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Amor imaginario

Ilustración: Paula Viéitez.

Se escribe una carta no para ser respondido, sino amado
Esperanza López Parada

Porque en parte conocemos, y en parte profetizamos
1 Co 13, 9

Querido Trot:

Ha sido un verano extraño, aunque tú eso ya lo sabes, puesto que me has acompañado buena parte del camino. Supongo que me habría gustado leer más; siempre me gustaría haber leído más, pero quizá no lo suficiente para, en efecto, leer en presente. ¿Por qué nunca nada basta? No lo sé; es tan difícil estar a la altura de lo que amamos y tan fácil soñar despiertos. Quizá por eso nos hemos hecho tan buenos amigos este verano, ¿no crees? Porque ambos hemos adolecido alguna vez de un corazón indisciplinado, como tú bien dices; un corazón de agua, te propongo, que necesita de un molde para adquirir forma. Y porque los dos sabemos, pese a todo, de la virtud de la tenacidad y la modestia.

Cuántas cosas habías hecho y vivido con mis años y qué bien las recuerdas. También a mí me gustaría recordar tanto, tanto como para hablar del pasado en presente, tanto como para decir, como tú, «nazco», que es un verbo imposible de conjugar en este tiempo. A veces me preguntaba adónde iría a parar tu relato y resistía la tentación de curiosear las últimas páginas para averiguar si tu narración sería simétrica y acabaría con un también inconjugable «muero». Podría ser; porque a ti, corazón indisciplinado, te da igual el hecho de que un yo nazca siempre en pasado y muera siempre en futuro; porque la literatura es, en definitiva, el lugar donde la gramática se doblega ante la imaginación. Pero no fue así —no hubo ningún «muero»—, y eso me gustó. Me hizo feliz descubrir dónde interrumpías la historia y saber, entonces, en qué momento habías sentido la necesidad de echar la vista atrás para darle sentido a ese instante, es decir, para contarte cómo habías llegado hasta ahí. Fue bonito entender, al final, que todo aquello no era el gesto nostálgico de alguien que se despide de la vida, sino la rememoración satisfecha de quien ha superado numerosos obstáculos antes de encontrarse en una escena de felicidad humilde. ¿Hay algo acaso más humano? Te he visto crecer a lo largo de mil y pocas páginas y sé bien el nombre que otros dan a tu memoria, ¿pero cuál ha sido exactamente tu aprendizaje, Trot? ¿Qué era lo que querías enseñarme?

***

Déjame contestar por ti, mi dulce amigo: sé que has aprendido a amar. Sin duda has demostrado tu talento para sobreponerte a cuantas desgracias se te han presentado; pero, en la medida en que te conozco, creo ver en ti un don natural para hacer frente a la adversidad, como una pequeña cabra montesa nacida para escalar cuestas escarpadas. En cambio, qué torpe has demostrado ser para reconocer el amor y sus lealtades. Ya lo decía tu tía: ¡ciego, ciego, ciego! Claro que nadie puede culparte: que tu relato haga evidente ciertas cosas no quiere decir que estas se presentasen con tal claridad cuando las estabas viviendo. También yo ahora, cuando me cuento mi vida igual que tú, me digo «¡ciega, ciega, ciega!», a sabiendas de que ninguno de los dos estamos ciegos, Trot: sucede que un ojo no puede verse a sí mismo si no se desdobla. Pese a todo, has intentado hacer justicia a tu antaña ingenuidad en el relato: ¡con qué facilidad podía yo intuir lo que acabaría sucediendo mientras tú parecías no darte cuenta de nada! Has querido que me sintiera más lista que tú, como hacen los maestros para motivar a sus aprendices más infantiles. Pero eso no te va a funcionar conmigo, Trot; no vas a engañarme con tus trucos y tus nazcos. Mal que me pese, yo no adivino el futuro; si veo lo que va a suceder, es porque tú me diriges hacia el presente.

Así, con qué discreción al principio —y con cuánta evidencia más tarde— me has conducido por un paisaje de relaciones abocadas al desastre frente a tantas otras llamadas a resistir el envite del tiempo. Solo con una conseguiste despistarme hasta el final, y entiendo muy bien por qué querías guardarte esa carta: querías demostrarme que también a veces las señales son equívocas; querías, esta vez sí, que yo experimentase contigo, al mismo tiempo, la revelación: el momento en el que aprendiste —querías que también yo lo aprendiera— que hay amores fundados en la piedra y amores levantados sobre el aire. Todos creemos que el nuestro pertenece a los primeros, pero tu corazón indisciplinado se vio obligado a admitir que había cometido un error al dejarse llevar por un sentimiento volátil. Y sin embargo ya era tarde para rectificar: tenías que elegir entre la desdicha o la vileza. Solo que a tu autor no le importó cometer una crueldad para sacarte del apuro y mantener intacta tu virtud. Es así que tuviste una segunda oportunidad para poner en práctica tu reciente hallazgo; una segunda oportunidad para amar y ser feliz. Gracias a eso has podido contarme tu historia: la historia de cómo aprendiste a ver la roca que siempre había estado delante de tus ojos; la historia de cómo te enamoraste, por fin, de una persona real y no de una imagen soñada. Lo que quiero decir, Trot, es que valoro tu enseñanza, y te prometo que también yo intentaré siempre edificar mi amor sobre un suelo de bondad para que se alce bello y verdadero; pero yo no tengo autor, y tampoco tengo escrito mi destino, por mucho que me entusiasme observar los astros. Por eso no me quedará más remedio que ser yo quien se comporte con crueldad a veces; espero que sepas perdonarme.

***

Ha sido un verano extraño, Trot. Me habría gustado leer más, pero me ha gustado leerte a ti. Lamento decir que en un futuro no recordaré tanto como tú: habré olvidado casi todo lo que me has contado. A menudo me siento, al leer, como una garganta abierta que solo deja pasar el agua para saciarse. En realidad, me encantaría ser un tamiz capaz de filtrarla y así poder conservar alguna pepita de oro con la que agasajar a un ser amado. Todo lo que me queda, en cambio, es un polvillo dorado que se me mete en los ojos e impregna cuanto miro. Me consuelo con saber que mi cariño por ti es honesto y desinteresado: nunca ha sido mi intención robarte nada para mi propia escritura. Solo buscaba tu compañía en esta larga estación. Así que no, no recordaré casi nada de lo que me has contado, pero recordaré cómo me has hecho sentir tanto como recordaré los lugares en los que nos hemos dado cita estos meses. Es curioso que al final la memoria aprese mejor lo que acontece en los espacios que lo que sucede en el tiempo.

El verano ya se acaba y me despido de ti, Trot, agradecida. De cuantos nombres te han sido dados —David, Trotwood, ¡casi Betsey!, señorito Davy, señor Copperfield, Daisy, Doady—, espero que no te importe que me haya tomado la libertad de llamarte como te llaman quienes te son más queridos. Es por eso que te escribo esta carta, después de todo, Trot: no para que me respondas, sino para que también a mí me ames.

Hasta siempre, tu amiga imaginaria

María Elena

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