Baudelaire tomaba opio para curarse, sin saber que el opio era precisamente aquello que lo enfermaba. Para mitigar sus malestares, las sociedades del siglo XXI acuden a las drogas más autodestructivas. Esa pulsión de muerte no debe, sin embargo, hacernos olvidar que existen grandes proveedores de veneno. Sin envenenadores seriales, nada sería igual. Recuerdo, por ejemplo, uno de sus más logrados paradigmas: el viejo Lelan Gaunt. Un hombre elegante y enigmático, a quien siempre evocaremos bajo la mefistofélica fisonomía de Max Von Sydow, a pesar de que la versión cinematográfica haya degradado tanto la novela. Gaunt llega a una pequeña ciudad e inaugura una tienda extraña, plagada de objetos deseados y relucientes. Cada lugareño que lo visita queda prendado de una pieza única, y paga lo que puede por ella. Gaunt acepta exiguas sumas de dinero a cambio de un favor: su cliente debe gastarle una pequeña broma a un determinado vecino. La broma en cuestión es más bien pesada, y Lelan se revela entonces como un gran lector de almas; la víctima elegida, creyendo lo que no es, se revuelve contra un familiar o un conocido, y le devuelve con furia la afrenta. El proceso implica reavivar añejas heridas, atizar rencillas apagadas, activar envidias soterradas y desatar la dinámica imparable de la discordia. Gaunt va poniendo a unos contra otros, y el fenómeno crece como una bola de nieve. El desenlace es previsible: aquel pueblo se vuelve violento y acaba destruido. Stephen King creó esta parábola fáustica al salir de su propio infierno de la cocaína.
El rechazo a una democracia de consensos y la intención de instalar lo que la filosofía política denomina “agonismo” abre de hecho la caja de Pandora, da rienda suelta a los conflictos irreductibles y consagra una llameante y perpetua polarización. Ernesto Laclau, gurú legitimador del kirchnerismo y también ideólogo de Podemos en España, lo ha explicado sin ambages: se trata de “inventar” un pueblo imaginario, elegir a los enemigos, dividir en dos a las sociedades, alentar las disputas y lograr finalmente una hegemonía. Es por lo tanto hipócrita y risible que el neopopulismo intente victimizarse cuando su víctima se queja y cuando resiste su avanzada arrasadora. Es como si el violador acusara de violento al violado porque éste manifiesta la insólita idea de defenderse. Lelan Gaunt ha sembrado la inquina social, ha despertado intencionalmente los bajos instintos que habíamos moderado para el acuerdo democrático, y entonces la conversación está llena de insultos, las hostilidades se espiralizan y las políticas consensuales son imposibles.
Existieron graves antinomias a lo largo de la historia argentina, pero la democracia fundada en 1983 las había diluido. Los Kirchner las resucitaron y ahora tienen un plan por etapas. Al menos los “revolucionarios” de antes no usaban gomina: sabían que iban por todo, mantenían el temple y no se escandalizaban histéricamente ante las renuencias; aquí se indignan hasta el delirio con quienes no se someten. Para estigmatizar a los cientos de miles de ciudadanos que protestaron ruidosamente contra las expropiaciones y los infinitos atropellos institucionales que se ejecutaron a lo largo de esta cuarentena, el principal concepto que reflotaron ha sido una vez más “el odio”. Se entiende: los resistentes son tantos y de tantas extracciones sociales que no da para endilgarles ser “oligarcas”. Cuando florece una manifestación popular contra el “gobierno popular” se queman los papeles y trastabillan todos los relatos, y se apela entonces al argumento canónico: a esa pobre gente los medios le han lavado el cerebro y, por lo tanto, está nublada por el rencor. Son odiadores. Ellos, en cambio, son patriotas abnegados llenos de sentimientos nobles y acciones altruistas, y los malos no les permiten hacer patria. Qué cosa.
Esta respuesta rudimentaria y cargada de mala fe no sería posible sin cierta superioridad moral que se adjudican a sí mismos los votantes de la oligarquía peronista, única corporación de multimillonarios que domina el poder permanente desde hace tres décadas. La trama retórica es obvia: quienes critican a las administraciones no peronistas son adalides del pueblo; quienes cuestionan al justicialismo son profundamente egoístas, espíritus invalidados por un aborrecimiento patológico e inexplicable. Detestan, en todo caso, a los pobres, dicen los pobristas: aquellos que han medrado con la miseria, la han consolidado, y luchan todo el tiempo contra el concepto inmigrante de hacer méritos y progresar.
El presidente de la Nación, frente a los cuestionamientos masivos, redobló de inmediato su “convicción personal”, pero formuló una cita donde volvía a presentarse como una especie de reencarnación del padre de la democracia, olvidando que todos los miembros del oficialismo en edad de merecer le hicieron la vida imposible a aquel gobierno radical y que le cantaban una y otra vez: “Traigan al gorila de Alfonsín, para que vea que este pueblo no cambia de idea, sigue las banderas de Evita y Perón”. Ciertos articulistas del setentismo gagá se arrojaron sobre esos impertinentes que se habían organizado para reclamar más república y menos chavismo. Los llegaron a comparar con los demenciales asesinos que bombardearon Plaza de Mayo en junio de 1955. La alusión a aquel acto terrorista imperdonable viene siempre con el piadoso perdón tácito de los homicidios de lesa humanidad que el gobierno justicialista —bajo inspiración del propio Perón— cometió en los años 70 y también con la legitimación del crimen político que sus propios “compañeros” practicaron sin remordimientos. Nadie cree que todo el peronismo pueda resumirse, por ejemplo, en la Triple A o en los sangrientos atentados de Montoneros, pero los peronistas quieren asimilar cualquier rebeldía ciudadana con aquellos remotos bombardeos abominables. Ese setentismo gagá, que no disimula su gen autoritario y que desconoce los derechos en democracia, les adjudica un ánimo golpista a los disidentes pacíficos y esconde las infinitas maniobras destituyentes, disfrazadas de “valiente resistencia a la dictadura neoliberal”, que desplegaron contra el anterior gobierno constitucional desde el primer día. Esta oposición no tiene piedras en la mano ni busca que Alberto Fernández huya en helicóptero. La anterior hacía todo lo contrario, para alegría de la militancia.
Cortázar, que poco después emigró a París, fue acusado de realizar una parábola antiperonista en su célebre cuento “Casa tomada”, que Borges publicó en la revista Los Anales de Buenos Aires. Fuerzas monstruosas e innombrables copaban la vivienda de dos hermanos, y avanzaban cuarto por cuarto. La respuesta de los habitantes no fue plantar cara y bloquear enérgicamente las puertas, sino armar su ligero equipaje y dejarles su hogar a los impetuosos invasores. En el fondo, ése es un final feliz para el kirchnerismo, que quiere quedarse con la casa a toda costa y que se indigna cuando sus ocupantes no se allanan a sus deseos. Los envenenadores acusan entonces a los hermanos de estar envenenados por el odio. Lelan Gaunt se ríe en el infierno. “El veneno del poder enerva al déspota”, escribía Baudelaire. Tal vez Stephen King hubiese desarrollado una versión menos resignada de aquel relato fantástico de Cortázar. En su ánimo por escribir largas epopeyas fantasmagóricas quizá King le habría agregado los detalles de una lucha intensa y apasionante contra esa despiadada prepotencia. Que nadie, amigos, nos eche de casa.
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Artículo publicado en el diario La Nación de Buenos Aires.
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