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Judy Garland al final del camino de adoquines amarillos

Judy Garland al final del camino de adoquines amarillos

En 1951, momentáneamente apartada de la gran pantalla tras su ruptura con la Metro, el estudio que fue su casa desde 1937, Judy Garland dio una serie de recitales en el London Palladium que terminaron de aquilatar su mito como cantante. Tanto en aquella temporada como en las diecinueve veladas, en las que en octubre de ese mismo año se presentó en el Palace de Nueva York, Judy se acercaba al borde del escenario y lloraba al entonar Over the Rainbow, una de las canciones más hermosas del amado siglo XX, pieza señera de su repertorio. Qué lejos se le había quedado aquella Dorothy Gale —el personaje de su vida, la muchacha que cantaba al arcoíris— y aquel camino de adoquines amarillos que habría de llevarla a la Ciudad Esmeralda.

“Un día me darás la espalda. No te irás mirándome a la cara. Nadie lo hace”, aseguró en cierta ocasión a Dirk Bogarde, coprotagonista junto a la antigua estrella de la Metro de Podría seguir cantando (Ronald Neame, 1962). Fue aquella la cinta postrera de la diva desvencijada. “Judy es genial, pero está destrozada”, comentó el actor durante su rodaje. En esa misma filmación, la actriz había intentado quitarse la vida dejándose caer, en el baño de la suite del hotel londinense donde se alojaba, de tal forma que su cabeza golpease con el canto de la bañera. Lo único que consiguió fue detener el rodaje durante una semana, el tiempo que estuvo hospitalizada. El intento era novedoso por el procedimiento. Pero, desde luego, no era la primera vez que intentó matarse Judy Garland. En Hollywood ya estaban acostumbrados a que se cortase las venas e ingiriese por tubos los somníferos y los estimulantes, con los consecuentes pleitos por los incumplimientos de los contratos y las curas de reposo que no servían para nada.

"Siempre recordó aquel tiempo, pisando aún el camino de adoquines amarillos, como uno de los periodos más felices de su vida"

Si esa tristeza, consustancial a la vida desdichada, que dicen abruma a los payasos cuando no ejercen, puede atribuirse a una estrella del cine musical, el género más optimista de la pantalla clásica, ésa fue Judy Garland. Siempre quiso a su público tanto como el Respetable a ella: “Me gustaría poder llevármelos a casa conmigo”, confesaba. Y su entrega a la afición fue tan grande y temprana que acabó requiriendo pastillas para dormir y para levantarse, para no comer, para no beber, para sosegarla… Pastillas, en definitiva, para dar la talla en cualquier momento y bajo cualquier circunstancia. Semejante medicación fue el origen de la destrucción de una estrella que se ganó arrebatadoramente al público por primera vez cantando Jingle Bells en la sala de cine que regentaban sus padres en Grand Rapids (Minesota). Fue entre dos proyecciones, corría 1925 y no hacía mucho que la pequeña Frances Ethel Gumm -Judy Garland fue el nombre que le propuso un compañero en uno de sus primeros espectáculos- había aprendido a hablar: solo contaba tres años.

Y apenas tenía dos más cuando debutó profesionalmente junto a sus hermanas en el Biltmore Hotel de Los Ángeles. Su voz era tan potente y su técnica tan lograda que, al interpretar I Can’t Give You Anything But Love, algunos se creían que era una enana escondida en un coro infantil. Ya sin sus hermanas y algo más crecida la descubrió Joseph L. Mankiewicz, quien convenció a Ida Koverman, la secretaria de Louis B. Mayer, que siempre ejerció una proverbial influencia sobre su jefe, para que el presidente de la Metro escuchara al pequeño portento. No hizo falta más, ni siquiera la habitual prueba de cámara. Tras una pequeña audición, Mayer ofreció un contrato a Judy Garland cuando ella sólo contaba catorce años.

Terminó el bachillerato auspiciada por la Metro. Iba a clases junto a Lana Turner y Mickey Rooney, otros adolescentes tutelados por el estudio. Siempre recordó aquel tiempo, pisando aún el camino de adoquines amarillos, como uno de los periodos más felices de su vida. Mayer personalmente le obsequió su primer reloj de pulsera. Junto a Rooney formó la pareja de “estrellas de cine más jóvenes y populares del mundo”. Al menos eso era lo que decía uno de los eslóganes de la Metro. Pero fue Dorothy Gale, y su regreso a Kansas desde el país de Oz, quien catapultó a Judy Garland al parnaso cinéfilo y al limbo de la infancia infinita.

"El público la adoraba por su vitalidad, por su espontaneidad y por su simpatía"

Verdadero prodigio para la canción y para el baile, todo era epifanía para la joven Judy en los meses que siguieron al estreno de El mago de Oz (Victor Fleming, 1939). El público la adoraba por su vitalidad, por su espontaneidad y por su simpatía. Tres de las virtudes del musical estadounidense, género del que la aún incipiente estrella sería uno de sus principales iconos. Sí señor, todo era dicha. Hasta que Mayer empezó a reparar en la propensión a la obesidad de su joven portento. Como es frecuente entre las personas vitalistas, el buen apetito de la actriz —que además desarrollaba un ejercicio considerable—, rayaba en la voracidad. Tartas, pasteles, chocolates… Mayer personalmente le impuso una dieta a base de consomés. Para cerciorarse de que no comía otras cosas compró las delaciones de la amiga, con quien la actriz compartía su apartamento. Mayer llegó a pagar a la propia madre de Judy, Ethel Marion Minle —intérprete de vaudeville antes de convertirse junto al marido en exhibidora cinematográfica—, para estar siempre al corriente de la alimentación de la muchacha. Aquella debió de ser una de las primeras decepciones que deparó la vida a la estrella temprana. Sin embargo, lo peor aún estaba por llegar.

Una de las primeras indicaciones de las anfetaminas es mitigar los apetitos insaciables. A comienzos de los años 40, la Bencedrina —una de las primeras marcas con la que se comercializaron estos estimulantes en Estados Unidos— podía adquirirse sin prescripción médica alguna. Aún quedaban unas cuántas décadas para su prohibición. Sin ir más lejos, en la España del tardofranquismo, los hippies, cuando querían Bustaid —metanfetamina—, lo compraban en la farmacia. Contaban que era con el objeto de que su madre adelgazase y no tenían mayor problema. Con la misma alegría, la Metro comenzó a suministrar Bencedrina a miss Garland. Ese fue el principio del fin de la joven prodigiosa, que empezó a subir y a bajar al ritmo de las pastillas. Los primeros desequilibrios no tardaron en manifestarse.

"Privaba como si los cócteles fueran a terminarse. El alcohol es una pieza fundamental en todas las autodestrucciones"

Con todo, es de entonces de cuando datan esas deliciosas comedias musicales en las que la dirigió el gran Busby Berkeley: Los hijos de la farándula (1939), Armonías de juventud (1940), Por mi chica y por mí (1942). En esta última interpretó por primera vez a un personaje adulto. Su reparto fue el primero que protagonizó junto a Gene Kelly. Ese precisamente, el del crecimiento, un clásico en la trayectoria de los niños prodigio, que al hacerse mayores dejan de dar dinero, fue el primero de sus roces con la Metro. Queriendo para ella una quimérica adolescencia eterna, a Mayer no le hizo ninguna gracia que, en 1941, cuando la estrella solo era una muchacha de diecinueve años, contrajese matrimonio con el director de orquesta y futuro autor de bandas sonoras David Rose.

Pero la vida sentimental de Judy —que tuvo su gran amor en el público— habría de ser tan tumultuosa como suele serlo la de las personas desequilibradas. Separada de Rose en el 44, un año después se casaba con Vincente Minnelli, uno de los grandes maestros del musical y todo un capítulo en la historia de la Metro. Con Minnelli, además de engendrar a la más digna heredera del genio de sus padres, Liza Minnelli, protagonizó dos de las obras maestras del género. La primera fue Cita en St. Louis (1944), en cuyo rodaje se conocieron; la segunda, El pirata (1948). Su colaboración fue tan perfecta que nadie hubiera dicho que Judy, antes de conocer a su segundo marido, para superar el complejo de inferioridad que le produjo que el director de orquesta Artie Shaw —uno de los grandes de la era del swing— la abandonase para casarse con Ava Gardner y Tyrone Power solo la aguantase una noche, ya había pasado de las pastillas a las drogas. O, por mejor decir, combinaba unas y otras. Y privaba como si los cócteles fueran a terminarse. El alcohol es una pieza fundamental en todas las autodestrucciones.

"Como unos años después sería frecuente entre las estrellas del rock, solía salir al escenario narcotizada y borracha"

Trabajó con grandes cineastas —George Sidney, Charles Walters, George Cukor, amén de los ya citados— pero quien más la quiso fue su descubridor: Mankiewicz. El autor de El fantasma y la señora Muir (1947), por defender a Judy se enfrentó a Louis B. Mayer y fue expulsado de la Metro. Eso le honra. Pero no evitó que ella corriese la misma suerte en el 50, cuando sus desmoronamientos en medio de los rodajes y demás consecuencias de sus vicios pesaron más que su talento. En el 51 se separó de Minnelli. En efecto, el maestro se marchó dándole la espalda.

Ya lejos del estudio que fue su casa, aquilató su leyenda como cantante, aunque, como unos años después sería frecuente entre las estrellas del rock, solía salir al escenario narcotizada y borracha.

Renée Zellweger como Judy Garland en el biopic de la protagonista de «El mago de Oz».

Volvió al cine en el 54, pero ya sin obras maestras. No obstante, en ese tramo último de su filmografía incorporó a tres personajes que, por diversos motivos, bien pueden aludir a su decadencia: la Esther Blodgett de Ha nacido una estrella (George Cukor, 1954), la Irene Hoffman de ¿Vencedores o vencidos? (Stanley Kramer, 1961) y la Jenny Bowman de Podría seguir cantando.

En sus últimos días, Judy Garland sufría alucinaciones que no la transportaban a la Ciudad Esmeralda precisamente. Eso sí, había superado su tendencia a la obesidad: estaba en los huesos. Parecía un cadáver andante. Al fin se la encontraron muerta en el baño, sentada sobre el retrete. El médico que certificó su deceso debió de haberla admirado tanto como lo hacemos todos los amantes del musical. De ahí que escribiese que el óbito fue el producto de un “exceso de medicamentos”. ¿Qué otra cosa decir de una reina del género del optimismo a ultranza, de la vitalidad? Ese cine que buscamos en horas bajas porque en sus secuencias siempre hace buen tiempo.

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