En la buhardilla de un pueblo ocre y olvidado entra un resquicio de luz que ilumina de blanco retales de una vida. Es la guarida de una artista que hoy quiero recordar. En aquel tiempo de infancia infinita, un lugar así era algo fascinante. Recuerdo varios lienzos y caballetes con pinturas a medio hacer y otras ya conclusas. En uno de esos cuadros destaca la espalda de una sensual dama sentada frente a un lago en el que tal vez se haya bañado. Su perfecta y solitaria silueta se funde en un entorno boscoso tan mágico como misterioso. Las paletas repartidas por la estancia acumulan grosores de capas de pintura seca y sobre un colchón hay unas hojas de papel con notas escritas, también libros viejos. El toque exótico, ese que informaba subliminalmente de estar en el espacio de alguien atrevido que ha conocido mundo, es un dibujo de la Torre Eiffel con una estilizada hippy de pantalones acampanados posando delante. “Paris, je t’aime”, reza el cartel. Es como si alguien se hubiera dedicado a desordenar pedazos de un alma alegre y rebelde y quisiera dejarla así, a la vista. También hay secretos que permanecen en cajones cerrados. Tal vez solo los conozca la bella Dama del Lago.
Chanson d’amour, je t’adore…
En la memoria de los objetos resuena el recuerdo de sus años de estudios de filología en la ciudad de la luz. En ese espacio la silla de ruedas sobre la que se desplaza desde pequeña no conoce límites físicos, ni tampoco le ha impuesto fronteras en su exaltado ánimo. Ella, en realidad, no ha conocido ninguna clase de atadura.
Tras una ajetreada adolescencia se convirtió en maestra, y enseñó francés para que esos jóvenes difíciles pudieran elegir mejor. Sabía que era una ardua lucha el lidiar con ellos, conseguir que le prestasen atención. Pero nunca desistió. Si podía vencer la distancia de levantarse cada mañana para llegar hasta su silla, podía vencer cualquier camino. Y así fue. En un coche adaptado recorrió Europa, y si no hizo más fue porque ya había encontrado la liviana felicidad mucho más cerca, en lo fugaz y aparentemente insignificante.
Cuando la polio hizo estragos en los años cuarenta, muchos otros niños de esos pueblos remotos de España se quedaron en centros especiales, o escondidos como apestados, pero los padres de la artista cogieron una silla y le enseñaron el mundo cercano y aquel otro que podría llegar a ver, sin vergüenza, sin complejos, sin temores. Así creció ella, repartiendo sonrisas, agradecida siempre y centrada en lo que sí podía hacer. Cuando llegó a la madurez, lideró la voz de muchos para romper barreras, ese eslogan al que muchas personas que sufrían minusvalía se unieron para lograr algo tan lógico como poner rampas junto a las escaleras. Pintora, viajante, maestra, mujer valiente y única hasta el final, cuando el cuerpo, cuyo reflejo deseado ahora sé que era el de aquella Dama del Lago, no pudo captar más oxígeno. Y ahí se despidió, sin perder la costumbre de seguir transmitiendo su chanson d’amour porque eso fue, precisamente, lo que hicimos en su despedida. Cantar.
En una de las paredes del refugio abuhardillado hay un poema de una poetisa francesa que hoy me sirven de despedida y homenaje:
Me manque
Elles me manquent tes mains,
Elle me manque ta bouche,
Ton regard qui m’étreint
Et ta voix qui me touche.Elle me manque ta joie,
Elle me manque ta houle,
Ta peau dont je festoie,
Ton baiser qui me saoule.Ils me manquent tes reins,
Elle me manque l’épaule,
L’onde de ton parfum
Et tes doigts qui me frôlent.Me manque ton émoi,
Me manque ton velours,
Ta sylve où je me nie
Ton feu qui me parcourtElle me manque la paix.
De ton tendre abandon.Thérèse Aubert
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