Para explicar el desamparo, Sartre narra la peripecia de un alumno afligido por un dilema. Durante la ocupación nazi, su padre había abandonado a su madre y había confraternizado con los colaboracionistas, pero su hermano mayor había muerto durante la ofensiva alemana, y este muchacho, que era generoso aunque primitivo, quería vengarlo: partir de inmediato hacia Inglaterra e ingresar en las Fuerzas Francesas Libres. Su madre, sin embargo, vivía sola y mortificada por la separación y por la muerte del mayor, y su único consuelo era ese hijo menor que ahora quería marcharse. El alumno de Sartre tenía conciencia de que la mujer sólo vivía por él, y que abandonarla significaba hundirla para siempre en la desesperación. “En consecuencia —escribe el filósofo—, se encontraba frente a dos tipos de acción muy diferentes: una concreta, inmediata, pero que se dirigía a un solo individuo; y otra que se dirigía a un conjunto infinitamente más vasto, a una colectividad nacional, pero que por eso mismo era ambigua”. El ejemplo se utiliza para ilustrar algunas de las denominadas encrucijadas de hierro. Que enfrentan, en ocasiones, alternativas sin equiparación moral y que ponen siempre en juego una delicada opción por el mal menor. El peronismo no encarnado, el silencioso y sin líder definido, el cruelmente pragmático que ha sobrevivido a todo, aquel que no subestima la terrible magnitud de la catástrofe social y económica que se avecina, y ha tomado conciencia de que deberá hacerse cargo por primera vez del descontento, mastica en voz muy baja una encrucijada de hierro: salvar a la Argentina o salvar a Cristina. Porque los dos objetivos resultan incompatibles.
No se trata, como se verá, ni siquiera de una idea altruista: rescatar al país de su abismo sin fondo significa rescatarse a sí mismos de la ira popular y de los tomatazos; abrazarse maquinalmente a los deseos personales, autoexculpatorios y radicalizados de la arquitecta egipcia implica hundirse con ella en el mar borrascoso. Es imposible sobrevivir al tsunami —algunos creen que será más destructivo que el crac de 2001— sin un acuerdo político con la oposición, los sindicatos, los empresarios, las iglesias y las organizaciones sociales, y sin establecer una política exterior de emergencia y sentido común. Y es utópico anudar ese razonable pacto de supervivencia y efectividad colectiva mientras intentan colar una obscena colonización de la Justicia, una impunidad de rebaño y una serie de medidas bolivarianas. La ley del “vamos por todo” invalida la ley del “vamos todos juntos”. Y empieza a convenirle a la oposición que corra el tiempo (juega a su favor) y que sus rivales se estrellen solitos contra su propia desgracia.
El peronismo pragmático, que preferiría una socialización de las pérdidas y una solidaridad en la mala, se siente atado de pies y manos en un tren que corre hacia el precipicio. Allí lo lleva, en su locomotora ciega y sin frenos, una lideresa a quien le disgusta que empresarios y sindicalistas negocien reglas de convivencia y reactivación, que el presidente de la Nación se muestre siquiera con hombres de negocios, que haya teléfonos abiertos con las grandes potencias de Occidente, que se repudie los regímenes más autoritarios del continente, que se abra cualquier puente con los opositores de cualquier pelaje. Una dama demandante que trama de paso un paradójico programa para que sus hijos putativos —La Cámpora— se apoderen de todos los resortes del poder y se carguen precisamente a los justicialistas sin dogma en todos los niveles y latitudes. Cristina necesitaba expresamente a Alberto Fernández porque ella ya no podía ni siquiera hablar con otras personas que se ubicaban fuera de su hermética pecera militante, y Máximo Kirchner precisa hoy, con la misma desesperación, los servicios mediadores de Sergio Massa para que éste le acerque cualquier personalidad influyente que no le rece cada noche a John William Cooke. El peronismo pragmático cumple así su increíble rol de vincular a la secta con el espacio exterior. Pero el asunto no pasa de un touch and go, porque tienen, a su vez, la orden implícita de no establecer relaciones fecundas que dañen el capital simbólico, y el imperativo de dejarse conducir mansamente hacia los desvaríos estatizantes y totalitarios que propone el Instituto Patria. Hemos naturalizado en la Argentina una aberración institucional: el Presidente no es el jefe, sino apenas un subalterno. Y la secta domina la lapicera y la botonera de mando. Esto explica en parte por qué nunca estuvo tan lejos el palacio de la calle. O por lo menos, nunca durante una administración peronista, facción que puede ser muy criticada por diversos aspectos —desde la falta de ética hasta el anacronismo y la negligencia—, pero jamás por no leer con realismo el peligroso barro de la historia. En medio de la hecatombe, mientras se multiplican a velocidad de miedo la desocupación, el quebranto y el homicidio callejero, presentar una reforma de la justicia sin el menor consenso e inspirada por el Perry Mason de Cristina y por los prestigiosos sacapresos de su estado mayor, patentiza el distanciamiento social que el kirchnerismo mantiene hoy con la realidad pura y dura. En medio del naufragio, el capitán no puede tomar el timón ni disponer de los botes porque el dueño del barco se encapricha con no cambiar la dirección ni ahondar las pérdidas, y algunos miembros de la tripulación aprovechan la confusión y el dramatismo de la hora para agenciarse los cubiertos de plata, mientras la orquesta sigue tocando en cubierta —con el objeto de anestesiar a los incautos— aquella dulce melodía de la moderación.
No se le puede reclamar a la oposición una mano en esta estacada, si al mismo tiempo se ve obligada a convalidar una autoamnistía. Ni solicitarle que firme acuerdos históricos mientras acepta un copamiento de los tribunales. Y no se le puede pedir a la vicepresidenta que renuncie a ser quien es: aún en medio de las olas gigantes, su proyecto continúa remando con ahínco la división y la hegemonía, y piensa que el estado de excepción puede ser una buena oportunidad para sus propósitos. He aquí la gran tragedia política de nuestros tiempos. Y no es cierto, como se señala, que existen extremistas a ambos lados de la grieta. Puede haber exaltados y lenguaraces agresivos en el campo republicano, pero se trata de expresiones meramente retóricas, sobre todo si se las compara con una dirigencia real que tomó por asalto el Estado y que está decidida a romper en serio el sistema representativo (donde los acuerdos son habituales) e instaurar un partido único (donde solo exista el caudillo y la verticalidad). Esta nueva teoría de los dos demonios no hace más que encubrir los genuinos deseos de ser oficialista, pero en el fondo propone actuar como Gandhi en el patio de Khomeini.
El peronismo, como el alumno de Sartre, se encuentra frente a dos tipos de acción muy diferentes: una concreta, dirigida a un solo individuo, y otra destinada a un conjunto infinitamente más vasto, a una colectividad nacional. Es improbable que pueda realizar una “traición patriótica”, a la manera de San Martín con el imperio español, y también es inverosímil que se deje arrastrar al pozo de la indigencia. Parafraseando a Woody Allen, más que en ningún otro momento de la historia, el peronismo se encuentra en una encrucijada: “Un camino conduce a la desesperación absoluta. El otro, a la extinción total. Quiera Dios que tenga la sabiduría de elegir correctamente”.
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*Artículo publicado en el diario La Nación de Buenos Aires
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