Ayer bajé a la ciudad a pasar el día. Sin nada especial que hacer, sólo pasear. Comencé la caminata a hora temprana, cuando las sombras de los edificios aún eran largas y las calles estaban razonablemente frescas. Me adentré en el barrio de El Carmen, el casco antiguo de la ciudad, deambulando por sus calles y plazas, sin prisas. Observando los edificios, los portales y los establecimientos comerciales. En otros tiempos solía también fijarme en las personas, en tiempos en los que la globalización aún no estaba tan generalizada y los occidentales no parecían clonados. Si uno se fijaba con atención se podía distinguir el origen o procedencia de la gente por sus comportamientos, gestos, indumentaria o modo de actuar. O al menos intuirlo, con razonable margen de error. También era interesante, cuando viajabas o tocabas puertos de fuera, prestar atención a la gente. Apreciar las diferencias. Conocer sus costumbres, sus caracteres. Pero el fijarme en las personas en Occidente perdió ya para mí casi todo su interés. Añoro los días en los que uno se sentía en, por ejemplo, España, cuando paseaba por las calles. En estos tiempos las tiendas de toda la vida fueron substituidas por franquicias de multinacionales, los restaurantes y tascas castizas por cadenas de restauración, los universitarios son orgasmus —perdón, ¡erasmus!— de cualquier sitio menos de aquí y los otrora habituales Manolito, Pepiño o María que hacían travesuras en las calles y plazas, o jugaban a la pelota, a la peonza o al ‘tú la llevas’ son ahora Jonathan o Jennifer y pasan las horas de asueto dejando escapar su infancia conectados a ordenadores, consolas o redes, dejando las calles huérfanas de gritos y chanzas infantiles. Hasta los pedigüeños y callejeros son de importación: Los artistas de guitarra, argentinos; los de flauta, andinos; los de acordeón, rumanos, como muchos gorrillas que comparten ruedo con… iba a decir, con total naturalidad, moros y negros; pero no sé si decir, mejor, norteafricanos magrebíes y subsaharianos de color, no vaya a ser que me lea algún politicastro y me emplume por racista, xenófobo y facha. Me tranquiliza pensar que los politicastros no acostumbran a leer, así que lo dejaré como está. En fin, decía que ni entre los personajes callejeros nos queda ya un atisbo de España española. Ni trileros castizos ni gitanos con faca empalmada.
Así pues, me consuelo y reconforto en las calles y los edificios, en la memoria que conservan sus viejos muros, fachadas, dinteles o celosías. Recorrí el barrio, para mi alegría poco transitado, mirando edificios antiguos, deteniéndome frente a los escaparates o adentrándome en las pequeñas tiendas de barrio. Tomé unas cuantas fotografías, comienzo a tener un álbum bastante extenso del centro de la ciudad de Valencia. Los mismos lugares a menudo cambian mucho dependiendo de la hora del día, del ángulo de la luz solar y las sombras, de la iluminación nocturna de las farolas o de la animación de sus calles. Recordé algo que había escrito en mi cuaderno de bolsillo días atrás, en otro de estos paseos. Detuve mi andar y rebusqué en él:
Callejeando por el casco viejo de Valencia; me detengo ante la abadía de San Martín. Las formas de su fachada sugieren estancias, pasadizos. Historia. Cuántas tramas e intrigas habrán tenido lugar tras estos viejos muros impregnados de historia, mudos testigos de tiempos pasados.
La “abadía” es, en realidad, una iglesia parroquial, al menos a día de hoy. Sin embargo la callejuela por la que aquella tarde paseaba se llama Calle de la Abadía de San Martín, lo que me sugiere un pasado algo más glorioso para el vetusto edificio de finales del siglo XIV, que fue construido a su vez sobre una de las diez mezquitas que había en Valencia cuando Jaime I la reconquistó a los moros.
Seguí leyendo las anotaciones de mi cuaderno:
Ahora dedicaré el resto de tarde a uno de mis pasatiempos favoritos: patear libreros de viejo, esas pequeñas cuevas de tesoros literarios. (…)
En una de mis librerías anticuarias favoritas, el amable librero me mostró un ejemplar que me hizo temblar el pulso. Sostuve en mis manos durante un rato un auténtico tesoro: el ‘Compendio de navegación’… ¡de Jorge Juan! Ilustre marino español y prestigioso científico y expedicionario de principios del XVIII. Hojeé con devoción y deleite sus páginas, impresas en el año de Nuestro Señor 1757, y por momentos me sentí trasladado a otra época. Sumergí mi nariz en el volumen y aspiré su aroma; acaricié sus hojas ásperas y amarillentas, recorrí las líneas con interés y melancolía. Por supuesto, pregunté por el precio: 2000€ (dos mil, sí). No me quedó más remedio que despedirme del volumen y devolverlo al librero, agradeciéndole profundamente que me lo hubiera mostrado.
Jorge Juan y Santacilia. Uno de aquellos marinos de antaño que tanto admiro, que compaginaban con éxito y brillantez carrera en las armas y en la ciencia. Hombres que exploraban las lindes del conocimiento y desafiaban los límites de la navegación de su tiempo, y que eran capaces de, con la misma naturalidad, comportarse con el máximo decoro en los salones de la Corte o largar una andanada devastadora a los enemigos de Su Majestad en alta Mar antes de lanzarse al fiero abordaje. Marinos de guerra y hombres de ciencia, con mentes abiertas e inquietudes intelectuales. Jorge Juan ya comenzó a asombrar con su talento para la astronomía, cosmografía y navegación en la compañía de guardiamarinas de Cádiz, donde sentó plaza. Allí, por lo visto, sus compañeros le llamaban ‘Euclides’ por su talento y afición a la ciencia. Realizó sonadas campañas de corso, cruceros contra el turco y se batió junto al eximio Lezo antes de los 21 años, siendo aún guardiamarina. Formó parte, junto al célebre Antonio de Ulloa, de una comisión científica enviada por el rey de Francia —Luis XV— para efectuar la medición del meridiano en las cercanías del Ecuador y rectificar la verdadera figura de la Tierra. En los siguientes años compaginó los trabajos científicos con la organización militar de las plazas y puertos de Ultramar, teniendo la mala fortuna de ser capturado y hecho preso por el inglés a su regreso a Europa. Posteriormente fue requerido para dar conferencias científicas en París y para viajar a Inglaterra y estudiar los métodos de construcción de buques. Sin embargo, corrigiendo los defectos que observó en los métodos ingleses, ideó uno mucho mejor que los que hasta entonces se conocían y que fue, a su vez, copiado por los mismos ingleses. Recibió allí «muchas muestras del alto aprecio que se había ganado por su talento y vasta erudición», que ya es decir, viniendo de los ingleses. De regreso en España dirigió la construcción de los arsenales de Cartagena y El Ferrol, así como muchas otras obras de ingeniería de importancia en puertos y astilleros. Fue tal la fama de Jorge Juan que incluso el almirante Howe, inglés, pasó a Cádiz en una fragata en abril de 1753, solamente para conocerle y tratarle, «bajando muchas veces a visitarle en tierra, y obsequiándole a bordo con un espléndido banquete y con maniobras y otras finas confianzas y condescendencias facultativas». Fue también el fundador del Real Observatorio de la Armada de San Fernando, en Cádiz, ciudad en la que estableció una reunión llamada “Asamblea Amistosa Literaria” en la que todos los jueves, en su casa, se disertaba sobre astronomía, historia, navegación, física, geografía, higiene y cuestiones militares. Fue después nombrado capitán de la compañía de guardiamarinas, dotando a la escuela de buenos maestros y excelentes medios, mejorando sus estudios y escribiendo el Compendio de navegación, obra cumbre que fue considerada la mejor de este tipo durante mucho tiempo. Una obra que, aquella tarde, sostuve en mis manos.
La lectura de estas notas escritas en mi cuaderno me estimuló y decidió mi rumbo. Lo fijé hacia uno de los libreros de viejo más próximos, recalando allí sin más novedad. Ése, en concreto, hacía mucho tiempo que no lo visitaba. Saqué mi lista en la que anoto los libros antiguos y descatalogados que busco y pregunté por los diversos títulos a Salvador, el librero, pero sin fortuna. Así que me adentré en el establecimiento, recorriendo los pasillos con interés, entre altísimos estantes repletos de libros y caóticas montañas de volúmenes apilados por doquier, leyendo con atención los títulos impresos en los lomos y hojeando los que despertaban mi curiosidad. Mientras tanto Salvador buscaba por otros lugares libros que me pudieran interesar.
Me hice con un ejemplar de 1929 de El último corsario, que viene siendo precisamente eso: la historia del último corsario, el Conde Félix Von Luckner, que huyó de niño para enrolarse como grumete en un barco, ocultando su condición nobiliaria, y terminó como comandante del corsario Seeadler (“El Águila del Mar”), un velero de tres palos que surcó los mares creando leyenda en una era ya dominada por los vapores. El libro está escrito por él mismo, con un estilo llano y directo pero a la vez enérgico y vigoroso. Escribe con sencillez, franqueza y humildad, pero dando a la historia un estilo irresistible. E incluye, además, 102 fotografías (de la época, claro, con sus limitaciones). Un libro fascinante que despaché en menos de tres días.
Fui a topar también con dos pequeñas obras antiguas dedicadas a dos de nuestros insignes marinos: Churruca. Un almirante de España (uno de mis favoritos) y Elogio histórico de D. Antonio de Escaño, otro cortado por el mismo patrón.
En éstas estaba cuando apareció Salvador con un volumen que me cautivó: Los piratas del Defensor de Pedro, un grueso —más de 500 páginas— compendio publicado hace casi dos siglos que contiene el extracto de las causas y procesos formados contra los piratas del bergantín Defensor de Pedro, capitaneados por uno de los últimos piratas españoles —pontevedrés, para más señas—, Benito Soto. Es una historia que yo ya conocía someramente, pero este volumen me permitirá conocerla a fondo, con todos sus detalles. Está precedido por una narración que relata la historia del bergantín, negrero en un principio, desde que dio la vela el 22 de noviembre de 1827 del puerto de Río de Janeiro rumbo a las costas africanas, poco antes de la sedición liderada por el segundo contramaestre Benito Soto, hasta el infausto final de los facinerosos, colgados en Cádiz en enero del 1830. El cuerpo central del volumen comprende el extracto de las causas y el proceso, y la parte final es un compendio de la causa y juicio, con un montón de documentos. El volumen, publicado hace casi dos siglos, tenía un precio excesivo para mis maltrechas finanzas, pero no pude resistirme a un tesoro —para mí lo es— así, y me hice con ese pedazo de la historia de Benito Soto, de la Mar y del país.
Son historias como ésta las que, a fin de cuentas, convirtieron a España, a la Mar y al mundo en lo que hoy son. Son nuestro pasado, nuestra memoria y, en ocasiones, nuestro reflejo.
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