Un joven ruso se dirige al tren que ha de llevarlo al frente: sus familiares, borrachos la mayor parte de ellos, lo acompañan para despedirlo.
En la estación ferroviaria, un cuento de Isaak Babel
Sucedió hace dos años en una estación ferroviaria alejada de la mano de Dios, cerca de Penza.
Una pequeña multitud se encontraba en una esquina del edificio de la estación. Decidí acercarme también. Resultó que estaban despidiendo a un soldado que se embarcaba rumbo al frente.
El soldado, borracho, con la cabeza erguida, tocaba un pequeño acordeón. Un hipante jovencito —un obrero, a juzgar por su apariencia— extendía las manos hacia el ejecutante y susurraba, con todo el cuerpo temblando:
—Oye, Iván, la llevas bien, la llevas bien…
Entonces se alejó y dejó caer unas cuantas gotas de colonia en un vaso sucio con aguardiente.
Una botella con turbio líquido pasaba de mano en mano. Todos habían bebido demasiado. El padre del soldado estaba sentado en el piso, algo apartado, pálido y silencioso. El hermano del soldado seguía vomitando. Se cayó, su cara golpeó el charco de vómito y se quedó dormido.
El tren llegó a la estación. Empezó la despedida. Sin embargo, el padre del soldado no quiso moverse; ni siquiera se levantó ni abrió los ojos.
—Semyonych, levántate —dijo el obrero—. Dale la bendición a tu hijo.
El viejo no respondió. Empezaron a sacudirlo. Un botoncito pegado a su sombrero de piel pendía de un hilo, balanceándose de un lado a otro. Se acercó un policía.
—¡Idiotas —dijo—, este hombre está muerto y todavía lo siguen sacudiendo!
Resultó que tenía razón. El hombre se había dormido y pasado a mejor vida. El soldado lo miraba, sin saber qué hacer. El acordeón temblaba en sus manos y estas vibraciones hacían que sonara como si lo estuviera tocando.
—Así es —seguía diciendo—, así es —extendió la mano con el acordeón y agregó—: El acordeón se le queda a Pete.
El jefe de estación apareció en la plataforma.
—Seguid festejando —dijo—, encontrasteis un buen lugar para festejar… Prokror, hijo de puta, da la segunda llamada…
El policía golpeó la campana dos veces con la gran llave de hierro del baño de la estación —el badajo de la campana había sido arrancado hacía mucho tiempo—.
—¿Por qué no te despides de tu padre —le dijo alguien al soldado—, en lugar de quedarte ahí como una bestia idiota?
El soldado se inclinó, besó la mano fría de su padre, se persignó y caminó hacia el tren. Su hermano seguía dormido sobre su propio vómito.
Pronto se llevaron al viejo. La multitud se empezó a dispersar.
—Según tú, esta es nuestra vida de sobriedad —dijo un diminuto comerciante que estaba cerca de mí—. Caen como moscas estos hijos de puta…
—“Vida de sobriedad” una mierda —habló un campesino barbado con voz firme y pausada—. Nuestro pueblo es un pueblo borracho, porque necesita tener la mirada turbia…
—¿Qué dices? —preguntó el comerciante, aparentemente tenía dificultad para oír.
—Mira aquí —respondió el campesino y apuntó con la mano hacia el remoto campo negro que se extendía hasta el infinito.
—¿Y eso qué?
—“¿Y eso qué?” ¿Y eso qué? ¿Acaso se ve algo turbio allá? Por eso nuestro pueblo necesita una mirada turbia, de veras turbia.
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