Acabé de leer Música de mierda, de Carl Wilson (Blackie Books, 2016), mientras una pila de gráficos abigarrados anunciaba por televisión la victoria del PP en las elecciones. En el libro, el autor trata de encontrarle sentido al concepto «buen gusto» partiendo de un ejemplo: Hay cierto consenso en que la música de Céline Dion es un horror, pero aún así la diva canadiense cuenta con millones de devotos en todo el planeta. ¿Quién determina el buen gusto, la crítica o los fans? ¿Es algo democrático? ¿Qué lo define? La banda sonora de Titanic puede resultar facilona, cargante y odiosa, pero todos la hemos tarareado alguna vez.
Puede que el gusto sea tan sólo una herramienta para diferenciarnos de los demás. La capacidad para disfrutar de una obra cultural nos define. Del mismo modo, nuestro odio hacia ciertos géneros o autores nos distingue del resto, nos hace creer que somos superiores. El esfuerzo de Wilson por entenderse a sí mismo, por analizar su aversión hacia la música de Céline Dion, no es más que un ejercicio de empatía con el enemigo, un intento por comprender por qué triunfan cosas que odiamos, canciones que consideramos propias de un público inferior. Semejante aventura sólo es propia de valientes, nadie te garantiza que no acabarás cantando a pleno pulmón My Heart Will Go On.
Para muchos españoles que, como yo, pasaron el domingo siguiendo los resultados electorales, Mariano Rajoy es el equivalente a Céline Dion. No nos gusta, no lo entendemos, pero es innegable que cuenta con un apoyo masivo haga lo que haga. Tendremos que hacer un ejercicio similar al de Carl Wilson, por duro que resulte, para entender el mundo que nos rodea, aunque tampoco lleguemos a una conclusión clara y sigamos con nuestra alergia a la banda sonora de Titanic.
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