—¿Existe el mal, doctor Seward? Quiero decir: los que queman libros, por ejemplo, no lo hacen a sabiendas de cometer un acto malvado, sino que precisamente, desde su punto de vista, están evitando la propagación del mal. Nadie es el villano de su propia historia, ¿no?
—Recuerde que yo sólo soy su psiquiatra, y que hace mucho que desterré las disquisiciones éticas de mis pensamientos. Si no, me resultaría imposible realizar algunas de las vanguardistas prácticas que llevamos a cabo en Carfax; si quiere hablar con un filósofo deberá esperar a que pase uno.
—Ya, pero es que… —me detuve porque, desde el patio, me llegó una grabación proveniente de un altavoz que nadie podría calificar como Dolby Surround y que estaba instalado en el techo de una furgoneta que avanzaba lentamente— qué casualidad, me parece que acaba de llegar.
Despegué las sanguijuelas que habían colocado sobre mis sienes y salí corriendo al exterior, viendo por el camino la cara de decepción en el rostro de Seward.
—Pero… ¿y la trepanación que teníamos programada? —acababa de enchufar su taladro.
—¡En cuanto el filósofo me de una solución empírica vuelvo, no se preocupe!
Pero al llegar al patio y entender las palabras de la megafonía, el decepcionado fui yo.
—Atención, señora, ha llegado al barrio el tapicero. Se tapizan sillas, sillones, butacas, tresillos, mecedoras, descalzadoras y toda clase de muebles y tapicerías que tenga en mal estado. No deje pasar esta oportunidad. Tapizamos en tela, escay, terciopelo, curpiel y pana. Recogemos y entregamos en su propio domicilio.
Seguí esperando, y tras el tapicero (que hizo su agosto al retapizar las paredes acolchadas de la Sala de Agitados del psiquiátrico) llegó el chatarrero, el colchonero, el melonero y el afilador. Pero no pasó el filósofo, tampoco el historiador ni el antropólogo, ni siquiera el filólogo. ¿Son ya los oficios de letras cosas del pasado? Pues puede ser, pero precisamente en el tiempo en el que menos importancia se les da a las humanidades es cuando más se rebaten verdades científicas que todos creíamos aceptadas como la utilidad de las vacunas o si la Tierra es redonda o no lo es.
Hice una señal al camión de los helados, pedí un cucurucho y me fui a dormir. Seguía sin saber si existía o no el mal, como tampoco conocía cuáles eran los ingredientes del helado azul que acababa de comprar. Da igual, estaba tan fresquito…
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