Para Fernando Romero Urdiáin
El templo era de planta romboidal y no tenía capillas: todo era una misma sala. Un rombo negro se dibujaba en su centro, con fondo blanco. Los lados de este rombo medían un metro aproximadamente, aunque aquéllas eran antiguas medidas que hoy no conocemos. El resto del suelo del templo estaba compuesto de rombos negros y blancos, unos dentro de otros.
El templo no era muy grande, pero sí muy alto. A vista de pájaro, un perro que entrase en él, un galgo, se vería inmensamente pequeño. Todo parecía indicar que su subterráneo escondía algún tesoro, oro, joyas, piedras preciosas o quizá algún enterramiento importante. Pero no era así. El suelo del templo era de arena, y sus cimientos muy firmes.
El verdadero tesoro estaba en lo alto, más allá de la cúpula. Allí descansaban libros, papiros, pergaminos… de las épocas más distantes, informaciones perdidas en bibliotecas incendiadas, destruidas, como la famosa de Alejandría. Pero nadie sabía de la existencia de este tesoro. No sólo había libros, también había otras cosas. Escudos griegos, de la época de la guerra de Troya, armaduras de cruzados… y mucho más, incluso el mascarón de proa de una nave vikinga. Nadie sabía cómo había llegado todo eso, porque nadie sabía que estaba allí.
El templo descansaba bajo dunas enormes, toneladas de arena, en el desierto de Arabia. Hace mucho tiempo que alguien escribió su paradero en esta antigua ciudad hoy sepultada bajo la arena, pero la memoria de la humanidad es frágil y no sabe cuidar sus orígenes. Será difícil que alguien encuentre ese pergamino que señala el paradero exacto del templo; reposaba en un museo, en aquel tiempo en que la lengua en el que estaba escrito resultaba indescifrable. El museo fue destruido por las bombas de una guerra.
Sin embargo algún día alguien encontrará este templo y sus reliquias; todo lo que una vez existió volverá a la luz, porque los antiguos tesoros tienden a ser encontrados, igual que el hombre necesita respirar.
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