Me gusta la palabra chungo para definir algo falso, malo o de escasa confianza: suena bien, es muy española y más contundente que el ridículo fake tan de moda en las redes sociales y fuera de ellas. Lo de chungo, que proviene del habla delincuente, fue vocablo triunfador en el último tercio del siglo pasado, cuando se usaba mucho. Quizá recuerden ustedes aquellos estupendos cómics marginales de Gallardo y Mediavilla, los de Makoki, Emo y compañía, que con mucha guasa sus autores reivindicaban como línea chunga frente a la famosa línea clara de Hergé. Lo de chungo, como digo, me gusta y lo uso a menudo, sobre todo en esta deliciosa España que estamos dejando a nuestros nietos. Hoy se utiliza menos, pero viene perfecto para el asunto del día: Reinas del Sur chungas. Y me van ustedes a perdonar la chulería, o no, pero lo de reinas chungas lo digo con cierta autoridad, porque al fin y al cabo fui yo quien inventó la cosa. Y a eso vamos.
Vaya por delante que el asunto me irrita. Desde hace veinte años, cada vez que en México es detenida una mujer relacionada con el narcotráfico, los medios de comunicación de allí sacan la reina de la baraja: Reina del Sur, Reina del Pacífico… Les encanta titular por ahí. Cada narca trincada es automáticamente una reina. La más famosa es Sandra Ávila Beltrán –llamada Reina del Pacífico–, pero en fecha reciente llevo contabilizadas otras tres mexicanas a las que se ha colocado el título de Reina del Sur o se lo han atribuido ellas por la cara: una tal Cecilia, una tal Liliana Hernández y una tal Beatriz, todas del estado de Puebla. Y eso fastidia, como digo, porque me siento como si violaran al personaje. En especial porque en todos los casos, incluido el de Ávila Beltrán, se trata de criminales de chichinabo, tiñalpas de baja categoría, jefas de pequeñas bandas dedicadas al menudeo de droga, asalto de casas o robo de combustible, y en ningún caso reinan sobre nada que valga la pena considerar. Aplicar a esas pedorras el apodo de Teresa Mendoza, la mujer legendaria que revolucionó el narcotráfico entre América y Europa en los años 90 y creó un imperio en el estrecho de Gibraltar, es ofensivo para el padre de la criatura. Y como el padre soy yo, me llevan los diablos.
Fue la propia Ávila Beltrán –una oscura enlace entre dos cárteles mexicanos de la droga, mujer guapa y novia de narcos– la que, en una conversación mantenida en prisión con el periodista Julio Scherer, lo dejó bien claro: «A mí el personaje de Pérez-Reverte me chingó la vida. Me llamaron Reina del Pacífico, me dieron demasiada importancia y se ensañaron conmigo». Incluso, para su desgracia, hubo quien afirmó que la Teresa Mendoza de la novela se inspiraba en ella, lo que agravó más la situación. De nada sirvió que yo mismo, y también mis amigos el novelista sinaloense Élmer Mendoza y el periodista César Batman Güemes, testigos del parto, asegurásemos que nunca conocí a la tal Ávila Beltrán ni había existido una auténtica reina de nada, que el mío era un personaje de ficción construido mediante visitas y conversaciones con narcos de mucha más categoría en México, Marruecos y España, y que era imposible –y por eso escribí la novela, para hacerlo posible– que una mujer alcanzase tal grado de poder en un mundo tan cerrado y machista como entonces era el del narcotráfico. Pero dio igual. No iba la realidad a estropear un bonito titular de prensa, o varios. Ni una extradición a los Estados Unidos.
Más tarde, para cargar la mano, el éxito de la novela y su adaptación a dos series de televisión de enorme audiencia, una en inglés con Alice Braga y otra en español con Kate del Castillo, multiplicaron el efecto. Llovieron reinas a carretadas, y en cada ocasión los medios mexicanos repartían, y siguen haciéndolo, títulos de realeza con una prodigalidad asombrosa. En cuanto a una mujer la detienen por algo relacionado con drogas, es reina de algo: del norte, del sur, del este, del oeste, del Pacífico o del Atlántico. Supongo que, en el fondo, debería sentirme halagado por lo lejos que anduvo mi personaje, sueño de cualquier novelista; pero no puedo evitar el malestar cuando lo rebajan de tal manera. Aunque eso tenga, también, satisfacciones que endulzan el asunto; como lo ocurrido aquel día en Culiacán, Sinaloa, cuando rodaba un reportaje sobre el personaje con Jorge Solórzano y Carmen Aristegui, y en la calle Juárez se nos acercó una cambiadora de dólares, veterana de buen ver, a preguntar qué hacíamos. Y al decirle que un reportaje sobre la Reina del Sur, sonrió, se golpeó orgullosa el escote, señaló el lugar y dijo: «¿Teresita Mendoza?… Yo la conocí bien, y gran amiga mía que era. En esta misma esquina se ponía».
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Publicado el 6 de septiembre de 2020 en XL Semanal.
Viva la ficcion