Los mitos sobre el origen de los pueblos siempre han existido, y siempre, en todas las culturas, se ha intentado legitimar el mito; ha ocurrido desde la antigua Roma hasta el presente. La diferencia entre la legitimización del mito antiguo y los mitos históricos actuales es que hoy se busca una apariencia científica para sostener la mitología. En el siglo xx, quienes llegaron más lejos en este empeño de transformar los mitos en verdades científicas impuestas fueron los nazis. En efecto, es bien sabido que sus teóricos resucitaron un concepto, el de Germania, que implicaba la existencia en el pasado de un territorio, un pueblo y una raza superior cuya función era legitimar el discurso de la Gran Alemania del Tercer Reich y de las teorías racistas. Para ello crearon una extraordinaria maquinaria de política científica que reclutó a jóvenes investigadores —arqueólogos, antropólogos, museólogos, historiadores, folcloristas, médicos y exploradores— y los integró en institutos y sociedades aparentemente científicas controlados por el poder. Previamente depuraron las universidades, los centros culturales, museos, e institutos de aquellos investigadores que no aceptaban las nuevas directrices. El objetivo era, en primer lugar, probar la existencia de este pueblo superior y caracterizarlo, con la finalidad de diferenciarlo de los demás que, obviamente, éramos inferiores. La arqueología fue una de las disciplinas elegidas para esta tarea. Ingentes cantidades de materiales arqueológicos, procedentes del saqueo de todos los inmensos territorios ocupados por los ejércitos del III Reich —Polonia, Ucrania, Rusia, Serbia, Eslovaquia, Noruega y un largo etcétera— llegaron a los museos alemanes, y algunos todavía están allí, cubiertos de polvo. Se trataba de las supuestas pruebas científicas de sus teorías. Incluso intentaron crear colecciones anatómicas de esqueletos de las supuestas razas inferiores; para ello no dudaron los arqueólogos en elegir hombres y mujeres jóvenes de los campos de concentración —judíos, comisarios políticos comunistas, gitanos, etc.—, matarlos sin quebrarles ningún hueso y mandar sus restos óseos para que fueran descarnados y limpiados en las universidades del Reich. Una colección entera llego a Estrasburgo para esta finalidad. Resulta aleccionador oír cómo se disculpaban en Núremberg ante las evidencias de estas «investigaciones antropológicas». ¿Qué lección sacamos de todo este pasado tan incómodo para los arqueólogos?
A mí no me interesa especialmente el estudio de este periodo, ni cómo se hizo el saqueo de bienes culturales; en realidad, todos los saqueadores proceden de forma semejante; lo que realmente me ha interesado de este obscuro capítulo del pasado reciente es el hecho de que investigadores reputados, absolutamente rigurosos, que habían realizado trabajos científicos espectaculares en los años previos al dominio nazi, se transformaron en propagandistas de aquellas supercherías «científicas», olvidando su propia tradición de rigor científico. ¿Cómo fue posible? Busqué en archivos documentos sobre este proceso siniestro y pronto me di cuenta de algo que creo fundamental en el mundo de hoy: la importancia de la libertad en la ciencia y en la investigación científica. Cuando el científico pierde la libertad de investigar, su trabajo corre el riesgo de transformarse en veneno al servicio de intereses inconfesables. ¿Cuántas veces ha ocurrido esto en el pasado? ¿Quién nos asegura que no esté ocurriendo en el presente? ¿Cuántos investigadores en el campo de la historia, de la ciencia, del periodismo, hoy han perdido la libertad de investigar? ¿Hasta cuándo los recursos, el dinero y las facilidades para investigar recaerán en aquellos que, perdida la libertad, se vendieron al mejor postor? Rectores de universidades, directores de departamentos e instituciones científicas, profesores y estudiantes, bajo la presión de personajes como Himmler —que no hay que olvidar que controlaba los fondos y subvenciones hacia la investigación arqueológica alemana—, los empujaron a reorientar sus investigaciones y sus trabajos en la dirección que el Poder indicaba. De esta forma, pervirtieron a la máquina científica más importante de Europa y la pusieron a sus pies. Y este tipo de acciones, con objetivos nuevos, personajes distintos y escenarios diversos, parece que actúa hoy de nuevo desde las cavernas de Mefistófeles.
La editorial Trea ha publicado recientemente un pequeño libro del que soy coautor, junto con el filósofo Joan Manuel del Pozo y la investigadora Judit Sabido, titulado La arqueología del diablo: Una aproximación a la ética de la ciencia, cuya única finalidad es adentrarnos en este mundo tenebroso de la pérdida de la libertad en la ciencia. Sí, este es, a mi juicio, la raíz del mal.
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Autores: Joan Santacana Mestre, Juan Manuel del Pozo, Judit Sabido Codina. Título: La arqueología del diablo: Una aproximación a la ética de la ciencia. Editorial: Trea. Venta: Todostuslibros
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