Caminaba sola por las calles oscuras de Nueva York. Tacones altos, fedora negro y un Webley Pocket modelo Bulldog en el bolsillo del abrigo de piel.
Una sombra en la noche; un cuchillo brillando en una calle solitaria. Apenas tuvo tiempo de sacar el revólver cuando sintió que alguien la apartaba con un golpe seco. El resplandor del acero hizo que la sombra amenazadora del hombre, a unos diez metros de distancia, no se moviera. Parecía analizar la situación, sopesar el riesgo de acercarse al cuchillo o largarse de allí. Finalmente giró sobre sus talones y desapareció en la noche. El eco de sus pisadas aún resonaba sobre la acera mojada cuando el hombre del cuchillo la cogió del brazo.
—Esta ciudad no es segura para una mujer sola —le advirtió, y su sonrisa iluminó el rostro oscuro bajo el ala del sombrero.
—No estoy sola —le dijo ella apuntándole con el revólver—. Siempre voy bien acompañada.
Sin dejar de sonreír, aquel hombre tranquilo bajó el arma, pero a ella eso no la tranquilizó en absoluto; el brillo de aquella sonrisa era mucho más peligroso que la hoja afilada de su cuchillo. Leave the gun. Take the cannoli, dijo él con voz ronca, y un destello de luz seductora cruzó su rostro. Le he salvado la vida, signorina, y es la hora de cenar. ¿No tiene hambre? Un fuerte acento italiano suavizaba los verbos.
Ella lo miró con curiosidad profesional. Había amado a dibujantes bohemios del New Yorker, ambiciosos editores de Harper’s y rubios derrochadores de Martha’s Vineyard, pero nunca a un hombre así: un italiano guapo y peligroso con acento siciliano de North Little Italy, navaja en el bolsillo y sonrisa irresistiblemente tranquila. Sintió algo que creyó olvidado tiempo atrás: la sensación nítida de peligro físico, palpable en la sien y en las ingles. Bajó el arma y se acercó a él. Había algo familiar en aquellos ojos color miel; miraban como si las cosas fuesen sencillas, como si todo estuviese bajo control. Se besaron sin importarles la lluvia que comenzaba a caer y continuaron besándose cada vez más unidos, como si fuesen los polos opuestos de un imán. Se empujaron hasta un portal cercano reconociéndose en los besos, en las bocas abiertas, en las lenguas excitadas. Ella dejó caer el sombrero al suelo con abandono, él con decisión. Acaloradamente se devoraban; se sujetaban la cara; sonreían divertidos, respiraban y volvían a disfrutarse otra vez. Ella se arrodilló entonces sin dejar de mirarle, le abrió el pantalón y hundió la carne dura en su garganta. El placer se multiplicó para los dos, como si sus actos atendiesen sólo al deseo del otro.
—Sei strepitosa, indescrivibile!
No comprendía ni una sola palabra, pero el ritmo, la suavidad de aquel idioma la excitaban de una manera singular, como el jazz en la madrugada. Mientras disfrutaba saboreando el miembro duro, envuelto en su saliva caliente, sintió un deseo salvaje de desnudarse frente a aquel desconocido, ofrecerle sus ciento setenta y cinco centímetros de piel para poder sentir esa boca italiana desde el cuello hasta los dedos de los pies enfundados en aquellos zapatos altísimos de serpiente.
Él la sujetaba fuerte del pelo mirándola desde arriba, silencioso, casi divertido, con un punto de asombro placentero en sus ojos de muchacho. La mujer entonces levantó la mirada y le agarró con fuerza, clavando las uñas esmaltadas de rojo sangre en sus caderas. Se entendían sin palabras; él sonrió, casi dulce, luego se dejó llevar, derramándose en su boca.
—¿No nos hemos visto antes?, le dijo ella retocándose el carmín, reflejada en el espejo retrovisor del taxi.
—Suelo tomar el aperitivo en el Mare Chiaro Bar, en Mulberry, entre Broome y Grand y comer los mejores spaghetti de esta maldita ciudad en una pequeña trattoria de Belmont, en el Bronx. No creo que hayamos coincidido nunca. Aquellos son lugares remotos para una donna que pasea de noche por la 44.
—Te invito a cenar en mi territorio. Quiero presumir de italiano guapo en un lugar donde los guapos se cortarían al intentar abrir una navaja en la oscuridad.
En el Algonquin Hotel siempre había un lugar reservado en la Circle Table a nombre de Miss Parker. Pidieron dos Tom Collins mientras esperaban mesa para la cena. Él fumaba echado en el respaldo del cómodo sillón, con el aspecto de quien acaba de cerrar el acuerdo de compra de aquel hotel; ella, sentada frente a él, las piernas cruzadas, jugueteaba con la cereza del cocktail, sin dejar de mirarle a los ojos. Mordía la carne roja de la fruta como si le mordiera los labios, humedeciendo con su jugo el carmín y la lengua. Él disfrutaba de aquella mujer, acariciándola con la mirada, deteniéndose con descaro en sus piernas, en el empeine inclinado, en el escote de los dedos. Ella, sonriendo, dejó caer uno de los zapatos de serpiente sobre la moqueta, mostrando el pie de uñas rojas que se adivinaban bajo la seda negra de las medias. Él miró unos minutos aquel pie desnudo y elegante, sintiendo que su miembro de excitaba de nuevo. La mujer no apartaba los ojos de aquel lugar de su pantalón. Sonreía con el hueso de la cereza aún en la boca.
O una voglia matta de fare l’amore con te. La voz era apenas un susurro, pero ella podía oírla perfectamente. Aquellas palabras que no entendía la excitaban. O Dio, como sei bella, mi fa impazzire, e ti desidero da matti. El joven se levantó y se dirigió despacio hasta la recepción, dejando sobre el mostrador un montón de billetes arrugados, ganados a las cartas de manera sucia, la noche antes. Luego se volvió a mirarla. Ella le sonreía. Se calzó con lentitud infinita, y moviendo las caderas se dirigió a las escaleras. Enfundada en aquella falda negra ajustada a sus curvas, caminó delante de él por el pasillo pisando la moqueta de elegante geometría art decó.
—Davanti sei stupenda. Poi ti giri e mi si mozza il fiato… La tua schiena, i fianchi stretti e tonici, la pelle liscia, tesa ed infine lui… l ottava meraviglia naturale del mondo.
Al llegar a la puerta, ella se volvió y lo besó con deseo, pasando el brazo por su cuello. Una donna que besa así hay que manejarla con cuidado, como una pistola a la que le acabas de quitar el seguro. Aquel pensamiento fue lo último en lo que él invirtió la poca lucidez que le quedaba antes de colgar el cartel de No Molestar.
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