Es extraño hablar así con Rosa Montero (Madrid, 1951). Al otro lado del teléfono resulta imposible mirar ese hilo de pájaros tatuados que recorren su piel desde la muñeca hasta el cuello. Tampoco sus ojos delineados con lápiz verde esmeralda o azul eléctrico, e incluso su tono de voz. El brillo de sus ideas, eso sí, permanece intacto. Mientras la pandemia recrudece en España, Alfaguara ha publicado su nueva novela, La buena suerte, la razón de ser de esta entrevista… telefónica.
La buena suerte es un libro vitalista y tragicómico. Pablo, un afamado y prestigioso arquitecto de 54 años, viaja desde Madrid a Málaga en un AVE. No ha completado aún la hora de trayecto cuando decide bajar y dirigirse hacia Pozonegro, un pequeño pueblo con pasado minero y un presente calamitoso, a juzgar por la fealdad suprema del lugar. Esa misma tarde, el arquitecto compra un piso, aún más calamitoso, en el número dos de la calle Resurrección, justo frente a la estación. ¿Qué lo empuja? ¿Huye? ¿De quién?
Esta novela es, según Rosa Montero, un juego de enigmas. Una historia sobre el bien y el mal. El lector debe resolver y descubrir los secretos que guardan cada uno de sus personajes, incógnitas que se revelan al mismo tiempo que sus dueños. La buena suerte es un thriller, pero también una novela de personajes, un libro que narra un viaje interior: el de Pablo, su protagonista y el de quienes lo rodean. Lo acompañan seres como Raluca, una cajera rumana de los almacenes Goliat que pinta óleos de caballos y acabará convirtiéndose en un revulsivo dentro de su vida. Y como ella… unos cuantos más.
Rosa Montero asegura que casi todas sus novelas son historias de supervivientes, lo dijo sobre su libro, La carne, publicado en 2016. Ella ha sido todos los protagonistas de los que ha escrito. La Marie Curie de La extraña idea de no volver a verte. La detective Bruna Husky, una replicante que apareció por primera vez en Lágrimas en la lluvia (Seix Barral, 2011) y a la que ha dedicado una saga que pretende retomar. Y como ellos muchos más. Hay trazas de sus criaturas en esa reportera a la que la vida convirtió en novelista, porque venía de esa sustancia que transforma la vida en trama, y a los hombres y mujeres en personajes.
Niña aventajada en un hogar humilde, Rosa Montero sabía leer a los tres años y a los cinco escribía. Estudió periodismo y psicología. Hizo teatro independiente y escribió en Fotogramas, Pueblo, Posible y El País, cabecera de la que forma parte desde 1976. En 1980, ganó el Premio Nacional de Periodismo para reportajes y artículos literarios, en 2005 el de la Asociación de la Prensa de Madrid y el Premio Nacional de las Letras, en 2017.
El confinamiento la sorprendió con el manuscrito de La buena suerte terminado. Lo dejó reposar un par de meses, mientras daba buena cuenta de libros que no había tenido ocasión de leer, entre ellos El infinito en un junco, de Irene Vallejo. Ahora, a punto de llegar el otoño y como reclamo de la rentrée, Rosa Montero vuelve a hacer lo que sabe: dirimir la vida y las angustias en historias mínimas y fugaces, escritas con brillantez y humor. No en vano se declara más hija de Cervantes que de Quevedo, pues su sentido del humor es más compasivo que corrosivo . El que lea esta novela lo notará al instante.
—¿Se considera una escritora del paso del tiempo?
—Soy una escritora existencialista que habla de la muerte, del paso del tiempo. Intento atrapar la esencia de la vida, que es volátil y fugaz. La buena suerte trata de eso: de una catástrofe, de las elecciones que hacemos y la responsabilidad de esas elecciones. El ser humano no controla su destino. Somos juguetes del azar, pero lo que sí podemos controlar es cómo respondemos a los golpes de ese azar. De eso habla esta novela, del miedo a la vida, del bien y del mal.
—Además de la capacidad de decidir, La buena suerte trabaja la idea de redención.
—Me he dado cuenta, a posteriori, de que en todas mis novelas hay momentos de redención. No quiero dar muchas claves, porque es una historia de misterio. Hay un gran enigma por descubrir. El único personaje que no se redime es aquel que encarna el mal, porque el mal no puede acabarse.
—La alegoría del tren desencadena La buena suerte. ¿Descarrila su protagonista?
—El símbolo del tren como camino de la vida es evidente. Un tren del que Pablo se baja, y queda claro que a él le pasa la vida al lado sin que pueda vivirla. A este hombre le ha ocurrido una catástrofe. Está deshecho. Junto a ese tren que va y viene afanosamente, él no tiene destino alguno.
—Es una tragedia hilarante, a su manera. ¿Qué papel juega el humor en sus libros?
—En todas mis novelas hay humor, porque es una herramienta para comprender el mundo. Aparta la ceguera del sentimentalismo, que es lo contrario a los sentimientos. El humor es un recurso importantísimo de la inteligencia. La vida es una tragicomedia, pero si la miras desde la distancia adecuada encontrarás ese sentido. Por eso me siento más hija de Cervantes que de Quevedo. Mi sentido del humor es más compasivo (como el de Cervantes) que corrosivo (como el de Quevedo).
—Otro de los pilares de su novela es la familia como caja de resonancia. Tanto de lo bueno como de lo malo.
—La novela trata del bien y del mal, ese mal atroz y sin sentido. Cuando vemos la noticia de alguien al que lo atracan y lo matan, podríamos pensar que al menos tiene una razón: robar. Pero hay un mal que no tiene motivo. Cuando eso ocurre dentro de una familia, se vuelve un infierno incomprensible y es el ejemplo más aterrador de ese mal absoluto. La familia debería ser el nido, la protección, pero cuando funciona como el refugio del mal se convierte en el lugar que ejemplifica el horror.
—Sobre su novela, ha dicho: “Tiene un final feliz, y a mucha honra”. ¿Cómo así?
—Lo creo, de verdad. La buena suerte es un canto a la vida, porque está llena de luz a pesar de la oscuridad. Gracias a Raluca la novela se convierte en una explosión. Este libro no tiene un final feliz voluntarista, pero creo que el ser humano tiene una capacidad de reinvención que me maravilla. Se trata de un homenaje a esa idea.
—Para su protagonista, ser otro es un alivio. ¿Ocurre lo mismo al escribir?
—La escritura es mucho más que un alivio. Le da sentido a la vida. Y no sólo la escritura, también leer, el cine, el teatro, la música… Todo eso es lo que me mantiene en pie. Sólo podemos sobrellevar el encierro asfixiante de nuestra vida con el arte que nos saca de ese encierro. Cada vida es la mutilación de todas las otras que descartamos. Pessoa lo expresó muy bien: “La literatura, como el arte en general, es la demostración de que la vida no basta”. No basta, no. Por eso escribimos.
—¿Volverá a su replicante Bruna Husky?
—Seguro, si no me muero antes. Tengo cuatro libros en cola. Ahora estoy trabajando en uno en el que llevo cerca de un año tomando notas. Es un ensayo sobre creación y locura, además de una novela y otro ensayo. También la cuarta de Bruna, porque en la tercera la dejé en un sitio muy peculiar y quiero ver cómo acaba. Mis novelas de Bruna son también existencialistas, ya no creo en los géneros literarios. A estas alturas del siglo XXI los libros son híbridos, son thrillers, de aventuras, novelas políticas, posológicas.
—¿Incluido el periodismo?
—El periodismo es un género literario. Es literatura. A sangre fría, de Truman Capote, es un libro de una altura literaria total. La mayor parte de los escritores no cultivan un solo género, hay poetas y ensayistas como Octavio Paz.
—Vivimos tiempos de neo-conservadurismo, de reescribir la historia. ¿La sociedad siente nostalgia por los autoritarismos?
—Como persona me siento interpelada. No puedes vivir al margen de la sociedad. Vivimos tiempos muy convulsos, en todos los sentidos. Eso me interesa y me preocupa. Por eso escribo, pero hay que tener presente que las novelas no están hechas para enseñar nada.
—La pandemia ha golpeado movimientos en plena efervescencia, por ejemplo, un feminismo más beligerante. ¿Qué piensa?
—No creo que haya golpeado más al movimiento feminista que a otras cosas. Lo que ha golpeado es el ecologismo. Lo estamos llenando todo de mascarillas, plásticos, basura. Además, todo está en pausa. Hay una crisis mundial. Dentro de 400 años, si la humanidad sigue viviendo se hablará de esta pandemia. Esto es un cataclismo y tenemos que aprender a vivir con la pandemia. Ojalá podamos aprender algo.
—¿Cómo ha vivido este 2020 sin Sant Jordi ni Feria del Libro?
—Me da mucha pena, sobre todo por la Feria del libro de Madrid, pero lo que me da aún más pena es no poder besar y abrazar a mis amigos.
—Comenzó a escribir muy pronto, ¿pero qué libro la hizo lectora?
—Ni me acuerdo, porque empecé a leer a los tres años. Sí que recuerdo un libro que me encantó de niña: El maravilloso viaje de Nils Holgersson, de Selma Lagerlöf. Mi padre y mi madre no tenían cultura. No habían estudiado más allá de los diez años, pero los dos eran artistas. En casa prácticamente no tenía libros en casa. Éramos una familia muy pobre.
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