Una de poetas
Asisto en calidad de testigo a una polémica entre varios poetas —aunque casi sería más apropiado decir que lo hago como voyeur— y recuerdo algo que me contó Carlos Zanón al iniciarse este verano que ahora concluye. Es una historia que no he podido contrastar en ningún sitio y que, con toda probabilidad, es falsa, aunque ignoro si procede de la rumorología popular o si más bien se debe a la inventiva del propio Zanón. La cuestión es que es tan buena que me cuesta resistir la tentación de ponerla por escrito, para evitar que se la lleve el viento. Cuenta cómo, cuando el mundo andaba por el siglo XVI, el conde-duque de Olivares anunció su intención de acudir en visita oficial a Sevilla. La noticia no tardó en llegar a orillas de Guadalquivir y, al cabo de unos días, empezaron a dejarse oír por las tabernas y los callejones de turbio ambiente versos satíricos en los que se parodiaba a tan egregia figura y se ridiculizaban hasta lo grotesco sus supuestos vicios. El alcalde de la ciudad, temeroso de que las hojas volanderas se multiplicaran a medida que se iban acercando las fechas de la recepción oficial, y también de que el mismísimo conde-duque llegara a escuchar el escarnio de ciertas rimas, tomó la resolución de meter en la cárcel de inmediato a todos los poetas de los que se tenía noticia. Uno tras otro fueron entrando en la prisión con paso firme y gesto altivo, para que a sus carceleros no les cupiera la menor duda de que asumían la condena sin el menor arrepentimiento. El alcalde respiró aliviado, pero su tranquilidad apenas duró tres o cuatro días. Ése fue el tiempo que tardó en caer en sus manos una carta manuscrita en la que los presos comunes, ladrones y asesinos en su mayoría, presentaban sus respetos a la máxima autoridad municipal y le solicitaban que, por favor, fuese tan amable de devolver la libertad a aquellos tipos tan raros con los que ahora tenían que compartir celda: desde su llegada, no paraban de meterse cizaña unos a otros, y sus pullas y sus malas maneras amenazaban con quebrantar el buen ambiente que hasta entonces había reinado entre los muros de la cárcel.
Una vieja canción
Hay canciones que abren un pasadizo imprevisto hacia ciertos territorios del pasado. Normalmente no son nuestras favoritas ni nos vienen a la cabeza de manera recurrente, pero se hacen escuchar cuando no contamos con ellas —mientras leemos la prensa en una cafetería, en la aburrida soledad de cualquier sala de espera, en la emisora que lleva sintonizada el conductor del taxi— y transportan en sus acordes y en su melodía el aire, los olores y el sabor del momento exacto de nuestra biografía al que el azar hizo que quedaran asociadas para siempre. Nos devuelven esas irrupciones casuales una porción de nosotros mismos que creímos no sé si perdida o sepultada bajo las sucesivas capas con que las había ido envolviendo el paso de los años y que de repente asoma por un resquicio de la conciencia y vuelve a hacer presente lo que nos parecía ya tan lejano como si no hubiera existido nunca. Hay una canción que llevaba bastante tiempo sin escuchar y que me remite a unos días en los que fui exageradamente feliz —o eso creo, al menos: esas cosas las suele decidir uno a posteriori—, y cuando el otro día volvió a mis oídos, el calendario retrocedió hasta el mes de marzo de 1997 y yo me volví a ver sentado a la mesa de la cervecería en la que unos amigos y yo entreteníamos el atardecer con esa alegría lánguida que tienen las despedidas cuando aún no lo son del todo. Llevábamos nueve días fuera de casa y al siguiente se pondría fin a un periplo que nos había llevado a recorrer media Francia. En aquella penúltima jornada, cuando aún teníamos por delante otra que gastaríamos en un parque temático —habría que añadir la del regreso a casa, pero ésa no contaba, o no del todo—, aprovechamos unas horas libres para recorrer sin ninguna prisa, como si nos negásemos a asumir que el viaje terminaba, las calles de Poitiers. No he vuelto nunca por allí y retengo de la ciudad imágenes difusas, como si más que de un recuerdo proviniesen de una ensoñación. Recuerdo calzadas estrechas y edificios bajos en cuyos recovecos aguardaban maravillas como la iglesia románica de Notre Dame o el baptisterio visigodo e Saint-Jean; también una furgoneta de ésas que luego se llamarían food trucks y en la que compré el primer kebab que me comí en mi vida y el curioso detalle de que los timbres de algunas casas llevaban escrito el nombre y la profesión de sus moradores. Concluimos aquel paseo en la Plaza Mayor y nos metimos a tomar algo en un bar cuyos ventanales se abrían a la fachada del ayuntamiento, iluminada a aquellas horas en las que ya empezaban a anunciarse las penumbras de la noche. Bebimos morosamente mientras desgranábamos algunas anécdotas de aquella larga excursión que concluiría pronto, pero que entonces aún duraba y que por tanto no admitía ser conjugada en pretérito, y de fondo sonaba una música que me resultó familiar porque alguien me había regalado unos meses atrás el disco que la incluía. Era una canción de amor hermosa y algo ambigua, porque en sus versos nunca se llega a aclarar del todo si el hombre y la mujer acaban juntos o si es uno de los dos el que recuerda al otro al cabo del tiempo y desde la distancia, y mientras la melodía iba brotando de los altavoces y mis amigos proseguían su diálogo jovial y atropellado yo me quedé escuchándola con la certeza de que aquello era la premonición de una melancolía. Lo confirmé hace un par de días, cuando sus armonías me asaltaron mientras caminaba por la calle, en un instante tan fugaz que no llegué a saber si sonaban en el interior de un bar o si el eco provenía de algún coche que pasó a mi lado. La interferencia no duró ni un segundo, pero bastó ese brevísimo instante para que se hiciera presente el pasado. Este verano claudicante se convirtió, así, en la primavera de mis dieciséis años; y la realidad se desdibujó para permitir que la memoria hiciese su trabajo y me devolviera al instante preciso en que tomaba una cerveza frente al ayuntamiento de Poitiers y fumaba y reía junto a unos amigos a los que hace años que no veo y que, al igual que yo, estaban convencidos de que seríamos siempre jóvenes y nunca dejaríamos de caminar sobre campos dorados.
La ucronía española
En El hombre en el castillo, la novela que definió las ucronías contemporáneas, Philip K. Dick imaginó un mundo muy distinto al que conocemos. Tras ganar la II Guerra Mundial, los nazis se han extendido por el mundo y controlan un vasto imperio colonial en el que se extermina a los judíos y los negros, se devasta África entera y se deseca el Mediterráneo. No es Hitler el encargado de llevar la batuta, porque una sífilis cerebral lo incapacitó ya en los últimos compases de la contienda, sino un Martin Bormann cuya muerte, en el transcurso de la narración, abre un conflicto entre Joseph Goebbels y Reinhard Heydrich, que aspiran a hacerse con el poder en el filo de sus ancianidades respectivas. La novela incide en algo que no siempre se tiene en cuenta: el modo en que las actitudes y el pensamiento vienen definidas o inducidas por el contexto en el que se desarrollan. Lo personal no es ajeno a lo político, y la ética individual se conforma a partir de la moral colectiva que impregna el marco espacial y temporal en el que nos desenvolvemos. Las personas que en el libro de Dick pueblan un mundo dominado por los vencedores de la última gran guerra, década y media después de su conclusión, han asumido como lógicos o pertinentes o irrenunciables valores que a cualquier conciencia formada en los principios democráticos le resultarían odiosos, pero que para ellos conforman lo consabido y aun deseable: las cosas son como son porque tienen que ser así, sobre todo en lo que atañe a las personas más jóvenes, aquéllas que aún no habían nacido o eran niñas o adolescentes cuando se desataron las hostilidades y que, por tanto, no han conocido otro mundo que aquél en el que viven ni más reglas que las que aceptan y cumplen, de buen grado o sin cuestionarlas demasiado. La novela no deja de ser una fabulación a partir de lo que pudo pasar si los aliados no hubiesen terminado doblegando a las escuadras nazis. Para el lector español, sin embargo, la trama no resulta tan ucrónica. A diferencia de lo que ocurrió en el resto de Europa, aquí la década de los cuarenta del pasado siglo no fue la de la derrota de los fascismos, sino la del triunfo de su vertiente nacionalcatólica, y por lo tanto la época en que el grueso de la población comenzó a aclimatar su mente a unas circunstancias que diferían mucho de las de cualquier sociedad medianamente desarrollada en lo que a sus principios y valores se refiere. Era inevitable que todo el polvo acumulado durante las cuatro décadas que duró nuestra entrañable dictadura generara estos lodos de los que emergen personajes que, aun hoy, la justifican y hasta la defienden, cuando no se atreven a insinuar que en aquellos tiempos nefastos para todo lo que tuviese que ver con la decencia se vivía mejor que ahora. Son los mismos barros pestilentes en los que retozan los diputados que se atreven a decir desde la tribuna del Congreso que los gobiernos totalitarios de entonces eran preferibles al democrático de ahora, y también quienes evitan salir al paso de esas palabras necias para que no parezca que toman partido —como si no lo tomaran al callar la boca— y, por descontado, los que en el colmo de la ignominia van y les ríen la presunta gracia.
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