¿Cuántas veces usaste la misma expresión? ¿Le falta o le sobra algo al sexto párrafo? ¿Ya arreglaste el problema de las fechas? ¿Por qué sigue sonando mal esa palabra? ¿Vas a dejar así la rima involuntaria? ¿Y si mejor le cambias el epígrafe? ¿Crees que convenga quitar esa línea? ¿No aparecía esa escena en otro capítulo? Si en lugar de una fila de preguntas lo fuera de personas, ya le daría vueltas a la manzana. Y en vista de que siguen multiplicándose, entenderás que en los últimos días apenas me moviera de la ventanilla. Los manuscritos son pasiones insalubres: no hay forma de acabarlos sin enfermarse de ellos.
Me he escapado por fin de la misión en curso. Mentalmente, aunque sea, porque sigo delante de la misma pantalla. Son las diez de la noche y tecleo en la cama mientras mi correclusa, cuyo codo derecho flota a pocos decímetros del izquierdo mío, colorea un dibujo con titubeante minuciosidad. En medio de nosotros, Ludovico dormita con la placidez de quien no está escindido entre sus propias áreas de producción y control de calidad. Claro que algo se pega, si de sólo mirarlos de reojo me voy poniendo a salvo de las dudas feroces que me he pasado el día aniquilando como zombis de videojuego. A tono con tan sanas intenciones, dentro de los audífonos Engelbert Humperdinck alebresta al fantasma de mi madre, que suele andar a su aire por aquí; cuando menos lo pienso, paladeo una paz profunda y pachorruda. ¿Ya ves cómo de pronto la cuarentena tiene sus encantos?
Siempre ayuda no ser el que más sufre. Resuelta a salir de ésta reclusión equipada con un novedoso menú de habilidades, mi correclusa lucha empeñosamente por hacerse ambidiestra. La observo de reojo ir llenando las páginas de un cuaderno de ejercicios de caligrafía, en su afán por habilitar la mano izquierda, y me pregunto si estaría dispuesto a dar pruebas tan contundentes de mi torpeza, así nadie las viera más que yo. “Así activas el otro lado del cerebro”, me dice, entusiasmada, pero igual conociéndome ya puedo imaginar las broncas que armarían entre esos dos pedazos de idiota por salirse cada uno con la suya.
La última vez que hice el intento de escribir con la izquierda estaba en un experimento de terapia colectiva, evocando a partir de aromas y colores los primeros recuerdos de la infancia. La idea era escribirle una carta a tu madre con la mano contraria a la habitual, de modo que probaras de regreso la sensación tortuosa de dibujar la letra mediante esfuerzos grandes y frustrantes. Siempre chueca, mi letra. Siempre difamatoria sobre mi edad mental. Nunca legible para nadie más. Sólo de imaginar esas que mi mamá llamaba “patas de araña” escritas, para colmo, con la izquierda, me figuro el informe de la grafóloga de la fiscalía describiendo a un obnubilado crepuscular.
Si las cosas avanzan como parece, a estas alturas debe mi correclusa de ser un tanto más legible como zurda que yo como derecho. Resignado a asustar a la grafóloga, regreso a las pasiones insalubres. Anda, Cuarentenario, acábate el café.
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