El cariño con que Dana Wynter, la protagonista de La invasión de los ladrones de cuerpos (Don Siegel, 1956), recordaba a los cinéfilos acercándose a ella “con la mirada encendida” cuando acudía a un homenaje a este entrañable clásico de la ciencia ficción, o simplemente cuando la descubrían en algún momento de su vida cotidiana, daba a los filmófilos un nuevo aliciente para perseverar en su pasión.
Nacida en Chicago en 1924, Gail Russell llegó a California en 1938 a causa del trabajo de su padre, empleado allí por la Lockheed Corporation. Aún era una adolescente matriculada en la Santa Monica High School cuando su exquisita belleza llamó la atención de un responsable de la Paramount. Es muy probable que la futura intérprete de Budd Boetticher, Joseph Losey, Frank Borzage y algunos otros realizadores de culto cinéfilo nunca quisiese ser actriz. Pero la timidez patológica hace de quien la padece un pusilánime, incapaz de tomar las riendas de su propio destino. Cuando, además, se es una chica cuya hermosura llama la atención de todo el mundo, hay que saber estar siempre al quite. Si la joven Gail hubiera dicho que no al cazatalentos de la Paramount que le ofreció un lugar en el firmamento de Hollywood, si hubiera sido como esas personas que se tapan la cara cuando les ponen una cámara delante porque no les gusta ser objeto de las miradas de los demás, nunca hubiese sufrido esa severísima neurosis y sus correspondientes depresiones, que tan a menudo suceden a los estrellatos tempranos. Pero la suerte, amén de esquiva, es peliaguda.
La Paramount puso tanto empeño en modelar para el cine ese milagro de la biología que era la belleza de Gail Russell que la mandó a estudiar interpretación con el mismo afán con que a otras chicas sin pulir pero con infinitas posibilidades les arreglaba los dientes o lo que se terciase para catapultarlas al estrellato. Y la cosa, en verdad, funcionó. Tras dos personajes de reparto en un par de cintas menores, trabajos que bien pueden considerarse el último tramo de su aprendizaje, Gail se hizo notar con su creación de Stella Meredith en Los intrusos (Lewis Allen, 1944). Este drama pseudo onírico, concebido al hilo del éxito de Rebeca (Alfred Hitchcock, 1940), convirtió a la joven Gail en toda una estrella. Misterio en la noche (Lewis Allen, 1946) y Calcuta (John Farrow, 1946), la primera cinta que protagonizó junto a Alan Ladd, no hicieron sino confirmarla en el estrellato: además de extraordinariamente atractiva era una buena actriz.
Sin embargo, aquella luminaria de 24 años y rostro angelical ya había sido detenida varias veces por conducir borracha. Descubrió el vodka durante la filmación de Los invitados. Cuando no se trataba del rodaje era una fiesta o una sesión de fotos. Entre unas cosas y otras siempre estaba impelida a ser Gail Russell, cuando aún seguía siendo la chica tímida de Santa Mónica que nunca debió de mirar a un tomavistas. Aquello acabó provocándole esa neurosis que se manifestaba en una sed insaciable.
Dicho de otra manera: era alcohólica, aunque siempre procuró llevar su dipsomanía con discreción. Intentaba no beber en público. Solía hacerlo en su casa, donde no tenía servicio ni recibía visitas para que nadie la viese en estado de embriaguez. Pero la ebriedad es algo que no puede ocultarse. Para la alegre colonia de Hollywood, Gail no era más que otra de tantas borrachas prestas a ahogar su brillante futuro en un mar de licor. De hecho, su carrera quedó relegada a la serie B por sus problemas con la botella. La Paramount dejó de apostar por ella. Comenzó a cederla a estudios menores y en el 50, llegado el momento, no le renovó el contrato.
Sí, señor: los más miserables ya ponían fecha de caducidad a su filmografía cuando esa chica triste y de ojos dormilones —como aquellos a los que cantan los mariachis— que nunca dejó de ser la dulce Gail enamoró perdidamente al gran John Wayne. Fue durante el rodaje de El ángel y el pistolero (James Edward Grant, 1947). Huelga decir quién era quién en aquel western menor. Frágil y etérea pese a beber vodka como un cosaco, siempre hubo algo en la mirada de Gail que delataba el magnetismo que la autodestrucción ejercía sobre ella. Más allá de la prodigiosa biología, debió de ser eso lo que vio en ella Duke. Se dijo que protagonizaron un escándalo sexual. Pero en el 53, durante el proceso de divorcio del gran John, los dos lo negaron ante un juez. Y para los amantes del western, que siempre tuvieron en Wayne a una suerte de hermano mayor del que aprendieron coraje y hombría, aquella historia nunca fue. “Feo, fuerte y formal”, como reza en su lápida, El Duque perdió a Gail como el Tom Doniphon de El hombre que mató a Liberty Valance (John Ford, 1962), su gran personaje, perdió a Hallie Stoddard (Vera Miles). Lo que les unió fue esa hermosa amistad que inspiran a los hombres de ley las mujeres que no pueden amar.
La filmografía de la actriz prosiguió en cintas como Mil ojos tiene la noche (John Farrow, 1948) y Moonrise, un drama criminal que Borzage estrena también en el 48. El año siguiente, cuando ya nadie quiere dar trabajo a Gail Russell, Wayne vuelve a imponerla para que protagonice junto a él La venganza del bergantín, una cinta de aventuras al sur del Pacífico dirigida por Edward Ludwig. A partir de 1950, tras protagonizar para Losey El forajido, se sucedieron los intentos de suicidio. Su caída comenzó a ser tan rápida como apenas siete años antes lo fue su ascenso. Ya olvidada por Hollywood, en el 53 pasó una noche en la cárcel por conducir borracha. Semanas después, su marido, el actor Guy Madison —que nunca la mereció— la abandonó. Meses después, cuando se divorciaron legalmente, alegó que Gail no le llevaba bien la casa.
El coma etílico que la llevó al hospital en el 54, la hepatitis que inexorablemente iba degenerando en cirrosis, el accidente que provocó al volver a conducir borracha —que estuvo a punto de costarle la vida a una familia modélica—, los innumerables tratamientos de desintoxicación… Resumiendo, Gail ya estaba acabada cuando su amigo John Wayne la impuso como protagonista de Tras la pista de los asesinos (1956). Fue el último de los grandes westerns de Budd Boetticher, producido por la Batjac, la empresa de Wayne. Después llegó El vestido roto (1957), un filme noir del gran Jack Arnold. El resto fue morralla. Cuando la encontraron muerta, Gail Russell estaba rodeada de botellas de vodka vacías. Las había utilizado para acompañar la ingestión de los tubos de somníferos con los que se quitó la vida. Fue en Los Angeles, el 26 de agosto de 1961. Lástima que El Duque no estuviese allí.
Todo merecedor del homenaje a la gran Gail, pero, ¿el último western del gran Budd Boetticher? , Imagino que es una errata, será el primero.
Gracias por el artículo. Saludos