Poco antes del estallido de la Revolución, apenas una cuarta parte del país hablaba francés. Pese a que, durante siglos, la monarquía había pretendido instaurar el idioma del norte como único, lo cierto es que la interminable amalgama de viejos códigos seguía vigente; entre ellos el catalán, que mantenía esa vigencia en el sur. Con la llegada de la Revolución, con la aparición de la Asamblea Constituyente, los territorios que intentaban hacer pervivir sus lenguas vieron abierta la posibilidad de revalorizar estos tesoros regionales. Al inicio se planteó, incluso, la posibilidad de traducir la Constitución a todos los idiomas. Pero, finalmente, la Revolución Francesa no sólo aceptó el centralismo, sino que lo radicalizó hasta límites inimaginables. Y uno de los pilares de este centralismo era, por supuesto, el monolingüismo. Es entonces cuando se acusa al rey de fomentar la diversidad lingüística para que sus súbditos no pudieran entenderse y favorecer así la ignorancia. Y la persecución se recrudece: no se podrá redactar documento alguno en catalán, ni público ni privado; los funcionarios que no hablen francés serán llevados a prisión; aquel que registre un acuerdo o contrato en otro idioma también conocerá las mieles del calabozo; se destierra cualquier vestigio de estas culturas, más allá de la lengua, de toda educación.
Más de dos siglos después, el idioma catalán en Francia no se recuperado de este golpe. Apenas tiene incidencia en la vida privada, y no digamos ya en la pública, donde no aparece por ninguna parte. Sin embargo, hace unos días, en el programa francés equivalente a La Voz Kids español, apareció un niño cantando en catalán, con visible orgullo, ante las miradas atentas y emocionadas del público galo. Se daban todos los condicionantes para hacer estallar el termómetro buenista: niños, opresión, discriminación, libertad, blablablá. No tardó en aprovechar el episodio un sector independentista que, en redes sociales, alabó la valentía del crío: un mártir de la lengua. Añadían, además, que los franceses eran maravillosos, pues se emocionaban al ver cantar así, en catalán; no como los españoles, a los que les cuesta aceptar una aparición como esta en prime time.
Sorprende que los independentistas catalanes se agarren al modelo francés para defender la lengua. Desde aquel lejano episodio de la Revolución con el que se abre este texto, las lenguas minoritarias son vistas allí precisamente como se vio la actuación del niño en el programa, es decir, como un mero folclore que no tiene importancia más allá de la romantización buenista de siempre. Huelga decir que en España las actuaciones en catalán, en prime time o cuando sea, se cuentan por miles; que los músicos que cantan en este idioma llegan a lo más alto de las listas también fuera de Cataluña; que salen a la luz cada año innumerables libros, documentales, películas o discos que se aceptan con naturalidad y con éxito en el resto del país. De la comparación en el tratamiento oficial no hace falta hablar. Lo que sí podemos decir es que en Francia no se utilizan las lenguas como arma arrojadiza, pese a todo. No son una fuente de conflicto. Pero ¿asumir su política «un Estado, una lengua»? Al contrario de lo que dicta ese lema, al contrario de lo que dicta la historia de Francia, y al contrario de lo que piensa algún político aquí, la mejor manera de que conviva el catalán con sus hablantes no es en contra, sino radical y terminantemente a favor del plurilingüismo.
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