hará fundamental. Jacinta no se queda embarazada, y Fortunata sí, dos veces, del marido de Jacinta, Juanito, así que la causa de la falta de descendencia legítima no parece ser él. Para completar esa perfección de Jacinta, por un lado alentada por la sociedad y por otro deseada por ella misma, tener hijos es lo único que le falta, y no va a ser capaz de conseguirlo. Esto la llevará a que en su desesperación intente apropiarse de los dos hijos de Fortunata y Juanito. El primero de ellos murió a los tres años de edad, lo cual no impidió que un tío de Fortunata (en la serie interpretado por Paco Rabal) intentara «vender» a Jacinta otro crío pasándolo como el engendrado por su rival. Y con el segundo, años más tarde, Jacinta finalmente sí que se quedará, cuando aún sea un bebé, tras la muerte de Fortunata y tras un «distanciamiento social» con Juanito para castigarlo por sus múltiples engaños. Una vez que Jacinta consigue así la pieza que le faltaba, logra además penalizar a su marido, a la vez que guarda unas apariencias de mujer perfecta que, como se ve, no es.
El subtítulo de la novela era «Dos historias de casadas», que dice mucho en pocas palabras. En primer lugar, que más que una historia son dos diferentes. Jacinta y Fortunata solamente se encuentran dos veces en toda la novela, en dos momentos muy tensos, pero el resto del tiempo están aparte (a veces incluso en ciudades diferentes) cada una en su propio barrio de Madrid, compartiendo algunos conocidos y a ratos las atenciones de Juanito. Segundo, que ya antes incluso de abrir el libro se nos define a sus protagonistas por su relación con un hombre. Y quizá tercero, que estas «casadas» intentan representar una ilustración típica de cualquier otra mujer casada del momento.
Sin embargo, tras este título, el primer personaje importante al que conocemos en profundidad es a Juanito, Juan Santa Cruz, el burgués estudiante, consentido y caradura, que aprovecha su clase social y económica, de tan buen viento que hasta les toca la lotería de Navidad, para de vez en cuando darse una vuelta por el Madrid menos recomendable, en busca de emociones diferentes. Allí, en medio de gallinas, sangre de animales y olor a humanidad y mortalidad, es donde encuentra a «Fortunáaa» sorbiendo su huevo crudo, momento que define todo su mundo (aunque no necesariamente a ella) en un solo gesto. Jacinta, prima de Juanito, a la que él ve más como una hermana, es aún solo una posibilidad de futuro, y Fortunata es «la primera» de las dos en relacionarse con él, cosa que también irá cobrando importancia en el desarrollo psicológico de las dos mujeres. Cuanto más tiempo pasa, más aumenta el nivel de «perfección» de Jacinta como pareja ideal de Juanito, con luna de miel en tren por España, desde Sevilla a Barcelona, pasando por Valencia, con cariñitos casi infantiles y con la inevitable comparación con un ángel, que también será importante más adelante. Pero también aumenta el contraste con Fortunata como relación apasionada, secreta, difícil, de vaivén, incómoda a ratos, donde solo una cosa se mantiene constante: por muchas veces que el veleta de Juanito se canse de ella, Fortunata seguirá siempre enamorada de él y lo aceptará de vuelta sin reparos. Ya decía el vizconde de Valmont en Las amistades peligrosas que uno de los mayores sentimientos de gloria para un «conquistador» es conseguir de nuevo a una mujer a la que abandonaste, y aquí Juanito Santa Cruz lo hará no una vez, sino varias.
Fortunata, de hecho, considerará que, digan lo que digan los demás, Juanito es su verdadero marido, ya que ella le ha dado un hijo y Jacinta no. «¡Angelical!… sí, todo lo angelical que usted quiera; pero no tiene hijos. Esposa que no tiene hijos, no es tal esposa (…). Dirá usted lo que guste; pero es idea mía, y no hay quien me la quite de la cabeza… Virtuosa, sí; estamos en ello; pero no le puede dar un heredero… Yo, yo, yo se lo he dado, y se lo puedo volver a dar (…). Yo estaré todo lo condenada que usted quiera… pero es mi idea; con esta idea me iré al Infierno, al Cielo o a donde Dios disponga que me vaya… Porque eso de que yo sea mala, muy mala, todavía está por ver. ¿Por qué he de ser yo tan mala como parece?… ¿porque tengo una idea? ¿No puede una tener una idea?… ¿Dice usted que la otra es un ángel? Yo no lo niego, yo no pretendo quitarle su mérito… Si a mí me gusta, si quisiera parecerme a ella en algunas cosas, en otras no, porque ella será para usted todo lo santa que se quiera, pero está por debajo de mí en una cosa: no tiene hijos, y cuando tocan a tener hijos, no me rebajo a ella, y levanto mi cabeza, sí señora… Y no los tendrá ya, porque está probado, y por lo que hace a que yo los puedo tener, también muy probado está. Es mi idea, es una idea mía. Y otra vez lo digo: la esposa que no da hijos, no vale… Sin nosotras las que los damos, se acabaría el mundo (…). Se me ha metido una idea negra en la cabeza, es una idea muy perra, negra como las niñas de los ojos del demonio… que me dice que no peco». Todo esto dice Fortunata, mientras Jacinta la escucha a escondidas detrás de la puerta, en una de las escenas clave de la trama, sin que Juanito, por otra parte, haya dado ninguna muestra de pesar por la muerte del niño ni haya expresado particulares deseos de ser padre, sea con una mujer o con otra. La maternidad es clave para ellas, pero la paternidad no lo parece ser para él.
Aparte de esa «idea propia suya» de que Juanito es en realidad para ella por haber tenido un hijo de él, nótese otra constante en Fortunata, que es tener a Jacinta como una especie de modelo al que aspirar: más culta, mejor hablada, más elegante y capaz de desenvolverse en compañía de otros como ella, cosa que Fortunata nunca pudo hacer, por mucho que varias personas la intentaran ayudar con esto. Las labores benéficas de Jacinta no son solo por las apariencias o por hacerse con un niño al que criar: por ejemplo, sin llegar a ser una Teresa de Calcuta, expresa compasión por las trabajadoras que ve en una fábrica durante su luna de miel. Además, en la serie hay una frase que dice la beata de Guillermina que en la novela es de Jacinta: «¡Qué desigualdades! (…) Unos tanto y otros tan poco. Falta equilibrio y el mundo parece que se cae. Todo se arreglaría si los que tienen mucho dieran lo que les sobra a los que no poseen nada». Pero la «idea» de Fortunata está tan enraizada que en un momento dado ella llega proponer a Juanito el plan de que yo a ella le doy un hijo tuyo, y a cambio yo me quedo con su marido. Juan se ríe, incómodo, pero ella lo dice en serio. Y es que a menudo en un triángulo amoroso de esposa contra amante, la que es la madre también es la esposa, pero en este caso es al revés.
Si las dos mujeres protagonistas pueden verse como arquetipos hasta cierto punto (esposa / amante, clase alta / clase baja, educación / saber popular, esterilidad / maternidad), también puede decirse lo mismo de sus maridos. Porque ese triángulo inicial pronto se convierte en cuadrado con la llegada de Maximiliano Rubín, el estudiante de farmacia que acabará casado con Fortunata. Si Juanito es apuesto, rico, elegante e inteligente (sobre todo para lo que quiere), Maxi es una sucesión de calificativos negativos: «raquítico, de naturaleza pobre y linfática, absolutamente privado de gracias personales. Como que había nacido de siete meses y luego me le criaron con biberón y con una cabra (…). La cabeza de Maximiliano anunciaba que tendría calva antes de los treinta años. Su piel era lustrosa, fina, cutis de niño con transparencias de mujer desmedrada y clorótica. Tenía el hueso de la nariz hundido y chafado, como si fuera de sustancia blanda y hubiese recibido un golpe, resultando de esto no sólo fealdad sino obstrucciones de respiración nasal, que eran sin duda la causa de que tuviera siempre la boca abierta. Su dentadura había salido con tanta desigualdad que cada pieza estaba, como si dijéramos, donde le daba la gana. (…) Padecía también de corizas y las empalmaba, de modo que resultaba un coriza crónico, con la pituitaria echando fuego y destilando sin cesar». Además, es de ánimo pusilánime, dado a las lecturas filosóficas, que solo entiende a medias, haciendo un batiburrillo de ideas con todas ellas, y con el paso del tiempo su estabilidad mental corre serio peligro. Cómo alguien así acabó casado con Fortunata solo pudo ocurrir debido a una alineación de los astros difícil de repetir: la necesidad de cariño verdadero de Fortunata, su situación de desamparo tras pasar por la compañía de otros «siete u ocho hombres», su deseo de «llevar una vida honrada» y la probablemente única vez en su vida en que Maxi dejó su flojera a un lado y le pidió matrimonio a Fortunata, rompiendo incluso su magra hucha para mantenerla. El contraste entre ambos hombres es enorme, especialmente notable cuando Maxi intenta agredir torpemente a Juanito un día por la calle, y es la propia Fortunata quien lo nota: jamás amará a Maxi, que por otra parte es posiblemente impotente, y aunque a veces lo tolera y hasta lo mima, acabará dejándolo, de pura aversión, aunque esto le cueste las pocas comodidades que tiene. Solo en un momento desesperado ella le llega a decir que la única forma de que lo amara sería si demostrara tener sangre caliente y matara a Aurora, la nueva amante de Juanito, e incluso a este ya de paso. Las pasiones del pueblo inculto contra la racionalidad de las clases ilustradas es también otra dicotomía muy presente en Fortunata, a la que intentan barnizar con lo segundo sin que lo primero deje de burbujear bajo la superficie.
Cuando aparece Maxi en escena, también viene con él su familia entera: sus dos hermanos y, huérfanos ya, su tía. El mayor, Juan Pablo, es un habitual de los cafés madrileños, de cuya mano Galdós aprovecha para hacernos un estupendo recorrido. El menor, Nicolás, es un párroco de pueblo, pesadote y glotón, al acecho de una canonjía que le solucione la vida. La tía Lupe, a la que le falta un pecho, se gana la vida como usurera, prestando y «colocando» dinero, y se entromete en la vida de sus sobrinos, con ninguno de los cuales parece satisfecha, sobre todo ese Maxi que le acaba de meter en casa a una «perdida». En seguida su nuevo proyecto es reconvertir a Fortunata en una pecadora confesa y arrepentida que tras unos meses en el convento de las Micaelas pueda ser exhibida como hazaña espiritual. Allí conocerá a otro personaje memorable de la novela, Mauricia la Dura, una mujer de carácter e ideas firmes, pero también borracha, insultona y buscabroncas, por la que Fortunata adquiere gran afecto. Entre el padre Rubín y las monjas, la iglesia católica en España no sale muy bien parada, pero tampoco se la presenta como una parodia grotesca. Cualquiera que leyera la novela entonces lo haría con la fama conocida de Galdós como simpatizante socialista que nunca se casó, pero no podría afirmar que lo que dicen los curas y monjas en la historia, sobre todo a Fortunata, se desvía de lo que dirían esos personajes en verdad: estás perdida, reconócelo, vuelve al redil, deja de fijarte en los hombres por su aspecto, confía en Dios, sé abnegada y no des escándalos.
Pero ni los Santa Cruz ni los Rubín podrán domar a Fortunata, que por otra parte, por su timidez habitual, es de comportamiento dócil, de callar de puertas afuera, seguir la corriente, aprovechar lo que pueda de su situación frecuentemente cambiante y mantener su «idea» central incólume, a la espera de que pueda brotar otra vez, desatando ya las pasiones naturales que ha venido conteniendo. Su otra obsesión es la «honradez», y no está muy claro si esto es una imposición social, o una especie de preparado específico, como los que hace su marido en la farmacia: ella tiene claro que quiere ser feliz con un hombre bueno que la quiera, que la trate bien, para el que trabajar y con el que tener hijos, todo esto en la persona de Juanito si fuera posible, pero no tiene tan claro si debe considerarse a sí misma «mala» o pecadora, y qué papel deben tener otros en decidir esto. Quizá quien más se acerque a serle de utilidad en esto sea Evaristo Feijoo, su último amante, que también aprovecha una situación propicia para frecuentar a Fortunata. Feijoo es un hombre cercano a los 70 años, viajero y aventurero en su juventud, soltero y de buena posición social y económica y dispuesto a verse con Fortunata solo cuando ella también lo desee. Como él nunca se ha casado, intenta quitarle de la cabeza a Fortunata sus dudas y aprensiones sobre el ser una mujer decente y honradamente casada: ningún amor dura para siempre, el matrimonio se puede convertir en una atadura y de los diez mandamientos, con ocho vale. «La verdad, si me dicen que Fulano hizo un robo, o que mató o calumnió o armó cualquier gatería, me indigno, y si le cogiera, créelo, le ahogaría; pero vienen y me cuentan que tal mujer le faltó a su marido, que tal niña se fugó de la casa paterna con el novio, y me quedo tan fresco. Verdad que por el decoro debido a la sociedad hago que me espanto y digo: «¡Qué barbaridad, hombre, qué barbaridad!». Pero en mi interior me río y digo: «Ande el mundo y crezca la especie, que para eso estamos…». Conque ya sabes; el día en que se te antoje faltarme, me lo dices. Yo no creo en las fidelidades absolutas. Yo soy indulgente, soy hombre, en una palabra, y sé que decir humanidad es lo mismo que decir debilidad… Pues vienes y me lo cuentas a mí, en mis barbas; nada de tapujos… ¿Creerás que voy a venir con un revólver para pegarte un tirito y pegarme yo otro?… ¡Valiente asno sería si lo hiciera! No. En nombre de la humanidad y de la especie te miraré con benevolencia… Cierto que me ha de escocer algo. Pero cogeré mi sombrero y me marcharé de tu casa, sin que eso quiera decir que te abandone, pues lo que haré será jubilarte, señalándote media paga». Todo esto le pareció a Fortunata muy peregrino cuando lo oyó por primera vez; pero a la segunda, encontrolo conforme con algo que ella había pensado. ¿Pero no sería un disparate? Porque era imposible que ella y Feijoo tuviesen razón contra el mundo entero.» Eso sí, todo esto sin escándalos y con discreción, que si no se enteran no te pueden criticar. Como ha dicho antes, «por el decoro debido a la sociedad» se puede hacer una cosa y parecer otra.
En fin, que todo el mundo da consejos a Fortunata, incluyendo la pendenciera de Mauricia y la santurrona de Guillermina, pero el día que al final se encuentra un momento a solas con Jacinta, lo que le acaba saliendo de dentro con pura gana y «pasión de pueblo» es simplemente decirle su nombre («soy Fortunata») sin poder luego completarlo con algo más («soy… soy.. soy la…»). La existencia tan azarosa de Fortunata, junto a las ideas que ha recogido de aquí y de allá y las que las personas de su alrededor se han hecho de ella, la han dejado confusa sobre cómo definirse: soy la madre, soy la amante, soy la mala pecadora, soy la verdadera esposa de Juanito, soy la obrera del pueblo… Al final, huyendo hacia adelante, tiene su segundo hijo con Juanito, que lo acaba adoptando por presiones familiares, y Jacinta será esposa solo «por decoro» y madre solo por adopción, pero suficiente para conseguir lo que más deseaba. ¿Y a Fortunata qué le espera? La muerte. Tras pelearse con una nueva amante de Juanito, sufrirá un bajón físico a causa del que perderá la vida, tras haber perdido a otro hijo y al hombre al que nunca dejó de amar. Siempre es muy aventurado interpretar los finales de las historias y de los personajes como una especie de juicio sobre su personalidad, o sobre la sociedad del relato, o incluso sobre el autor que las escribe. La pregunta de si Fortunata se merecía eso puede extenderse a cualquier otra obra. ¿Merecía don Quijote su final? ¿Merecían Romeo y Julieta su final? Como dice Clint Eastwood en Sin perdón, «los merecimientos no tienen nada que ver». El final se puede interpretar como un castigo a la rebeldía, ocurrido tras múltiples oportunidades para la redención y la rectificación conforme con la sociedad, o como un escarmiento sobre el peligro de permitir que te dominen las pasiones, en especial las más violentas. Recordemos, a todo esto, que Fortunata tiene entre 19 y 26 años durante el tiempo en que transcurre la novela. Para entonces, lo que le ha quedado claro mientras agoniza es que «mientras la personalidad física se extinguía, la moral, concentrándose en una sola idea, se determinaba con desusado vigor y fortaleza (…). Soy ángel… yo también… mona del Cielo». Maxi, por su parte, tras causar la pelea de Fortunata al decirle, con total intención vengativa, que Juanito tiene otra amante, acaba ingresado en un «monasterio» (en realidad un asilo para locos). Justo antes, también llama ángel a Fortunata.
La serie de televisión, que inauguró la era de oro de las adaptaciones televisivas españolas, sigue toda la trama conservando muy bien lo esencial de la historia y sin inventarse ni una sola escena, cambiando como mucho una localización concreta. Ana Belén y Maribel Martín, entonces de 29 y 26 años, brillan a cada episodio que pasa más en sus papeles, aunque a Fortunata se le quita su acento castizo y sus equivocaciones en las palabras más difíciles, y Charo López, acostumbrada a hacer papeles de mujeres de armas tomar, le da mucho brío a Mauricia, aunque es mucho más guapa que el personaje original. Las escenas son un poco estáticas a veces, aunque eso era normal en las adaptaciones televisivas de la época, y la principal decepción seguramente sea la decisión de optar por François-Eric Gendron para hacer de Juanito (la serie fue coproducida con Suiza y Francia), claramente diciendo sus frases en francés y siendo doblado por una voz profesional que contrasta mucho con las demás. Esto fue una costumbre que el cine y la televisión españolas tardaron bastante en quitarse de encima, quizá pensando que el público ya estaba acostumbrado a que el movimiento de los labios no coincidiera con el del diálogo, pero eso se aceptaba solo en películas extranjeras: cuando eran españolas, o con un personaje extranjero entre españoles, como en este caso, da mucho el cante. Por contra, la ambientación es estupenda, aprovechando lo poco que iba quedando ya del Madrid que pudiera pasar por decimonónico. Mario Pardo no es tan feo como Maxi, pero su físico menudo y flaco da el pego. Mención también para María Luisa Ponte como doña Lupe Rubín, que, como siempre, clava esos personajes de señora estricta, dramática y avinagrada. De hecho, ya había hecho el mismo personaje en una adaptación al cine once años antes. Y como siempre, están grandes apariciones como secundarios de Paco Rabal como el tío Paco Izquierdo o Fernando Fernán-Gómez como Evaristo Feijoo.
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