Detour (1945) es una de esas cintas a las que no se suele aludir por su título español: Desvío. De una u otra manera, si hubiera una lista de las películas más fatalistas de toda la historia del cine, esta obra maestra de Edgar G. Ulmer ocuparía uno de sus primeros puestos. No hay mejor inspiración para el cine negro que el pesimismo y la fatalidad. Ulmer estaba sobrado de las dos cosas cuando emplazó su cámara para el rodaje de Detour. A buen seguro, la negativa reflexión sobre el amor que entraña esta maravilla de poco más de una hora tiene su origen en el estigma que le fue impuesto al maestro como castigo al amor que le unió a Shirley Castle. No es baladí que, apenas vemos a Al Roberts (Tom Neal) llegar apesadumbrado a un bar de carretera de las afueras de Reno, una canción de título tan significativo como I Can’t Believe You’re In Love With Me desate sus obsesiones, dando así paso al flashback en el que se nos va a contar la historia…
Se dice que cuando Ulmer juraba lo hacía por Franz Kafka o por Albert Camus. A tenor de su suerte, debía de ser por Kafka. Apuntaba maneras en la línea de Billy Wilder, Fred Zinnemann, los hermanos Siodmak y el resto de la diáspora alemana llegada a Hollywood huyendo del nazismo. Su estrella hubiera podido fulgir tan alto como la de aquellos compañeros de viaje. Pero los estigmas que imponen los amores despechados son indelebles. Y siempre son mucho más crueles que los que aplica la ley, los convencionalismos o la política. Bien lo supo Pedro Abelardo, el teólogo que en la Francia del siglo XII fue mandado castrar por Fulberto —canónigo de la catedral de París— en castigo a su amor por Eloísa.
Edgar G. Ulmer no llegó a perder sus atributos masculinos. Pero todas las posibilidades que Hollywood ofrecía a su creatividad le fueron cercenadas de un día para otro. El productor Max Alexander, casado con Shirley Castle cuando ella se fugó con Ulmer, no tardó en irle con el cuento a su tío, Carl Laemmle. Siendo Laemmle el fundador de la Universal —el estudio que empleaba a la mayor parte de la diáspora alemana— no tuvo ningún problema en dejar sin trabajo a Ulmer. No contento con eso, consiguió que ninguna otra de las majors le contratase.
Ahora bien, Abelardo, aunque capón, volvió a impartir sus enseñanzas y a polemizar con los escolásticos. Por un procedimiento semejante, expulsar a Ulmer de Hollywood no puso fin a su filmografía. Siguió rodando bajo cualquier circunstancia, experto en hacer virtud de la necesidad, y llegó a convertirse en uno de los grandes maestros de la serie B canónica. Desde que la Nouvelle Vague comenzó a reivindicarle, descubrir su obra es descubrir a uno de los cineastas más sugerentes de todos los tiempos. “Listo e indulgente, divertido y sereno, vivo y lúcido. En pocas palabras, un hombre de buena voluntad”, escribió sobre él el gran Truffaut en 1956. Fue en la crítica publicada en Cahiers du Cinéma sobre Aurora desnuda (1955), un western acerca de un ménage à trois de Ulmer. Peter Bogdanovich consiguió entrevistarle en 1970 y fue el propio Ulmer quien, en aquella ocasión, descubrió algunos datos de su biografía desconocidos hasta entonces. Años después, el gran Godard le dedicó Detective (1985).
Educado en Viena, donde muchos comentaristas sitúan su nacimiento en realidad, el futuro cineasta vino al mundo en Olomouc (Chequia) en 1904. No supo que era judío hasta que se le impidió matricularse en un instituto vienés por serlo. Actor de la mítica compañía de Max Reinhardt, también se desempeñó con acierto como decorador de la práctica totalidad de la nómina expresionista: Paul Wegener y Carl Boese —El Golem (1920)—, Georg W. Pabst —Bajo la máscara del placer (1925)—, Fritz Lang —Metrópolis (1927)— y el largo etcétera de títulos legendarios. Hubo un tiempo en que su trabajo se apreciaba por igual en los estudios de la UFA en Potsdam, orgullo de la República de Weimar, y en el Hollywood de las postrimerías del silente y los albores del sonido.
Antes de asentarse definitivamente en América, cuando la UFA empezaba a ser uno más de los orgullos del Reich que iba a durar mil años, ante el inevitable ascenso al poder de Hitler, Ulmer ya había visitado los Estados Unidos dentro de una gira de la compañía de Reinhardt en 1923. Laemmle le contrató entonces como director artístico. Acabó haciendo casi de todo, incluso debutó en la dirección con la realización de un buen número de westerns de cortometraje. Ayudante de dirección de Ernst Lubitsch en su versión de 1925 de El abanico de Lady Windermere, también lo fue de Murnau en El último (1927). Con aquél y con éste, entre otros grandes realizadores del otoño de la edad dorada de la UFA y del Hollywood silente, colaboró con asiduidad desempeñando diferentes empleos. En su último regreso a Alemania dirigió junto a Zinnemann, Rochus Gliese y los hermanos Siodmak Los hombres del domingo (1930). Esta última cinta, un poema urbano a la manera de los de Walter Ruttmann —Berlín, sinfonía de una ciudad (1927)— y Dziga Vertov —El hombre de la cámara (1929), estaba llamada a convertirse en un mito. Contando con Billy Wilder entre sus guionistas, cabe decir que, en este acercamiento a los berlineses en su día de asueto, prácticamente, se dio cita toda la nómina de ese paquete alemán antes del exilio.
De regreso a Hollywood, el gran Ulmer se encargó de las versiones germanas de las primeras películas sonoras de la Metro. Esta nueva ocupación no le impidió viajar a Nueva York, donde dirigió en 1933 sus dos primeros títulos: Mr. Broadway y Por un solo desliz.
Otra vez en Hollywood, realiza Satanás (1934), su aportación al repertorio de terror clásico de la Universal. Remotamente basada en El gato negro (1843), el célebre cuento de Edgar Allan Poe, sus decorados —como ese hijo artístico de la República de Weimar que fue— se inspiran en la estética de la Bauhaus, toda una genialidad que conoce el éxito que le corresponde. Pero la maldición de los Laemmle ya pesaba sobre él. Fue durante el rodaje de Satanás cuando el realizador se enamoró de Shirley Castle. Esto, unido a una violenta discusión con el tío Carl, hará que los Laemmle consigan que le boicoteen todos los estudios de Hollywood. Incluso las distribuidoras —de una u otra manera controladas por las majors— se niegan a aceptar cualquier filme en que aparezca acreditado el nombre de Ulmer. Teóricamente, el veto pesó sobre él durante ocho años. La realidad fue otra.
“Nunca sabes lo que te espera cuando oyes el ruido de unos frenos”, observa Roberts, el loser que protagoniza Detour cuando comienza a cruzar el país en autostop sin imaginar ni por asomo lo que le aguarda en Arizona. En Nueva York junto a Shirley, ya su esposa, el proscrito se dedica a la realización de cintas para la comunidad judía y demás minorías raciales, óperas ucranianas, producciones canadienses y documentales didácticos. El maestro cifraba en una centena esas rarezas varias con las que pudo mantener a su familia.
Los grandes estudios nunca llegaron a perdonarle del todo. Pero tampoco se opusieron a que rodase para la PRC —una de las productoras de serie B más destacadas— cintas tan faltas de presupuesto como sobradas de talento: Detour es el paradigma de todas ellas. Ya en Europa, Piratas de Capri (1949) es otra de sus maravillas. La ciencia ficción tampoco le fue ajena, género en el que incursionó con títulos tan interesantes como El ser del planeta X (1951). “El destino o alguna fuerza misteriosa puede señalarnos sin motivo alguno”, comenta la voz en off de Roberts. El destino del gran Edgar G. Ulmer no fue tan atroz como el de Tom Neal. El actor que incorporaba a Roberts, tras una vida de escándalos, pasó diez años en la cárcel por haber asesinado a su esposa. “Homicidio involuntario”, sentenció el jurado.
Nada que ver con lo de Ulmer, quien envejeció felizmente junto a su Shirley, la compañera de su vida, su esposa y más fiel colaboradora de su filmografía maldita.
Todo estaba dispuesto para ese olvido de su obra, que es el último castigo del estigma. Pero Truffaut, Godard, Bogdanovich y después Wim Wenders descubrieron al gran Edgar G. Ulmer para mayor deleite de la cinefilia.
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