He escuchado la misma música que un día tronó en la mente de Ludwig van Beethoven. He escuchado la perfección, gracias a Mozart. He visto los colores inventados por los grandes maestros del arte universal. He contemplado una roca inerte convertida en materia viva gracias a las manos de Miguel Ángel. Al prender las luces de mi casa, he apreciado los errores y los aciertos de Thomas Edison, quien derrotó la oscuridad. Y he observado la luna en el cielo, la misma en la que caminó un hombre llamado Neil Armstrong.
He sopesado una manzana en mi mano, y he sentido la misma fuerza del cosmos que intrigó a Newton. He leído las palabras de Shakespeare. He sentido el calor de Macondo y he asistido al sepelio de un rey llamado José Arcadio Buendía. He acompañado a Juan Preciado a buscar a su padre, un tal Pedro Páramo. He admirado la pureza de la fórmula de Einstein, la lucidez de Stephen Hawking y la curiosidad insaciable de ambos. Me han conmovido la humildad de Gandhi y el coraje de Lincoln. Me han estremecido la tenacidad de Bolívar y la oratoria de Churchill, que salvó el mundo. Me han erizado los diablos del Bosco y el infierno de Dante. Me han deslumbrado los óleos de Van Eyck y enternecido los zapatos de Van Gogh. Me ha hechizado la nobleza del arte griego y el misterio del arte egipcio. He absorbido el pensamiento de Platón, la lógica de Aristóteles y las ideas de Nietzsche, que parecen dinamita. He leído una frase revolucionaria de Thomas Jefferson: que todos los hombres son iguales. Y he pedaleado en un invento imposible, la bicicleta.
Mis dedos han rozado la redondez de un seno y he olido la fragancia de tierra húmeda que emana una mujer excitada. He sentido un deleite infantil al probar el chocolate. He paladeado la sangre de la tierra llamada vino. He saboreado la sal del mar y la dulzura de los ríos. He sentido el aleteo de una brisa similar a la que empujó a Odiseo hasta Ítaca.
He visto el fulgor de los astros y el parpadeo de las luciérnagas. He visto el milagroso verdor del pasto, y el número de granos de la arena, que es infinito. He visto el mar, que disimula y oculta la vida que late bajo las olas. Y he visto las olas, cuyas crestas recogen el viento como la vela de un barco, y avanzan hasta desbaratarse en la playa. Y en la playa he visto tortugas al nacer, braceando en seco y dirigidas a tropiezos a la orilla. He disfrutado el sabor de la comida y la riqueza de las bebidas. He admirado las hazañas de los hombres y las proezas de las mujeres. He visto, atónito, el despegar de un avión y el vuelo de los pájaros. Las yemas de mis dedos han percibido la frescura del rocío y se han quemado con el ardor del fuego.
He visto el nacimiento de mis hijas. Las he oído reír a carcajadas, les he apartado las lágrimas de la cara, y he tenido la felicidad de cargarlas en mis brazos. He apreciado la calidez de un hogar y el amor de una esposa. He gozado del tesoro de la amistad. He sentido la euforia que nace de amar y de sentirse amado. He disfrutado sueños tan placenteros que lamento abrir los ojos, y he sufrido pesadillas tan terribles que agradezco despertar. He superado mil malestares menores y una enfermedad mortal. Y me ha tocado el rostro el mismo sol que acarició el rostro de Cristo.
Estos son algunos de los grandes privilegios de la vida, que reflejan el mayor privilegio de todos: el hecho nada simple de estar vivo. Y conviene recordarlo.
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Artículo publicado en El Espectador.
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