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‘Le llaman Bodhi’: Verano sin fin

‘Le llaman Bodhi’: Verano sin fin

Ocho años antes de aprender kung-fu para Matrix, Keanu Reeves aprendió a hacer surf para esta gran película de acción que aun teniendo escenas espectaculares y fotografía de postal, está por encima del blockbuster de verano típico de los 90. Ese algo es el tristemente fallecido Patrick Swayze (pronúnciese «Suéisi»), un diablo con quien uno se iría hasta el fin del mundo antes de darte cuenta de que ya le has vendido tu alma. Hay quien la llama película de culto, pero me cabe la duda de cómo de conocida o apreciada es ya varias décadas después. Todo el mundo tiene debilidades más o menos justificables, y ésta es una de las que recomiendo ver o revisitar.

Swayze era un tío muy guapo de cara, pero no en plan relamido adolescente que se lleva ahora, sino guapo de postal pero con consistencia. Nada que ver con John Wayne o Gary Cooper, pero con su punto. Antes de que se llevara lo del metrosexual, él ya lucía pómulos altos y además tenía una gran elegancia al moverse, producto de haber hecho ballet clásico y patinaje (era hijo de coreógrafa), pero sin ir de blandengue para nada. En 1987, tiempos donde lo que mandaba en las carteleras eran los musculazos de culturista de Stallone y Schwarzenegger, él provocaba agua de limón a base de enseñar a bailar en Dirty Dancing. Años más tarde, no se le cayeron los anillos por hacer de travesti en A Wong Foo: gracias por todo. Eso es un hombre seguro de sí mismo. Swayze murió el 14 de septiembre de 2009, a los 57 años, y a pesar de que es más conocido por Dirty Dancing, Ghost y la serie Norte y sur, a mí siempre me ha parecido que su mejor papel es éste de Bodhi, el surfero veterano y peligroso que arrastra a jóvenes, jóvenas y hasta agentes del FBI al lado kamikaze de la vida.

[Aviso de destripes contra las olas en todo el texto]

En cualquier película que protagonizara, a mí siempre me daba la impresión de que se tomaba sus papeles extremadamente en serio, y que el film (nunca llegó a protagonizar grandes obras de arte, por otro lado) salía mejor de lo que hubiera podido en su ausencia. Dirty Dancing, por ejemplo, estaba planeada para irse casi directa al videoclub tras una semanita o dos en los cines. En vez de eso, fue un pelotazo por todo el mundo, Swayze fue nominado al Globo de Oro, y la película se convirtió en la primera en la historia en vender un millón de cintas de vídeo. Su frase “nobody puts Baby in a corner”, con la que rescata cual caballero andante a la adolescente sobreprotegida por sus padres, se convirtió en el sueño ideal de la muerte de púberes y prepúberes por todas partes, deseosas de que las dejaran llegar media hora más tarde a casa. Y de sus madres, deseosas de un guapetón que las saque a bailar y luego les dé un revolcón a la luz de las velas.

Lo mismo puede decirse de Norte y sur y Ghost. La primera intenta ser un Lo que el viento se llevó para la pequeña pantalla, con pasiones desatadas, bellos traumas guerreros, bailes entre cañones y galantes caballeros sureños (Swayze era de Texas) que sacan a la señorita ‘Calata a marcarse un vals antes de partir a cumplir con su deber por la patria a pesar de no compartir sus equivocados ideales. Su papel, el de atormentado gentilhombre del sur, pleno de ardor guerrero, anticuado sentido del honor y perfectos modales sobre todo para con las mujeres, era el más lleno de tópicos, pero él lo convierte en creíble, a base de mandíbula prieta e intensa mirada azul acero. Ghost, por su parte, es una historieta romántica de fantasmas y amor tras la muerte y la desgracia, donde de nuevo él se apaña para sacar metal valioso donde no lo hay, pasando por encima de Demi Moore y de Whoopi Goldberg sin problemas. Y bueno, lo de moldear barro, convirtiendo materia blanda en (ejem) dura, a base de humedecerla y manejarla, pues que cada uno lo valore e interprete como quiera, si es que tiene más de una lectura.

Y por fin, esto mismo pasa en Le llaman Bodhi. Puede quedarse en una simple historia medio tonta de balas, surferos, paisajes exóticos y deportes semi-extremos (y se disfruta mucho viéndola solo como tal, por cierto), pero la presencia de Swayze electriza cada escena en la que sale. Bodhi es un surfero adicto a la adrenalina que atrae a su alrededor una corte de jóvenes en busca de diversión a base de testosterona: sol, playa, tías buenas, fiestorras en casas enormes donde todo es de todos y todos son de todos, hogueras en la arena, partidos de fútbol americano nocturnos a la luz de faros de todoterrenos… La cumbre de lo cool. No «guay», ni «molón», ni «prestosu», ni ningún otro adjetivo español vale. Bodhi es cool, y quien lo ve, de mayor quiere ser como él. Owen Gleiberman, crítico de Entertainment Weekly, escribió en su reseña: “Esta película hace que los que no nos pasamos la vida buscando el subidón definitivo nos sintamos como ciudadanos de segunda clase. Convierte la temeridad atlética en una nueva forma de aristocracia”.

Eso es exactamente lo que Bodhi encarna. Quien mola es él, y los demás son muertos vivientes. Aunque no se menciona en ningún momento las edades de ninguno de los personajes, está claro que la intención es que Bodhi sea década y media, al menos, mayor que la pandilla que lo rodea. Como curiosidad, Swayze tenía 39 años cuando se rodó el film, y es la edad perfecta para Bodhi. Todos los veinteañeros que lo rodean, y que podrían estar pensando que lo del surf, las hogueritas y las fiestuquis es una fase pasajera para veranos y fines de semana, fase que se les acabará pasando en cuanto papá corte la paga y mamá llame a cenar, tienen un atrayente ejemplo de cómo la fiesta puede durar toda la vida. Grommet (Bojesse Christopher), uno de sus acólitos, resume lo que la ex de Bodhi, Tyler (Lori Petty), define como “esa mierda banzai que predica”: “No voy a vivir para llegar a los treinta”. Pues Bodhi lo ha hecho. Ha encontrado la manera de alargar el orgasmo, y la gente se le pega, preguntándole, como Marcos Mundstock de Les Luthiers: “¿Nos puede decir cómo hace?”.

La cita de Gleiberman puede ser una exageración (y que quede claro que se refiere a la vida vista desde el punto de vista de Bodhi, no a que él apoye tal idea), pero por ejemplo, cuando la banda de Bodhi se tira en paracaídas arrastrando con ellos al agente del FBI Johnny Utah (Keanu Reeves), no es difícil que te entren unas ganas tremendas de darte un homenaje similar, tras sentirse como un idiota por no haber probado nunca a hacerlo, aunque sea sin haber robado unos cuantos bancos antes. Ese tipo de sentimiento que provoca pensamientos de “quién pudiera ser así y disfrutar de estas cosas” es lo cool. Luego lees que ninguno de los tres protagonistas sabía surfear (Swayze había subido a una tabla “un par de veces”, Reeves nunca, a pesar de ser hawaiano, y Petty nunca se había metido siquiera en el mar), y que Swayze saltó 55 veces en paracaídas para la filmación, y te entran ganas de dejarlo todo y planear una secuela para rodarla durante el puente del Pilar con cuatro colegas y una videocámara del Media Markt. Luego te llega la hipoteca y te acoquinas.

Sin embargo, dentro del círculo de iniciados de Bodhi hay un círculo aún más exclusivo, y “aristocrático”, por usar la frase de Gleiberman, que es el de los que están dispuestos a hacer algo drástico para alargar ese estilo de vida: asaltar bancos para pagarse los viajes alrededor del mundo en pos del verano eterno, donde este vaya yendo, y añadir además otra fuente de adrenalina, esta no de quita y pon. Esto va en serio, y como no pilles la ola bien, te vas a la cárcel, y se acabó el verano, y el otoño, y la primavera y todo. El papel de Bodhi aquí es el de reconocer quién puede llevar ese gen extremo dentro y explotarlo. Así se ha hecho su banda de acólitos.

La filosofía de Bodhi es mantener vivo una especie de espíritu humano primigenio basado en la excitación permanente, espíritu que está quedando arruinado por toda esa gente metida en sus “ataúdes de metal” en el atasco de tráfico de cada mañana camino del trabajo. El hecho de que la banda se llame «de los expresidentes», usando máscaras de Reagan, Carter, Johnson y Nixon, no es casual. Es una rebeldía contra los políticos, los que ordenan la sociedad. Rebeldía siempre muy popular, como prueba el mero hecho de que existan máscaras de expresidentes, para empezar, pero que rara vez va más allá. Todos los políticos son caricaturizados en viñetas y televisión, pero el sistema nunca cambia. Unos cuantos chistes más o menos crueles y ya está. Por otra parte, los bancos son fuente de dinero, pero más fácil sería quizá robar otros sitios de menos riesgo. Aunque no hay ninguna diatriba explícita antibancaria (que sería fácil hoy, pero inexistente en unos 80 alargados, que es cuando estamos), los bancos no dejan de ser parte del statu quo, y los atracos reflejan la ideología inconformista, aunque limitada, de Bodhi, cuya contestación no se dirige a querer mejorar la sociedad, sino a buscar una forma de alimentar su hedonismo, burlándose brevemente de su enemigo ideológico, y luego saliendo por piernas, a la vez que disfruta de sus beneficios, en forma de dinero, viajes y tecnología. La admiración que despierta Bodhi está muy lejos de ser la que podrían provocar Gandhi o incluso Robin Hood.

No obstante, esta banda no está a su altura, ni mucho menos. Ninguno de sus componentes, tres surferos y un matarife de cuchillo fácil, parecen demasiado interesados en filosofías, y cuando las cosas se empiezan a torcer, se convierten en marionetas en manos del gurú. El principio del fin de Bodhi viene por no darse cuenta de lo lejos que está yendo, y de ignorar que no lleva compañeros de viaje adecuados. El agente Johnny Utah sí que tiene este gen, y Bodhi se lo encuentra enseguida. Utah, obviamente, sigue a Bodhi sin chistar, ya que está buscando infiltrarse entre la tribu local de surferos para descubrir cuáles de ellos están robando los bancos, pero su experiencia va más allá del encontrar un simple disfraz. Utah disfruta de todos los elementos de la vida surfera, como la actividad física, el sexo fácil y las noches de juerga, pero a ello añade su propia capa de adrenalina extra: la incertidumbre, el conseguir engañar a un montón de personas, el riesgo de ser descubierto, el vivir una doble vida, el aprender a dominar a la naturaleza en forma de las olas y la tabla de surf, e incluso el ligar a base de mentiras. Un detalle que puede pasar desapercibido es que Bodhi reconoce a Johnny como antigua estrella de fútbol americano universitario, y por una gloriosa noche, Johnny vuelve a estar bajo unos focos nocturnos lanzando pases, haciendo bloqueos y marcando touchdowns. Revive sus sueños de juventud, la carrera deportiva que no pudo tener, y la excitación de ser admirado por sus proezas físicas. Mientras que para el grupo de surferos la cosa acaba al salir del mar, Johnny vive un chute permanente, pasando de surfear en plena noche a acostarse con Tyler en la playa a irse a toda prisa a una redada a la mañana siguiente y a luego aguantar el chorreo del jefe. Total, tío.

Supongo que no faltará quien vea en Bodhi y Johnny la típica lectura homoerótica. Que en el fondo éstos lo que quieren es desayunar los fluidos corporales del otro. Pues allá cada cual, pero me parece una postura (ejem) tremendamente decepcionante, limitadora y hasta castrante. Si cada vez que una persona se lleva bien con alguien de su mismo sexo significa que desea meter la cabeza entre sus piernas, la gente no haría otra cosa en la vida. Aquí se trata de cosas como el aprendizaje, la admiración, el descubrimiento de cosas que no habías sentido antes, cosas que apelan a centros de placer de todo tipo (intelectual, emotivo, sensorial, vital, etc), porque significan hacer progresar tu personalidad y hasta tu ego, pero no tienen por qué manifestarse en lo sexual. Puede ser quien sepa hablarte de filosofía, o quien te sepa contar cuentos, o cantar canciones, o ir en moto, o contarte cosas que no sabías. Puede ser de tu misma preferencia sexual o no. Puede ser mayor o de tu misma edad, pero no tienes por qué desear compartir experiencias sexuales con esa persona. Johnny piensa que Bodhi es la caña, pero luego se va a tirarse a Tyler concienzudamente. Por su parte, Bodhi lo que busca no son efebos a los que manosear (al menos que veamos), sino ser el centro de atención: ser admirado, incluso idolatrado, que es una de sus drogas. La falta de mujeres en la banda probablemente sea una simple señal de que Bodhi aplica su personal sistema de selección natural: aquí no vale cualquiera para esto, y si para él las tías no valen, no vienen.

Lo cual me parece otro acierto, la verdad. Porque la película, a todo esto, está dirigida por una mujer, Kathryn Bigelow, la única en la historia en ganar un Oscar a la mejor directora (por En tierra hostil, o The Hurt Locker), que de aquella estaba casada con James Cameron, y lo más elogioso que se puede decir (y en ese sentido lo digo) es que no se nota que la directora sea mujer. Nada de convertir la peli en un estudio subliminal en temas de feminismo y denuncia social: es un grupo machista y basado en la testosterona, y así se refleja, pero sin una directora blandiendo tijeras de capar. Tampoco se convierte en una excusa para mostrar a superwomen de diseño, rollo ángeles de Charlie, que lo mismo te montan una moto que te roban un banco sin despeinarse, en escorzo y con el culo en pompa. La única chica de la historia es Tyler, que es pequeñita, menudita, avispada, respondona, y cuando un tío la rapta, no puede con él, lo cual es normal. Nada de derribar tíos como castillos con un tacón en el ojo y cara de mala leche de diseño. Y por último, tampoco es un documental intimista, a ratos agónico, a ratos modoso, sobre la soledad, y el abandono, y la adaptación a una sociedad que blablablá en medio de música emo. Nada de eso. Es un pedazo película de acción con unas secuencias de acción, valga la redundancia, cojunudas, valga el taco. La persecución a pie de Bodhi y Johnny es una pasada, y un curso de cómo usar una steadycam para que se vean las cosas, no como se hace en películas posteriores, que no se ve un pimiento. Los saltos en paracaídas son visualmente impresionantes, y las escenas de surf están filmadas con gran belleza. Todos los efectos, hechos antes del ordenador para todo, aguantan perfectamente hoy en día y no dan el cante en absoluto.

El final también está muy bien, que es donde patinan mucha pelis de buenos y malos. Obviamente, no se puede perdonar lo que hace Bodhi dejándolo librarse, pero la forma en que se le aplica su castigo resulta muy apropiada. Parecerá hasta ñoña, según se mire, pero muestra hasta qué punto a Johnny se le ha metido la droga de Bodhi en el cuerpo: lo ha perseguido por medio mundo, sin dejar de surfear. Sabía dónde iba a acabar su viaje, porque Bodhi ya le había dicho dónde estaría ese otoño, en esa apocalíptica tormenta de los 50 años que producirá “the biggest surf the world has ever seen – and I will be there”. A pesar de todo, ambos llegan allí, y muestran las peculiares reglas que se han hecho los dos, aisladas de las leyes del mundo que les rodea: Johnny miente a la policía australiana y no detiene a Bodhi, dejándolo que se mate él solo de la forma que siempre quiso, terminando sus días siguiendo su propio código. Llegados a este punto de la historia, Bodhi ha creado tal mística en torno a sí mismo que aunque nos dice que “hay acantilados por los dos lados, y no me voy a ir nadando hasta Nueva Zelanda”, acabamos pensando que quizá encontrará una forma de librarse. O mejor no, porque ¿cómo va a encontrar una manera mejor de cerrar su leyenda?

(La lista de todas las reseñas de este blog, por orden cronológico, puede encontrarse aquí)

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