En una ciudad sin crímenes, cada objeto es susceptible de ser relacionado con uno: a las personas se las encomienda a no hacerse con lo que no es suyo porque, en el fondo, quién sabe lo que podría pasar […]
Las pruebas, un cuento de Jacques Sternberg
Primero y principal, conviene desconfiar de los objetos. En especial, de los objetos perdidos.
No recoger ningún objeto tirado en la calle ni en cualquier otro lugar público.
En esos casos, se corre siempre el riesgo de que aparezcan los delegados, quienes al mismo tiempo hacen de testigos y ejecutores para arrastrar al sospechoso hasta las puertas de cualquier acusación.
Siempre, irrevocablemente, al cabo de cinco minutos de pesquisa se prueba que el objeto recogido era la pieza clave de un crimen relacionado con cierto caso aún abierto y que las huellas digitales son, desde luego, pruebas irrefutables.
El objeto encontrado se vuelve, en el acto, evidencia criminal; el sospechoso se vuelve, a su vez, culpable; la situación, desesperante.
El fenómeno es de lo más arbitrario porque, de hecho, nunca hay casos policiales en la ciudad. Nadie ha matado jamás, nadie ha robado jamás.
Lo que no excluye, sin embargo, que de este modo se pruebe cierto “delito flagrante”.
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