Durante mi adolescencia soñaba con ser director de cine. Todavía me veo en casa de mis padres frente al vídeo VHS, con esas cintas vírgenes en las que grabábamos películas de la televisión. Apretaba la tecla “Pause” para tratar de quitar los anuncios, pero a veces me dormía y los anuncios quedaban grabados en medio de la película. Cuando volvía a ver el film años más tarde, aparecían los spots publicitarios. Anunciaban programas de aquel entonces y yo advertía el transcurso del tiempo: nuestra cultura había cambiado, éramos diferentes y aquellas imágenes de hacía pocos años parecían trasnochadas, del pasado.
En las cintas grababa El ciudadano Kane, Roma, ciudad abierta, El acorazado Potemkin… Películas inmortales mezcladas con anuncios destinados a pasar de moda… ¿Qué es lo que hace que una obra de arte sea perdurable? La vigencia de un cuadro, una sinfonía o una película depende de la capacidad de seguir significando algo para nosotros en el contexto de la cultura actual, pese a pertenecer a una cultura del pasado. Y no porque haya aspectos cultuales que perduren, sino porque en la actualidad adquieren un nuevo significado, un mensaje novedoso que se adapta a nuestro tiempo.
Hace algunas semanas escribía en Zenda acerca de Los pájaros, de Alfred Hitchcock, película que volví a ver en Filmin con mis hijos. Hoy le toca el turno a otro título del mago del suspense, La ventana indiscreta, film que no solo vi multitud de veces en aquellas viejas cintas VHS, sino que llegué a analizar tomando notas en un cuaderno de espiral.
Una vez más, mientras busco la película en Filmin pienso que, en caso de no percibir esa vigencia, ese nuevo significado, dejaré de verla en apenas media hora, aburrido por un argumento que ya conozco y no me aporta nada nuevo. Sin embargo, comienzo a ver la primera escena de La ventana indiscreta con admiración creciente, lo cual no me sucedió hace semanas con Los pájaros. Se trata de una escena muda que se abre tras el ventanal de un piso cuyos estores suben lentamente mientras aparecen los títulos de crédito. La crítica y el propio Hitchcock siempre han interpretado este plano como el comienzo de una función teatral. El telón se levanta lentamente y nos muestra el escenario donde tendrá lugar la tragicomedia: un patio de manzana con jardines, terrazas y decenas de balcones cuyas cortinas se corren y descorren cual telones secundarios. En todos estos lugares transcurre la vida corriente de seres anónimos.
La cámara inicia un lento travelling panorámico, sale del piso donde estaba confinada y recorre lentamente el patio presentándonos a los personajes, los vecinos, para volver al interior del piso y concluir mostrándonos al protagonista del film: el espectador del teatro. Y lo hace de un modo sutilmente cinematográfico, porque el objetivo de la cámara va cerrándose en un primer plano sobre su pierna rota en cuyo yeso blanco, escrito a bolígrafo, se lee: “Aquí yacen los huesos rotos de L. B. Jefferies».
Jefferies (James Stewart) convalece en su casa debido a la rotura de una pierna que lo mantiene apartado de su trabajo de fotoperiodista y corresponsal de guerra. Mantiene un noviazgo muy abierto con la relaciones públicas neoyorquina Lisa Freemont (Grace Kelly). A ambos les gustaría formar una pareja, pero ninguno quiere renunciar a su estatus profesional: ni Jeff a sus corresponsalías en el extranjero ni Lisa a su vida de eventos y fiestas. Esta pareja en permanente contradicción, con una mujer independiente del hombre, es mucho más actual que aquella anticuada y un tanto plana que forman Tippi Hedren y Rod Taylor en Los pájaros. Lisa aparece a menudo como una moderna Eva, la tentación de Jeff que desea apartarlo del periodismo. En su primera aparición surge de las sombras cual hada, mientras él duerme sudoroso, y lo besa en los labios en medio del silencio.
Pero el problema de Jeff en la película no es tanto el dilema de emparejarse con Lisa sino otro más sutil: la disyuntiva entre la actuación y la contemplación; entre la propia vida y las vidas de los demás. Desde que está impedido por la rotura de la pierna se ha acostumbrado a pasar las horas frente a la ventana, espiando subrepticiamente a los vecinos. Cuando lo visita Lisa, en vez de compartir conversación con ella, se dedica a mirar por la ventana con los prismáticos o el teleobjetivo de su cámara.
Antes he comparado el ventanal y el patio de manzana de La ventana indiscreta con un escenario; pero, ¿y si los estores no fueran el telón de un teatro sino las ventanas de Windows? ¿Y si lo que vemos a través de las ventanas no fuera una obra dramática sino una red social? Los personajes secundarios de la película, esos seres anónimos, ya no serían actores, sino personas reales, como las que se exhiben todos los días en Facebook o Instagram; y ya no habría diálogos entre ellas, sino que se wasapearían o tuitearían.
Las redes sociales nos producen ese extrañamiento de nosotros mismos que aceptamos con naturalidad: estamos con nuestra pareja o con nuestros hijos cuando, en realidad, estamos hablando con un primo de Granada, o con un grupo de amigas de la universidad. Y por el contrario, cuando estamos con éstos, enviamos mensajes a hijos y parejas para saber qué tal están en nuestra ausencia. Esto no denota que queramos más o menos a unos u otros, sino que nuestra vida se desplaza hacia un mundo paralelo, hacia un mundo virtual donde predominan las apariencias, como en el teatro. Más allá del ventanal que da al patio de manzana todo es irreal. Y lo es porque no podemos participar en ello. Es este el motivo por el cual ese exterior lo percibimos como una novelización: es más verídico que nuestra propia vida, pero también es falso.
Prueba de todo lo anterior es la trama policiaca que constituye la columna vertebral de la película: el uxoricidio cometido por un viajante grueso que vive con su mujer enferma, quien pasa el día zahiriéndolo, quizá por la propia impotencia de estar inmovilizada. El caso es que el viajante se harta de ella y comienza a salir y entrar en plena noche con grandes maletones, mientras la persiana del dormitorio conyugal permanece bajada. Jefferies intuye que en los maletones viaja el cuerpo descuartizado de su esposa y encarga a Lisa que se entere de cómo se llama el individuo, a qué se dedica y si su esposa sigue en casa. Pronto se enteran de que su nombre es Lars Thorwald y trabaja de viajante de joyería.
Pero nada de lo anterior lo sabemos a ciencia cierta. Es como cuando cotilleamos un perfil de Facebook e intuimos que tal persona puede ser el hermano de la chica del perfil, por las caras de ambos, por sus gestos o por el modo en que posa el brazo sobre los hombros de ella.
Pese a nuestra evasión al mundo virtual, siempre hay un momento en que la realidad nos alcanza, un instante en que nos la encontramos frente a frente y no podemos esquivarla ni ocupar el cómodo papel de voyeurs. En La ventana indiscreta esto sucede cuando Thorwald advierte finalmente que Jefferies lo espía para saber si mató a su mujer. Al no conseguir averiguarlo sin involucrarse, debe llamarle por teléfono y advertirle que sabe que lo hizo. Si realmente sucedió, notará la preocupación en su cara y podrá conseguir pruebas para incriminarlo.
Desde el plano simbólico, este descenso de lo virtual a lo real entraña que cuando decidimos participar de la vida en vez de vivirla como observadores afrontamos riesgos, y podemos salir derrotados o victoriosos. Es, en esencia, el dilema shakespeareano entre la acción y la omisión.
La idea anterior se encarna argumentalmente en un plano en el cual Thorwald entra finalmente a la casa del fotoperiodista y le lanza una mirada asesina: es Thorwald, ya no es su reflejo en una red social. Se trata del instante mágico en que se cruzan lo real y lo virtual, internet y la vida. A partir de ese momento, el viajante se acerca a Jefferies para matarlo y a éste se le ocurre la ridícula idea de dispararle flashazos que lo inmovilizan por un segundo en su camino hacia él. En breves momentos lo estrangulará en su silla de inválido voyeur. Hasta que, como no puede ser de otro modo en el cine de la época, se desencadena el innecesario e inevitable happy end: la policía, acompañada de Lisa Freemont, lo salvan in extremis y detienen a Thorwald. Sin embargo, el happy end no cambia las cosas: el verdadero conflicto no es la comedia versus la tragedia, ni el bien versus el mal, sino el ya referido entre lo real y lo virtual. Lo virtual, cuando se estrenó la película en 1956, podía ser el teatro, el cine; ahora, lo virtual es internet, mientras que la vida apenas ha cambiado, sigue siendo parecida con sus alegrías y tristezas.
Hace ya tiempo que tiré a la basura mis viejas cintas de vídeo VHS, que rebobinaba una y otra vez para analizar los planos, para ver las escenas, para esquivar los anuncios… Ahora, con Filmin, la comodidad es total: ya no hay soportes reales, ya no hay objetos que tocar, tan solo el fantasma en tonos pastel de las imágenes de Hitchcock, que permanecen vigentes pese al paso de las décadas.
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