Jessica Lange, como Frances Farmer, en la película “Frances”
En Hollywood Babilonia (1965), la despiadada crónica de Kenneth Anger de las licencias, disipaciones y demás desórdenes de la alegre tropa que puso en marcha la fábrica de sueños en los tiempos de su esplendor, hay una pesadilla especialmente conmovedora: la vivida por la actriz Frances Farmer cuando perdió la razón.
El propio Anger, tan insidioso como Louella Parsons —la temida columnista de espectáculos de las publicaciones de William Randolph Hearst— y mucho más incisivo que ella puesto a escandalizar, entre sus crónicas de las extrañas orgías del gran Erich von Stroheim, la ingestión de Seconal con la que Lupe Vélez se entregó a la Parca o los barbitúricos que pusieron fin al alcoholismo de Judy Garland, muestra cierta conmiseración cuando escribe sobre Frances, una actriz que soñaba con interpretar a Chéjov y acabó ingresada en un frenopático de Washington. Sin más tratamientos que los electroshocks y el resto de las crueles terapias de choque de la época, así pasaron cinco años. Aún faltaban más de tres décadas para que el psiquiatra italiano Franco Basaglia llamase la atención internacional abogando por una psiquiatría alternativa y el cierre de los manicomios. “La creatividad está compuesta a partes iguales de genio y locura”, escribe Anger con sumo acierto. Fueron muchas: Gail Russell en su soledad, Gene Tierney en su monomanía, Veronica Lake en su ocaso… Pero de cuantas intérpretes intentaron mitigar su demencia con el alcohol, Frances Farmer fue quien más sufrió.
Cuando le preguntaban a Howard Hawks por ella, el maestro respondía: “La mejor actriz con la que he trabajado”. En efecto, tuvo ocasión de dirigirla en Rivales (1936). Sin embargo, William Wyler, que firmó aquel filme junto a Hawks, se expresaba de un modo muy diferente: “Lo más agradable que puedo decir sobre Frances Farmer es que no hay quien la aguante”. Hoy el cinéfilo la recuerda en El hijo de la furia (John Cromwell, 1942), donde rezuma toda esa fotogenia de las esquizofrénicas sosegadas, y se estremece al imaginar el martirio que se atisba en esas instantáneas que la muestran sin maquillaje, con calenturas en los labios, finada en la casa de salud mientras el olvido caía sobre ella. Ni siquiera esa reivindicación del marginado que conoció la segunda mitad de los años 60, en la que las nuevas perspectivas sobre la locura también tuvieron su capítulo, le fue favorable. Hasta que en 1982 Graeme Clifford estrenó Frances, un biopic sobre la desdichada protagonizado por Jessica Lange y Sam Shepard, del drama personal de la actriz apenas se habló.
Odiada por su propia madre —nunca quiso tener hijos, siendo Frances la menor de cuatro—, que firmó con complaciente diligencia cuantos papeles fueron necesarios para el ingreso de la pequeña en el manicomio, Frances Farmer vino al mundo en Seatle (Washington) en 1913. Aún estaba en el Instituto cuando se declaró atea en un ensayo con el que en 1931 ganó un concurso literario. Por añadidura, también fue considerada comunista. Mal comienzo para una chica en uno de los países más puritanos del planeta.
Con el tiempo llegaría a trabajar en un montaje teatral neoyorquino con Elia Kazan, el comunista que acabó delatando a sus antiguos camaradas durante la inquisición mccarthysta. Pero Frances Farmer nunca fue comunista: su individualismo le hacía odiar a cualquier grey, tanto a la alegre tropa de Hollywood como a las masas. Sin embargo, todo el mundo dio por sentado que era una auténtica roja —incluso sus padres— cuando en 1935, haciendo caso omiso a la orden materna al respecto, decidió aceptar el premio de un nuevo concurso literario que ganó. Éste consistía en un viaje a la Unión Soviética. Para la futura actriz, la visita al Teatro de Arte de Moscú contaba mucho más que la confirmación, de cara a su incipiente público, de las sospechas que pesaban sobre su supuesta ideología. De nuevo en Estados Unidos, se detuvo en Nueva York para iniciarse como actriz teatral.
Ciertamente, la Paramount le ofreció entonces un contrato de siete años. Ahora bien, eso no significa que aquel fuera el momento en que la fortuna llamó a la puerta de la chica de Seattle, “bella, sensitiva y emocional” (Anger), que nunca soñó con ser actriz en Hollywood. Quería serlo en los dramas que los autores comunistas estrenaban en los escenarios off Broadway, aunque aborreciese a los comunistas cuando pastoreaban a las masas. Puede que fuera entonces, con todo aún en ciernes, cuando dio comienzo el final de Frances. Samuel Fuller, uno de los grandes del cine barato, inicia Corredor sin retorno (1963) —una de las mejores cintas sobre manicomios del parnaso cinéfilo— con una cita de Eurípides que reza: “Dios, a quien desea destruir, primero le vuelve loco”. Frances no creía en divinidades, pero su destrucción fue tan inexorable como el alcoholismo de Judy Garland.
Aunque llegó a Hollywood como “la nueva Greta Garbo”, en su tercera película, tras protagonizar en 1936 un par de cintas militaristas que la decepcionaron —Too Many Parents, de Robert F. McGowan, y Border Flight, de Otto Lovering—, Frances ya odiaba Hollywood y todo cuanto representaba, “excepto el dinero”. El sentimiento era recíproco: la industria la consideraba “una actriz intelectual”, lo que no era precisamente un elogio. Entre sus enemigos declarados destacaba Adolph Zukor, el fundador de la Paramount, de modo que su tercer filme fue un musical de Norman Taurog protagonizado junto a Bing Crosby: Rhythm on the Range (1936).
Apenas destacan en su carrera cintas como El ídolo de Nueva York (Roland V. Lee, 1937) o Al sur de Pago Pago (Alfred E. Green, 1940). Las broncas que hubo en todos sus rodajes hicieron que su filmografía se resintiese. De la Paramount acabó en la Monogram, uno de los estudios paradigmáticos de la serie B, al que el gran Godard dedicó Al final de la escapada (1959). Pero hasta el 9 de octubre de 1942, la cosa no fue más lejos de los platós donde trabajaba. Esa noche sí. Conducir borracho en el sur de California es un delito gravísimo, pese a lo frecuente que, aún ahora, sigue siendo que detengan en semejantes circunstancias a los desahogados de la alegre colonia de Hollywood. Cuando la policía dio el alto a Frances en una carretera de la costa del Pacífico, resultó que la actriz, además de ir como una cuba y con los faros apagados, no tenía carné. Los agentes no dudaron en dispensarle su proverbial brutalidad. Ella se puso farruca y acabó encerrada en la cárcel de Santa Mónica.
Condenada a ciento ochenta días, salió en libertad condicional y tuvo tiempo de romperle la mandíbula a su peluquera durante una de sus broncas en los rodajes. Volvió a ser detenida por no presentarse ante la autoridad responsable de su libertad. Pero esta vez la policía la arrastró, borracha y desnuda, hasta el vestíbulo del hotel Knickerbocker, tras irrumpir violentamente en la habitación donde la encontró. Otra vez en la cárcel, puesta a rellenar el cuestionario para su filiación, en la casilla correspondiente a la profesión escribió: “mamona”. Todo un hallazgo para la precoz ensayista que había sido.
A diferencia de las disipaciones de tantos de sus miembros que Hollywood se esforzó en disimular, en correspondencia al odio que se profesaban mutuamente, la fábrica de sueños no hizo nada por esconder los desmanes de la actriz intelectual. Sus escándalos compartían las portadas en las publicaciones de Hearst con las noticias de la Segunda Guerra Mundial. En la borrachera con que penó el matrimonio de Bette Grayson con Clifford Odetts —uno de esos autores comunistas que escribían dramas sociales sobre la Gran Depresión que tanto le gustaban, el gran amor de su vida—, también acabó desnuda en medio de Sunset Strip. El embotellamiento del tráfico que provocó en aquella ocasión fue sonado. Era evidente que estaba loca. Los policías y los fotógrafos desataban su histeria. En su último juicio, reconoció ante el magistrado que todas las bebidas que ingería iban mezcladas con alcohol. “Bebo todo lo que puedo conseguir, incluida la Bencedrina”. Sí, señor. Frances se adelantó a la Generación Beat en el consumo de ese sulfato de anfetamina comercializado bajo la marca de Bencedrina. Acaso fuera esa la causa de los insultos que profirió a los fotógrafos durante la vista. Cuando el juez dictó sentencia condenándola, ella le arrojó un tintero. Después derribó a golpes a la matrona y a un policía. La nueva Greta Garbo volvió a la cárcel con una camisa de fuerza.
No hubo cámaras para ser testigos de las crueldades a las que fue sometida durante su reclusión. Primero como maniaco-depresiva, después como esquizoide paranoica, cuando de la cárcel pasó al manicomio se le aplicaron a diario inyecciones de insulina, a la búsqueda de una reducción de la glucosa en el cerebro, una terapia totalmente descartada en nuestros días. Al conseguir escapar volvió a casa de sus padres, pegó a su madre y fue internada en el manicomio de Washington. En los cinco años que pasó allí fue sometida al más despiadado de los tratamientos: el electroshock. En su autobiografía, Will There Really Be a Morning?, publicada en 1971, un año después de que acabase matándola el tabaco, da a entender que fue violada en varias ocasiones con el consentimiento de los médicos durante su reclusión. Al fin y al cabo, las noticias de estos ultrajes en las instituciones psiquiátricas se remontan a las primeras crónicas de Bedlam, el “palacio de los lunáticos”, abierto en el Londres del siglo XVII, que está considerado el primer frenopático de la historia.
En cuanto a la supuesta lobotomía que se le practicó a Frances Farmer, nunca se ha llegado a probar. Pero resulta inquietante el sosiego del que hacía gala en sus últimos años, cuando negaba su alcoholismo, no culpaba a nadie de su caída y tenía su propio show televisivo.
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