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Un relato breve y casi real (1)

«Cree en el maestro –Poe, Maupassant, Kipling, Chejov– como en Dios mismo»: Horacio Quiroga: Decálogo del perfecto cuentista.

Empezaremos con dos frases sobre el cuento: La primera de Mariano Baquero Goyanes: “Un cuento se recuerda íntegramente o no se recuerda”, y la segunda de Julio Cortázar: “El cuento es una máquina literaria de crear interés”. Y una recomendación: el libro de Ángeles Encinar, Siguiendo el hilo. Estudios sobre el cuento español actual. Ediciones Orbis Tertius, 2015, un libro sobre el cuento en España en las últimas décadas, con una mención especial al auge que desde 1980 ha experimentado y de cuyo crecimiento la estudiosa Ángeles Encinar da buena cuenta. Escritores que son ya una referencia ineludible, como Ignacio Aldecoa, Manuel Longares, Carmen Martín Gaite y Juan Eduardo Zúñiga, entre otros grandes creadores.

Y tras este breve preámbulo comenzamos ya: Muchos de los escritores que he seleccionado  han entrado en la historia literaria solo por sus relatos: Arreola, Cheever, Chejov, Maupassant, Parker, Poe, Quiroga, Salinger, Borges, Carver y Monterroso. Un grupo de autores heterogéneo que escribieron con la esperanza de influir en la historia. Estoy seguro de que la mejor guía de lectura es la recomendación de quien ha leído un libro y le propone a otro su lectura. Dicen que los libros con más lectores son los que funcionan mediante el boca a boca. Esta es también mi modesta pretensión, la de participar de esa zona privada que es la lectura de un buen libro en la que nada más entrar se obtienen grandes beneficios porque se viven muchas vidas al mismo tiempo, y eso, dicen, es un seguro contra la oxidación prematura.

Los cuentos anteriores al siglo XIX no conocían su verdadera expresión como género porque no tenían tradición literaria pero esta antología de cuentos comienza con autores del XIX que vienen de la mano del Romanticismo y traen nuevos modos de escribir. Una especie de arranque de lo que será la literatura actual, que en su momento originó un giro de ciento ochenta grados ya que, salvo excepciones, hasta el XIX la concepción literaria del cuento no gozaba de la libertad y la elasticidad de la del siglo XX. Empezamos, pues con…

1. El corazón delator

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A Edgar Alan Poe (1809-1849), se le empieza a conocer en Europa gracias a la difusión que de él hace el poeta francés Mallarmé, y sobre todo Baudelaire, quien traduce sus cuentos. Poe se distancia de sus predecesores románticos, que aún practican el canto a la naturaleza o la exacerbación sentimental, aunque también hubo autores que brillaron con historias autóctonas como las gestas de la conquista del Oeste, de James Fenimore Cooper y El último mohicano, y antes que él Washington Irving, autor conocido en España, sobre todo por Los cuentos de La Alhambra. Estamos en la primera mitad del siglo XIX, y Poe comparte lectores con R.W. Emerson (uno de los santones de la época), Thoreau, el autor del Walden o la vida en el bosque, y Nathaniel Hawthorne (magnífico, tanto como cuentista como autor de novelas de largo aliento).

El leitmotiv de “El corazón delator” es la venganza de un muerto. Un tema sobre el retorno del más allá que Poe había tratado en otros cuentos como “Ligeia” o “El gato negro”. En “El corazón delator”, cuya voz narradora es la primera persona –un monólogo, en realidad– un asesino confiesa su crimen, obsesionado por el sonido de los latidos del corazón del muerto que se mete en su cabeza en el momento en que está hablando con los policías que han ido a verle a su casa. Es Poe un autor analítico y exacto que reflexiona sobre lo misterioso, al que Pablo Neruda definió como un escritor sumido “en su matemática niebla”. Horror e intelectualidad que el escritor norteamericano desarrolló en su ensayo, Filosofía de la composición.

 

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2. El guardagujas

El segundo autor del que quiero hablar es Juan José Arreola (1918-2001). Su nombre desapareció del panorama literario hace algunos años sin que aquí se le rindieran los honores que merecía. Y cuando digo honores no sólo pienso en premios y reconocimientos sino en lectores, que al final debería ser casi lo único que necesita un escritor. Yo manejé durante un tiempo Confabulario Personal, una edición de Bruguera, en la colección Narradores de Hoy, que hizo las delicias de los lectores en 1980, también por los otros escritores que publicaron en ella: Sciascia, Pavese, Cheever, Thomas Wolfe, Roberto Arlt… El libro de Arreola, fragmentario y libérrimo, comienza con una autopresentación titulada “De memoria y olvido” en la que cuenta su vida en dos páginas, cuyas primeras tres líneas dicen así: “Yo, señores, soy de Zapotlán el Grande. Un pueblo que de tan grande nos lo hicieron Ciudad Guzmán hace cien años”. Desde esa lectura fui devoto de este maestro de la ironía y leí con fruición cuanto encontraba, bien poco por cierto, puesto que su obra se resume en 500 páginas. Él y Augusto Monterroso fueron pronto mis aliados en la distancia corta. De Juan José Arreola guardo un recuerdo especial porque tuve la fortuna de mantener con él, en 1990, unas charlas por teléfono muy sustanciosas. A la sazón preparaba yo el primer Encuentro de Literatura Hispanoamericana, que titulé Realidad y Ficción, entre los que participaron Augusto Monterroso, Mario Benedetti, Arturo Azuela, Jorge Edwards, Julio Ramón Ribeyro y Adolfo Bioy Casares. Y entre los escritores a invitar pensé también en Arreola. Conseguí su número de teléfono de su casa en México y lo llamé, con tan buena suerte que contestó él mismo y durante dos o tres días mantuvimos varias conversaciones.
Aunque Arreola tenía un compromiso con un programa semanal de televisión, se sentía muy feliz con la propuesta y en todo momento tuve la impresión de que terminaría enviándole el billete de avión, pero al cabo, cuando creí oportuno que deberíamos cerrar las fechas para el viaje, Arreola le pasó el teléfono a su hija, quien con mucha amabilidad me puso los pies en la tierra: “A sus 72 años y con la responsabilidad del programa…”. Lo que me quedó de  aquellos días fue su fértil imaginación, su discurso ágil, simpático y cultísimo y me envolvió durante horas en la trama de La Regenta –yo le llamaba desde Oviedo, ciudad que él no conocía, e inmediatamente se situó en la novela de “Clarín”– y me describió con exactitud topográfica la ciudad en la que yo vivía hacía tantos años pero que él me descubrió entonces con palabras precisas y apasionadas. Tanto tiempo después, el recuerdo de aquellas charlas se podría resumir en estas reflexiones suyas: “El arte de escribir consiste en violentar las palabras, ponerlas en predicamento para que expresen más de lo que expresan”. Arreola ha escrito precisamente así y ha conseguido que las palabras vulgares y archiconocidas adquieran brillos nuevos.

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3. Bola de sebo

Decía Flaubert en una carta a Guy de Maupassant (1850-1893) que el talento era cuestión de mucha paciencia. Maupassant, autor de Bel ami, aprendió mucho de Flaubert, y no sólo en lo literario. El maestro ejerció con él de padre adoptivo o de hermano mayor y compartieron clases de escritura y de seducción. Son tiempos del Naturalismo con el que Maupassant dice no estar totalmente integrado ya que su escritura no radiografía la realidad si no es bajo el prisma de lo artístico. Maupassant, como su maestro Flaubert, busca la palabra exacta (le mot juste) para expresar lo que quiere decir, así como “el verbo para animarlo y el adjetivo para calificarlo”, pero también, y a diferencia de su maestro Flaubert, Maupassant entra a veces en otra realidad con derivaciones fantásticas. Eso, unido a una enfermedad venérea que le produce la caída del cabello, terribles migrañas y le roba la visión hasta el punto de causarle alucinaciones, acelera su entrada en picado en los relatos fantásticos creyéndose, y alegrándose por ello, un genio loco. No olvidemos que estamos a punto de acabar el siglo XIX en que la relación entre el  genio y la locura era un tópico que se había popularizado enormemente.

No se trata de hacer paralelismos ni establecer influencias, que las hay, pero por situarlos en el tiempo, Maupassant nace en 1850 en Francia; un año antes Poe moría en América, víctima del alcohol. Naturalmente que entre ambos hay concomitancias. Poe no sólo practicó el género de lo sobrenatural sino que también indagó en el detectivesco al que aportó inteligencia e incluso humor. Maupassant leyó a Poe y enriqueció el género fantástico. Su condición de enfermo contribuyó sin duda a la elaboración de temas extraordinarios, aportando su personal locura a sus escritos.

 

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4. El diablo en la botella

El mismo año de 1850 nacía en Inglaterra Robert Louis Stevenson. Quien haya leído La isla del tesoro comprenderá la intención del autor de “ser abogado de la juventud”, aunque al mismo tiempo sabía que lo joven sólo dura un tiempo y que “nadie puede tener para siempre veinticinco años”, como escribe en el prólogo de sus ensayos. Stevenson escribió esta novela para Lloyd Osbourne, un niño de doce años, hijo de su mujer, Fanny. Una noche de verano, en la que acostumbraban a dibujar y a contarse historias, el escritor pintó el mapa de una imaginaria isla del tesoro. Para satisfacer el apetito imaginativo del niño, Stevenson hizo crecer la historia hasta convertirla en la novela que todos conocemos. Esta aventura será también un viaje iniciático para su protagonista, el joven Jim, que de huérfano desvalido pasará a convertirse en nada menos que todo un hombre, obligado por la fuerza del destino a tomar importantes decisiones. Stevenson creó un mundo fascinante, además de en la novela citada, en El extraño caso del Doctor Jekyll y Mr. Hyde, El señor de Ballantrae y en La flecha negra.
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5. La dama del perrito

Contemporáneo de ellos es Anton Chéjov, que nace en Rusia en 1860 y sólo vive 44 años, los mismos que Stevenson, uno más que Maupassant y cuatro más que Poe. Vivió una infancia aterrorizada por la violencia paterna, con quien mantuvo una reacción de rechazo reflejada en su correspondencia. Su gran vocación fue la medicina. Se hizo médico y lo practicó con tanta pasión como la literatura. De ambas disciplinas llegó a decir: “La medicina es mi mujer legítima, la literatura, mi amante”. Mezcló ambas pasiones en algunos de sus relatos, como “Una triste historia” o “La  sala número 6”. Es Chéjov un hombre ilustrado, que cree en la ciencia como motor de progreso, que construye una obra lúcida en la que el teatro adquiere una grandeza comparable con sus bellos y perfectos cuentos, uno de los más conocidos es “La dama del perrito”. Chéjov sabía muy bien cómo administrar la respiración del relato, tanto en los diálogos como en las descripciones o en los silencios.  Ana, la dama del cuento, en un ejemplo de concisión narrativa, le dice a Gurov: “El tiempo pasa deprisa, y, sin embargo, una se aburre mucho aquí”. Chéjov practica una pintura realista, literaturizada hasta el punto de convertirla en un mosaico creíble de la mezquindad humana.

 

KAFKA

6. Un artista del hambre

Antón Pávlovich Chéjov me lleva a Franz Kafka (1883-1924), que vivió sólo 41 años, y me lo recuerda porque sus imaginarios son una radiografía del absurdo, una construcción de un mundo imposible, premonitorio de una hecatombe cultural. Después de leer La metamorfosis uno se pregunta qué es lo que hace que un ser humano escriba un relato así, y de la manera en que lo escribe. Una obra que es la máxima expresión de Kafka, cuya contumacia le hace escribir por las noches como si le estuvieran dictando. La metamorfosis la escribe en un mes y “La condena” en un día. Y lo extraordinario es que si su amigo Max Brod no salva del fuego parte de su obra nos hubiéramos quedado huérfanos de la descripción “física” de la angustia y la incertidumbre del hombre moderno

 

KIPLING

7. La ciudad de la noche pavorosa

Con Rudyard Kipling (1865-1936) hemos dado un salto –a pesar de nacer en 1865, muy cerca en el tiempo de los anteriores escritores– que nos sitúa en coordenadas geográficas tan distantes como India, y también vitales (Kipling nace súbdito de la corona imperialista inglesa y luego es un escritor victoriano en la Inglaterra victoriana). Es un autor perseverante y disciplinado aunque nada tiene que ver con las vidas que acabamos de comentar ni tampoco con el contenido de sus escritos. Como poeta no creo que tenga la fuerza del novelista, género con el que ha encontrado un sitio en las lecturas juveniles, algunas celebradas por el cine, como El libro de la selva. Rudyard Kipling escribió sobre la jungla como puede escribir un hombre de ciudad, es decir, tomando la selva como un tema literario más, no como hizo Horacio Quiroga que se internó en sus Cuentos de la selva como una experiencia personal. Kipling tenía una visión de europeo colonialista, lo que le aleja de lo profundo para centrarse en lo idílico y literario.

 

HEMINGWAY

8. Colinas como elefantes blancos

En Oak Park, Illinois (EEUU), nació Ernest Hemingway (1899-1961). Don Ernesto, como le decían en España (también a Gerald Brenan lo llamaron don Geraldo), vivió en París sus comienzos literarios y periodísticos, se fue a África para contarlo y estuvo también en Cuba y en España, en donde vivió y bebió sin mesura, pero volvió a su Idaho privado para acabar sus días. Aquí nos encontramos con un modelo de escritor del siglo XX cuyo lenguaje depurado y coloquial llega a alcanzar cotas poéticas, eficacia estilística que aprendió en la redacción del periódico Kansas City Star. Su economía expresiva le sirve al autor para definir lo que sobre todo le importaba: el amor físico, la caza, la pesca, la guerra…, y la bebida. Respecto al cuento elegido – “Colinas como elefantes blancos”- destaco estas líneas del ensayo de Harold Bloom, Cómo leer y por qué  que ilustran el significado del título del cuento en el que una pareja discute sobre el posible nacimiento de un hijo en común: “El símil del título prefigura la historia con elegancia. Es la mujer, no el hombre, la que ve como “elefantes blancos” las alargadas y claras colinas del valle del Ebro. Los elefantes blancos, regalo proverbial que hacía el rey de Siam a los cortesanos que habían perdido su favor, pues el gasto de mantenerlos acabaría arruinándoles, se vuelven aquí metáfora de los hijos no queridos, y más aún de la relación sexual espiritualmente onerosa cuando el hombre no está a la altura”. Hemingway es un ejemplo de escritor que se levanta tras un estrepitoso fracaso como el que tuvo con la publicación de Al otro lado del río y entre los árboles, en 1950, para volver el mismo año con El viejo y el mar, obra maestra para escarnio de los críticos que le creían acabado.

 

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9. Emma Zunz

De este cuento de Borges (1899-1986), incluido en el volumen El Aleph, dice su autor que su “argumento espléndido, tan superior a su ejecución temerosa”, se lo dio una tal Cecilia Ingenieros. Ya conocíamos la falsa modestia borgiana, pero en cualquier caso el cuento lo he escogido por no abundar en el género fantástico ni estar saturado de datos bibliográficos tan queridos por el escritor argentino o encajar en los pilares de casi todos sus textos: espejos, laberintos o bibliotecas, y también por tener un desarrollo lineal con un desenlace sorprendente. Su comienzo no puede ser más explícito: “El catorce de enero de 1922, Emma Zunz, al volver de la fábrica de tejidos Tarbuch y Loewenthal, halló en el fondo del zaguán una carta, fechada en Brasil, por la que supo que su padre había muerto”. Borges, tras un grave accidente ocurrido en 1938,  toma la decisión de escribir sólo relatos y en el prólogo a “El jardín de los senderos que se bifurcan” define de esta guisa el trabajo de escribir una novela: “Desvarío laborioso y empobrecedor el de componer vastos libros…”. Borges, como Monterroso y Carver, de los que hablaremos, han sido solo escritores de cuentos.

 

Monterroso. Danis Sanchís

10. Leopoldo (sus trabajos)

Augusto Monterroso (1921-2003) fue un escritor con una peculiar ironía, influencia declarada de su maestro Cervantes, y con una obra breve, como su figura, pero tan grande como su corazón. Esto que parece sólo una frase, los que le conocimos sabemos que era así, y era fácil jugar a hacer frases con Monterroso, a quien sus amigos llamaban Tito. A propósito de esto Juan Cruz cuenta esta anécdota  ocurrida durante una charla en la embajada mexicana. Augusto estaba cabizbajo porque su mujer, Bárbara Jacobs, se había puesto enferma, y Cruz le hizo esta pregunta para animarle:
-Tito, ¿y a ti por qué te llamaron Tito?
– Mis padres: les daba vergüenza llamarme Monterroso.
Augusto Tito Monterroso fue autor de cuentos y de fábulas. Una de ellas, “La oveja negra”, dice así: “En un lejano país existió hace muchos años una oveja negra. Fue fusilada. Un siglo después el rebaño arrepentido le levantó una estatua ecuestre que quedó muy bien en el parque. Así, en lo sucesivo, cada vez que aparecían ovejas negras eran rápidamente pasadas por las armas para que las futuras generaciones de ovejas comunes y corrientes pudieran ejercitarse también en la escultura”. Como saben, Monterroso es el autor del cuento más breve del mundo, titulado “El dinosaurio”, que dice así: “Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí”.

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Continuará la semana que viene

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