Barcelona dreams, de Pierpaolo Rovero Mi padre se jubila después de toda una vida dedicado a la enseñanza pública. Mi padre deja de trabajar en el colegio, pero solo eso, porque él nunca dejará de ser maestro. Los que se dedican a esto —al menos los que yo conozco— no se quitan el uniforme al llegar a casa ni olvidan sus quehaceres en el despacho ni aparcan los problemas en el felpudo. Los que se dedican a esto acuden raudos y veloces a los niños que están perdidos, a los padres que no saben, a los que se intuyen especiales.
En mi familia, todos hemos ido pasando por las manos de mi padre. Él siempre ofrecía la misma respuesta a todas nuestras afirmaciones: ¿por qué? Si me preguntaba algo relacionado con Conocimiento del Medio, Literatura o Matemáticas y yo le respondía sin titubear ni un ápice, él siempre me hacía cuestionarme la respuesta, me obligaba a responderle con razones y no con supuestos. Porque en la duda está la sabiduría, esa es una de sus grandes enseñanzas.
Mi padre me enseñó lo que se convirtió en mi vida: los libros. Íbamos juntos a la biblioteca mientras jugábamos a adivinar cuántas matrículas pares había en la acera o el color del siguiente coche. El camino era largo, pero era mi favorito. Mi padre me enseñó la colección de Pesadillas, las aventuras del Jabato y del Capitán Trueno, a Alatriste a la hora de la merienda, a Los Cinco los sábados por la mañana. Me enseñó al Pequeño Vampiro, el juego de luces de las portadas de Molly Moon, aquel libro de Harry Potter que me leí mientras me daba un baño de tres horas. Mi padre me enseñó las bondades de Ibáñez en 13, Rue del Percebe, las locuras de Superlópez y el hambre de Carpanta. Mi padre llenó de viento mi vida con el primer libro de Machado, con el azul de Rubén Darío, la tierra de Juan Ramón Jiménez, la caricia de Gloria Fuertes. Ahora, soy yo la que le presta libros, la que le dice el título deseado cuando llega el 23 de abril, la que le lleva a Segovia un puñado de novelas con ese deseo tan difícil a veces de que cumplan sus expectativas.
Mi padre se jubila. No pudo hacerlo como hubiera deseado, abrazado a sus compañeros, despidiéndose de sus alumnos, con su última obra de teatro. En cambio, lo hizo dando clase a mi abuela: matemáticas, educación física en casa, lengua, dibujo, para que la cuarentena no mermara sus capacidades. Cada tarde, todas las tardes, boli en mano, le estuvo repitiendo a mi abuela la misma pregunta que me hacía a mí de pequeña: ¿por qué? Esa pregunta que esconde todas las respuestas.
Zenda es un territorio de libros y amigos, al que te puedes sumar transitando por la web y con tus comentarios aquí o en el foro. Para participar en esta sección de comentarios es preciso estar registrado. Normas: