He vuelto a encontrar por casualidad, yendo en busca de otra cosa, una antigua grabación en blanco y negro de TVE en la que Marisol, hoy Pepa Flores, la Marisol de los años 60, cantaba Corazón contento junto a Palito Ortega. Ya la había descubierto hace tres o cuatro años, de pasada, pero esta vez he vuelto a verla despacio, fijándome bien en los detalles. Disfrutándola. Porque ésa es la palabra exacta: disfrutándola. Y les recomiendo que, si tienen ocasión, la busquen y le echen un vistazo. Grabada en uno de aquellos programas de los sábados por la noche que presentaban Joaquín Prat y Laura Valenzuela, y que veía toda España porque en la tele no había otra cosa que ver, Marisol aparece en el vídeo en todo su esplendor de joven simpática y bella, cantando de maravilla, moviéndose por el plató con unas tablas, una gracia y un desparpajo formidables. Era, no cabe la menor duda, una gran artista, tocada por esa gracia que los dioses sólo conceden, y con cuentagotas, a algunos mortales (y mortalas, que diría alguno de los bobos de ambos sexos que hoy adornan la política). Era Marisol una persona extraordinaria, cantante, actriz, con todos los ingredientes para ser el gran icono femenino de la España de la segunda mitad del siglo XX: la joven, la mujer, que podía haber representado, como ninguna otra, el espíritu de aquel país que de forma tan admirable pasó del franquismo a la democracia. Aquella España de la Transición, joven, inteligente, vigorosa, llena de esperanza en su futuro.
Su historia fue en origen, detrás de la pantalla y los escenarios, tan triste como la España de la que provenía. Indiscutible estrella infantil que arrasó en 1960 con Un rayo de luz –todos los niños de mi generación nos enamoramos de ella–, protagonizó películas que fueron éxitos de taquilla y alcanzó una fama hoy imposible de imaginar, aunque por debajo de eso había una historia de explotación infantil, productores sin escrúpulos, abusos, intereses miserables que ella misma tardaría en revelar. Tras un matrimonio infeliz con el hijo de su productor, se unió al bailarín Antonio Gades, radical de izquierdas que la introdujo en el activismo político. Militante comunista atacada por unos y alabada por otros, grabó canciones, rodó películas –mi favorita es Los días del pasado, de Mario Camus–, encarnó a Mariana Pineda en una serie histórica que fue un éxito de audiencia, y su carácter de icono de la Transición se consagró en 1976, cuando posó desnuda en fotografías publicadas en Interviú. Sin embargo, cansada de muchas cosas, al separarse de Gades renunció tanto a la política como a su carrera artística. Supo desaparecer como una auténtica señora, y desde entonces vive discretamente en Málaga con su pareja desde hace treinta años, respetada y querida por los vecinos, negándose a toda aparición pública, hasta el punto de que fueron sus hijas quienes recogieron el Goya de honor que le concedieron el año pasado. Hace seis meses cumplió 72 años de vida y 35 de silencio; y como dijo una de sus hijas, es feliz, es buena gente y sólo aspira a que la dejen en paz.
Miro ahora ese vídeo en el que de forma tan deliciosa canta Corazón contento y no puedo evitar pensar que, incluso en su mudo retiro, y a pesar de ella misma, Pepa Flores, Marisol, sigue siendo el icono indiscutible de una España y una época. Y eso se pone más de manifiesto en tiempos como los actuales. Ella encarnó, y en mi opinión lo sigue haciendo, aquella sociedad salida de las sombras que caminaba hacia la luz: desenvuelta, simpática, atractiva, admirada por un mundo que asistía boquiabierto al milagro de un país y unos ciudadanos capaces de reinventarse a sí mismos devolviendo el orgullo a la palabra español. Marisol era, en cierto modo, el ejemplo de cómo el pasado podía transformarse en futuro, alegría, cultura y esperanza. Representaba lo mejor de nosotros entonces: la juventud y la fe. Y además, era guapísima. Por eso, que desde hace tres décadas y media Pepa Flores sea invisible, que esté alejada de nosotros y no nos haga sonreír, bailar, escuchar, aplaudir, recordar o pensar, dice mucho, y dice mal, del lugar que hoy habitamos. Incluso en contra de su voluntad, Marisol sigue siendo el símbolo de esta España que, como ella misma, pudo serlo todo y no fue. La una porque no quiso, y la otra porque no supo. La musa rubia de ese tiempo desvanecido nos suscita la melancolía de una Transición también extraviada, hoy en manos de mercachifles sin memoria, de oportunistas incompetentes, de reyezuelos de taifas sin escrúpulos y de quienes nunca vivieron ni leyeron, y por eso no pueden comprender el difícil y peligroso camino que nos condujo de Un rayo de luz a Mariana Pineda.
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Publicado el 30 de agosto de 2020 en XL Semanal.
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