El Proyecto ITINERA nace de la colaboración entre la Asociación Murciana de Profesores de Latín y Griego (AMUPROLAG) y la delegación murciana de la Sociedad Española de Estudios Clásicos (SEEC). Su intención es establecer sinergias entre varios profesionales, dignificar y divulgar los estudios grecolatinos y la cultura clásica. A tal fin ofrece talleres prácticos, conferencias, representaciones teatrales, pasacalles mitológicos, recreaciones históricas y artículos en prensa, con la intención de concienciar a nuestro entorno de la pervivencia del mundo clásico en diferentes campos de la sociedad actual. Su objetivo secundario es acercar esta experiencia a las instituciones o medios que lo soliciten, con el convencimiento de que Grecia y Roma, así como su legado, aún tienen mucho que aportar a la sociedad actual.
Zenda cree que es de interés darlo a conocer a sus lectores y amigos, con la publicación de algunos de sus trabajos.
El mes de septiembre es el mes que en España sucede al paréntesis vacacional de agosto y marca la vuelta al cole, que este año se prevé sea irregular y accidentada debido a las circunstancias que venimos sufriendo y que se augura empeoren con el frío, aunque tampoco el calor nos ha dado tregua, como en un principio se anunciaba. Desde que tengo conciencia de mí misma recuerdo todos los comienzos de curso con una mezcla de ilusión y nerviosismo, pero nunca hasta ahora había tenido razones tan notorias ni pensé que fueran a ser tan universales. Compadezco a quienes se inician en estos tiempos en el acceso a la educación, y espero que pronto cambien a mejor por el bien de todos, y no dejen una huella demasiado negativa ni tengan consecuencias adversas.
A lo largo de la Historia han sido muchos los pensadores que han dejado por escrito sus impresiones sobre una cuestión de importancia tan radical y a la que sin embargo tanto se desprecia como la educación, palabra que deriva directamente del verbo latino duco precedido del preverbio ex, que indica procedencia a partir de un punto concreto, esto es, “conducir desde dentro hacia afuera”. Como me señala mi amigo Daniel García Posada, esto recuerda también el famoso mito de la caverna de Platón, y a esa idea que en él subyace de sacar del fango de la ignorancia a quienes porfían en permanecer en la oscuridad de la cueva, amedrentados por la proyección de las sombras, y que no deja de ser una feliz coincidencia que educar signifique literalmente eso y que la mejor metáfora del conocimiento nos la dejara Platón en su cueva.
Los griegos le dieron el nombre de paideia, término emparentado con pais, que en la lengua helénica significa “niño”, y de donde procede también “pedagogía”, la ciencia que trata acerca de la enseñanza. La infancia, el estado del que aún no habla —pues nos encontramos en la palabra con el prefijo negativo in— y la raíz del verbo for, uno de los que, junto a dico, entre otros muchos, significa “decir”, de donde por ejemplo proviene “fama” (lo que se dice), fatum (lo predicho, sinónimo de destino), y, tomando una acepción negativa, “fatal” y “fatalidad”, es el estadio más temprano de la vida de una persona desde donde se debe iniciar la educación, que no es sino el resultado de “extraer” lo que está dentro, conducir al individuo hacia el conocimiento —o al menos su búsqueda— desde su propio interior, como muy bien supo ver el filósofo griego Sócrates hace ya veinticinco siglos. En el procedimiento socrático se combinan inducción y deducción a través de un método que su discípulo Platón llamó “mayéutico”, y que tiene que ver con la obstetricia, rama de la ginecología que se ocupa del nacimiento, pues Fenareta, la madre de Sócrates, era matrona, y posiblemente le inspirara: así como la partera ayuda a dar a luz a una nueva vida, el maestro, didáskalos en griego —raíz de donde también deriva didáskein (enseñar)—, sirve de tutor que dirige los pasos que conducen a la adquisición del saber.
También su padre, Sofronisco, hubo de jugar su papel, pues siendo maestro cantero y escultor era consciente de que en el bloque de piedra se encuentra la imagen buscada, y que solo quitando lo que sobra aflora la misma.
Las ideas, según Sócrates, no debían implantarse desde fuera, sino que, por medio de interrogantes dirigidos por el maestro, el discípulo había de llegar lógicamente a una serie de conclusiones, y a través de su desarrollo, dentro del pensamiento individual, salir a la luz en el momento en que estuvieran maduras para ser expresadas con claridad.
Practicaba también Sócrates la ironía: fingía aceptar las tesis de sus interlocutores en un principio para después, mediante el diálogo, demostrarles que incurrían en contradicciones, y que la certeza, como la utopía, es inalcanzable, por más que sea preciso tender a ella.
Platón irá más allá en la teoría de la reminiscencia, según la cual el conocimiento se encuentra latente de manera natural en la conciencia individual. El proceso de descubrimiento del propio conocimiento se conoce como «dialéctica», y es de carácter inductivo.
Muy interesante —como me señala Gonzalo Gregorio Alonso Rodríguez de Segovia, brillante alumno del grado de Filología Clásica en la Universidad de Murcia— es el término “instrucción”, aunque en un sentido inverso, esto es, el de adquirir saber e incorporarlo al que se posee, como se colige de sus componentes léxicos (in —aquí en el sentido de “hacia dentro”— y struere, “amontonar”), que hacen referencia al acopio de conocimientos.
“Aprender”, por su parte, es en griego mantháno —máthema es uno de los términos para referirse al conocimiento, de donde proviene “matemáticas” y también “polímata” (el que sabe de muchos temas)— que los latinos tradujeron como scientia: de ahí lo artificial y forzado de la división entre estudios de “ciencias” y “letras”.
Discere y docere son los verbos que en latín significan “aprender” y “enseñar”, derivados ambos del griego dokéin, “opinar” —de donde los sustantivos dóxa, “dogma” o “paradoja”—, que en Platón se opone a epistheme, el conocimiento puro. La indagación y las hipótesis son formas de tratar de acceder al conocimiento y de formular ese intento profundizando en un saber que nunca puede ser absoluto.
“Discípulo” es sustantivo precioso, por cuanto implica sucesión en la cadena de transmisión del saber, pero a mí me gusta particularmente “alumno”, metáfora que implica el alimento del espíritu que se da a través del conocimiento, de cuya hambre y sed se habla a menudo, pues proviene del verbo alo, “alimentar”, al igual que “alma”, lo que nutre: no es casual que tradicionalmente se dé a la Universidad el epíteto de Alma mater, “madre nutricia”.
Aunque la educación fue objeto de atención prioritario en Grecia y Roma, no fue nunca en Grecia de acceso público, y en Roma, a partir de la época de Augusto —en la que tiene un papel capital la figura de Mecenas, protector de escritores, como también lo había sido y seguía siendo Mesala— los emperadores romanos apoyaron la cultura y proveyeron a los ciudadanos de espléndidas bibliotecas públicas que facilitaban el estudio y la educación (la primera de ellas en el 38 a. C. a cargo de Asinio Polión, antes del cual los libros se hallaban circunscritos al espacio de las colecciones privadas), pero no hubo puestos permanentes de enseñanza pagados por el estado.
Solo muy tardíamente se instituyó un cierto “profesorado estatal” (si se me permite el anacronismo, pues es este un concepto moderno no extrapolable), concediéndose honores imperiales que constituían más un acto de reconocimiento por parte del gobernante que un servicio del Estado a ciertos individuos destacados, entre ellos rétores como Quintiliano, a quien Vespasiano ofreció una cátedra imperial. Durante la vida del calagurritano en Roma hubo maestros de retórica en abundancia, y también escuelas en las que se enseñaba el arte de la palabra, que anteriormente había estado en manos de los griegos, cuya enseñanza, desde tiempos anteriores a Aristóteles y de un modo especial en el período helenístico, sobre todo después de Hermágoras, a mitad del siglo II a. C., estaba basada en libros de texto (technai) compilados para uso de los estudiantes, donde se estudiaban y aplicaban de forma práctica los preceptos retóricos fundamentales.
Entre los escritores latinos que trataron acerca de la cuestión axial de la educación podríamos nombrar a Cicerón, Séneca o Quintiliano.
El discurso ciceroniano Pro Archia poeta se considera una verdadera defensa ya no sólo del poeta sirio Arquías, bajo cuyo magisterio se formó Cicerón, sino por extensión de las ciencias Humanísticas, a cuya lectura animo a acercarse a quien tenga curiosidad por una cuestión como la que aquí he tratado solo de esbozar.
Séneca, en su tratado De providentia, señalaba la diferencia entre la actitud de padres y madres ante los hijos, subrayando la indulgencia de estas últimas, que los mantienen en su regazo hiperprotegiéndolos. El filósofo se decanta por la necesidad de ser firme y exigente en la educación, para conseguir individuos curtidos en el esfuerzo y el sacrificio, que redunda en la adquisición de una imprescindible fortaleza.
Quintiliano, en su Institutio Oratoria (XIV 31-48), ponía el acento en un tema que sigue resultando tan actual como las diferencias de opinión respecto a cuándo deben aprender a leer los niños.
Por citar tan solo un par de hitos más en el camino de la educación, no puedo dejar de mencionar a San Jerónimo —quien a finales del siglo IV redactó un manual de educación para la nieta de quien sería después Santa Paula, gracias a la cual construyó su monasterio en Belén— ni por supuesto a Luis Vives, filósofo, pedagogo y psicólogo que en el siglo XV dedicó su atención y esfuerzo (studium, en latín) a esta cuestión central en el Humanismo, donde el Hombre constituye el eje y vuelve a ser el métron chremáton, como había proclamado Protágoras en el siglo V antes de nuestra Era. Gran reformista, aplicó la psicología a la educación oponiéndose a los métodos escolásticos, e hizo uso del método inductivo y experimental. Como muestra de la importancia de que gozaron sus reflexiones solo diremos que su libro destinado a la enseñanza del latín se editó sesenta y cinco veces entre 1538 y 1640.
Volviendo al presente, considero que en un momento de crisis como el actual es preciso no perder de vista que la presencialidad y la interacción física son necesarias para reforzar el aprendizaje, como seres sociales que somos, y que las raíces de nuestra cultura no están reñidas con la modernidad ni con las tecnologías que facilitan puntualmente su adquisición y que son prioritarias en momentos en que la salud está en riesgo. Traigo al contexto que nos ocupa las palabras de Emmanuel Rudnitzky, más conocido como Man Ray, pintor, escultor y fotógrafo americano nacido a finales del siglo XIX, que destacó de forma especial en este último ámbito: “Of course, there will always be those who look only at technique, who ask how, while others of a more curious nature will ask why”.
Ojalá las autoridades educativas se tomaran en serio un tema que es capital y se concienciaran de que el desprecio de las condiciones que requiere la enseñanza y el abandono de los Estudios Clásicos no puede sino tener consecuencias desastrosas. Sueño con que llegue el día en que no se encuentren amenazados.
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Referencias bibliográficas para profundizar en la cuestión terminológica:
- J. García González, “Dokein, apuntes para una gramática de los términos epistemológicos griegos”, Florentia Iliberritana 2, 1991, 199-205.
- J. García González, “Dokein, apuntes para una gramática de los términos epistemológicos griegos II”, Koinòs lógos: Homenaje al profesor José García López / coord. por Mariano Valverde Sánchez, Esteban Antonio Calderón Dorda, Alicia Morales Ortiz, Vol. 1, 2006, 263-274.
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