Y bien, Cuarentenario, que sigo aquí encerrado. Sólo que esta vez no me estoy quejando. Te escribe estas palabras un reo feliz. Entiendo que allá afuera el mundo está viniéndose abajo —y si estoy confinado es por no contribuir a esa debacle— pero he aquí que a lo largo de nuestro silencio contraje una vibrante claustrofilia. No esperes, por favor, que entre en detalles; bástenos con saber que el asunto no está en la longitud de la reclusión, como en la calidad de la correclusa. Gracias, su señoría, por rechazar mis previas apelaciones.
Hace tres días se fue el libro a la imprenta. Espero no te importe que los haya invertido en holgazanear sin medida, pausa, recato o contrición. Ya que Cancún e Ixtapa no están disponibles, nos hemos malogrado alegremente en la comodidad de nuestro bungaló (bungalow, le llamamos, por cuestiones de estilo). Situado un metro arriba del jardín, bajo una enredadera tan espesa que da cobijo a pájaros y ardillas y alcanza a guarecerte de las lluvias ligeras, el bungalow (bong-a-lou, por favor) funciona entre semana como mi oficina; luego, en días feriados, el espacio se entrega al hedonismo. Cerveza, vodkatónic, whisky en las rocas, piña colada, bloodymary, amén de otros manjares y caramelos reconstituyentes, según manden el clima y el humor. Y arriba, abajo, atrás, el aliento del bosque: nuestra brisa mental.
Te preguntarás cómo he logrado evitar la revoltura del placer y los negocios, y acaso la respuesta quede en labios de la mítica Xaviera Hollander: resulta que el placer es mi negocio. No niego que de pronto me gana el desconsuelo, pero hasta hoy no ha habido un desaliento que resista el efecto benéfico del bungalow. Paso aquí siete días, entre tiempo de playa y horas hábiles, y hay sábados en que nos dan las nueve y seguimos tendidos bajo la enredadera, escuchando cds de Seu Jorge, Maria Rita y Ney Matogrosso en el viejo Bang & Olufsen que en otros años fue El Tesoro de este hogar. Asuntos de hedonismo, ya me entiendes.
Se sabe que en la cárcel no caben los secretos y esta chirona VIP no ha sido la excepción. Conoce uno a la gente tras las rejas, y lo sé porque a media adolescencia tuve a mi padre preso y a mi madre llorando junto a mí más de catorce meses, y fue así que los tres nos conocimos a extremos de otro modo inconcebibles. Me recuerdo, además, enamorado en horas escolares —es decir, a toda hora—, y acaso avergonzado de que incluso en mitad del derrumbe imperante pudiese ir y venir con la sonrisa tiesa de un morfinómano. No te oculto, por tanto, Cuarentenario amigo, que en tu ausencia ha crecido la sensación de estar viviendo días decisivos. O, si así lo prefieres, la certidumbre de no ser el mismo que entró aquí cinco meses atrás, cuando al bungalow le llamaba “oficina” y no sabía aún de las grandes ventajas de la correclusión. ¿Qué quiere que le diga, señor fiscal? Soy culpable de todo, no caben atenuantes, me he ganado este encierro. ¿Dónde firmo?
Qué maravilla de descripción una forma ligera y agridulce de describir el encierro en tiempos de caos de pandemia.