Corría un mes de agosto tan tórrido como este que ahora atravesamos —desajustes del calendario juliano aparte— cuando la reina Isabel de Castilla dio por fin audiencia a aquellos dos hombres. Uno, fray Hernando de Talavera, confesor de la reina, hombre de confianza y benefactor de muchas de sus conciencias; el otro, un andaluz achaparrado, de ojos diminutos y pelo rizado, de quien tanto se oía hablar. Ya habrán adivinado que aquella canícula de agosto no era otra que la que anestesió el famosérrimo año de 1492, y el achaparrado personaje no era sino Antonio Martínez de Cala, conocido por muchos como «El Maestro», y aclamado por la historia como Antonio de Nebrija. En sus manos llevaba varios tomos de lo que sería, previa publicatio, la primera gramática de una lengua latina jamás impresa. No les fue difícil vender el producto a la reina, pese a que esta lo había rechazado anteriormente: la lengua vernácula, el idioma que poco a poco se desembarazaba del latín para abrirse paso en territorio viejo y nuevo, necesitaba fijarse y potenciarse. En los meses posteriores, Colón llegó al supuesto Cipango… y el resto es historia.
En algún lugar del párrafo anterior se dice que el castellano se desembarazaba del latín, pero esta afirmación ni puede ser tan peregrina ni es del todo exacta. Durante la Baja Edad Media se había producido un deterioro del latín clásico, menoscabándose con barbarismos de todo tipo, y deteriorando traducciones e interpretaciones. Utilizo estos verbos, «menoscabar» o «deteriorar», intencionadamente pese a su rechazo en la lingüística moderna, pues el Renacimiento había venido para recuperar la pureza y el esplendor grecolatinos, en todos los aspectos de la sociedad, también en el lingüístico. Paradójicamente, otro frente se pertrechaba en el sentido contrario: algunos humanistas reivindicaban la lengua vernácula, el pequeño reducto de lengua regional que, como decía al inicio, se abría paso en contraposición a la vieja lengua del imperio. En este sentido, nombres tan importantes como Petrarca o los Medici, por ejemplo, empujaron con fuerza.
El profesor Nebrija supo entender toda esta mezcolanza, y el resultado es la Gramática, una composición que se adelanta varios siglos al concepto lingüístico que imperará hasta la modernidad. Estudioso profundo de la lengua latina, comprendió que el castellano y el latín no eran dos entes abstractos y ajenos, sino que la vernácula era una lengua heredada de aquel viejo código que vertebró Roma. De alguna manera, en él se unían las dos tendencias humanísticas: los que se decantaban por el latín como lengua de estudio y los que veían en las lenguas locales el futuro de la lingüística. Entre su legado, por ejemplo, encontramos el hecho de establecer la gramática como base de cualquier estudio, postulado que asumió la moderna ciencia lingüística contemporánea. Su división en ortografía, prosodia, etimología y sintaxis se mantuvo como la segmentación canónica hasta la Edad Moderna. Sus categorías gramaticales —sustantivo, verbo, adjetivo, pronombre, adverbio, conjunción, preposición— se mantienen inamovibles todavía hoy. No será hasta cuatro décadas más tarde, por cierto, cuando la lengua de Italia, a la vanguardia de los estudios lingüísticos en siglos anteriores, cuente con una gramática similar. Cuando pocos meses después, la reina comprendió que tenía frente a sí un nuevo horizonte por colonizar, recordaría el caluroso agosto de 1492, y la tarea ímproba de aquel hombre de ojos pequeños y cabello rizado: gracias a su estudio, unificaba un mismo código en todo el terreno, condición indispensable dentro de la política expansionista española que vertebraría el nuevo imperio.
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