Sean Thornton despertó sobresaltado echando mano a su revólver Colt Peacemaker del calibre 45. Un ruido agudo de sirena le había despertado en mitad de la noche y pensó que podría tratarse de los comanches. Nunca se sabe cuándo esos bárbaros van a tener previsto atacar. Sean se sentía raro. A pesar de la oscuridad, había algo que no cuadraba en el ambiente. El olor de la habitación, el ruido en la calle… No era el típico de su poblado en Oklahoma. Empezó a tenerlo más y más claro: eso no era Oklahoma.
Sin soltar el revólver, se asomó a la ventana y del susto dio un salto hacia atrás. Estaba en la Gran Vía de Madrid y lo que le había despertado era la sirena de una ambulancia. Obviamente, él no sabía nada de esto. “Pondría la mano en el fuego a que esas sucias sabandijas del Ejército Federal me han capturado mientras dormía. Asquerosos cobardes” —musitó para sí mismo—.
—Se van a enterar de quién es Sean Thornton. Yo no me amedrento ante nada, saldré de esta lujosa prisión, aunque tenga que pagar con mi vida —se envalentonó.
Sosteniendo con fuerza su Colt, se aproximó a la puerta, y al abrirla estuvo a punto de disparar, pensando que había un guardia al otro lado. Pero no había nada. Solo un largo pasillo, con el suelo de moqueta y varias habitaciones.
—¡Esta prisión es enorme! Seguro que hay compañeros míos encerrados. Volveré a por ellos más tarde… Si es que consigo salir de aquí algún día, porque menudo laberinto.
Tras muchos rodeos y tras pasar varias veces por delante de unas puertas metálicas —los ascensores, absolutos desconocidos para el bueno de Sean—, nuestro cowboy encontró por fin unas escaleras. Empezó a bajar los diez pisos. Llegó al piso segundo exhausto. Tal es así, que decidió sentarse un momento en aquel suelo enmoquetado. Por el momento no veía a nadie del Ejército confederado.
—¿Por qué hay aquí tanta luz? ¿Qué sentido tiene, siendo de noche? —se preguntó.
Con fuerzas recobradas, se levantó y terminó de bajar los peldaños que le quedaban. Entonces sí aparecieron los enemigos, pero no parecían confederados. Eran trabajadores del hotel y vestían un sencillo chaleco gris, camisa negra y corbata. Sean desenfundó y se aproximó a la recepcionista, que miraba atónita a Sean. El asombro se transformó en sorna:
—¡Pero qué disfraz más auténtico! Por poco me asusta.
—¿Pero de qué está hablando? Mire, bonita, por muy guapa que sea usted estoy dispuesto a volarles la tapa de los sesos si no me dejan salir y volverme a mi poblado de Oklahoma.
La recepcionista empezó a reír y respondió:
—Claro, vaquero. Salga cuando quiera, no opondré resistencia.
Sean caminó despacio hacia la puerta. No se fiaba de aquella belleza. Las mujeres le habían hecho mucho daño en su vida. Sobre todo Lilly, aquella rubia con una sonrisa capaz de frenar la Guerra de Secesión y unos labios que sabían mejor que el whisky escocés. Cuando estuvo a punto de salir la puerta se abrió sola. Era una puerta automática. Sean nunca había visto una.
—¿Están los soldados federales al otro lado, verdad?
—Le prometo, señor, que no hay nadie —contestó la recepcionista, divertida con la situación.
—Venga acá, ¡ahora!
La recepcionista decidió continuar con lo que, creía, era una pantomima. Sean la agarró y con la pistola en el cuello se acercó nuevamente a la puerta.
—¡Tengo una rehén! ¡Poned vuestras armas en el suelo o me cargo a esta preciosidad! Sería una pena, no solo para los federales, también para el mundo. No todos los días ven las praderas nacer estas veleidades.
La recepcionista, ruborizada, arrimó su culo más hacia Sean, que se ruborizó también en plena guerra contra los federales. Una vez más, la puerta se abrió y al salir comprobó que no había nadie, nadie de los federales al menos. Sean se sintió más desconcertado que nunca. La gente vestía de un modo rarísimo. Juraría que ninguno llevaba revólver y no había caballos. Los edificios eran enormes y estaba todo iluminado. Además, había muchas prostitutas y por la calle rodaban unos carruajes muy extraños y veloces que corrían sin caballos. Sean soltó a la recepcionista, que se le acercó y le susurró al oído:
—Buenas noches, cowboy de medianoche.
Sean no entendía nada. Empezó a subir la calle y se paró a hablar con un grupo de jóvenes con pintas rarísimas.
—¡Buenas noches, jovenzuelos! Disculpen que les importune.
—¡Mira, loco! Pero si tenemos aquí al Clint Eastwood, menudo parguela, jaja.
—¿Quién es ese? No conozco a ningún Eastwood en Oklahoma.
—Bueno, viejo, no nos sueltes el rollo. Las películas de vaqueros son muy p’atrás. A dar la turra por ahí.
Y se fueron antes de que Sean pudiera abrir la boca.
—¿Pero qué idioma habla aquí la gente?
Continuó su rumbo por la calle Gran Vía, alicaído como una colilla mal apagada. Sintiéndose atrapado en una pesadilla. ¿Sería todo el resultado de una mala resaca? Se prometió a sí mismo no volver a tomar whisky… ¡Whisky! “Qué bien me sentaría un trago en estos momentos”, pensó.
A la altura de la Calle de los Libreros, alzó la mirada y su suerte cambió. En el horizonte se entreveía algo que parecía una taberna. Con ilusión recobrada, caminó rápido hacia ella. El local se llamaba ‘La garrapata’. Le pareció un nombre terrible, hasta para una taberna, pero todo era raro en aquel lugar. Entró por la puerta lo más erguido que pudo. Sean era alto y fuerte, y quería que se notara.
Al atravesar la puerta quedó ensordecido por el estruendo de una música rock que despedían cuatro grandes altavoces. Fue tal el sobresalto, que al pobre Sean casi se le cae al suelo el sombrero, quedando su hombría en entredicho. Allí había gente con pinta de comanche. Eran blancos como él, pero llevaban pendientes y se habían agujereado la piel como cualquier comanche. También llevaban el pelo largo como ellos.
Sean empezó a dudar sobre si estaba en un extraño poblado comanche. Pero en seguida descartó esta idea: los comanches no levantan ciudades, ni regentan tabernas. Son más de acampar en medio de la pradera. Se apoyó en la barra y avisó a voces al camarero:
—¡Un whisky!
El camarero le sirvió dos hielos en un vaso de tubo y llenó un cuarto de su contenido con Dyc. Esto molestó a Sean:
—¿Qué broma es esta?
El camarero se le quedó mirando, sin saber qué decir.
—Hasta arriba, como en cualquier sitio decente.
El camarero obedeció y le llenó la copa hasta arriba. A Sean no le gustaron aquellos vasos de tubo y tampoco estaba acostumbrado a beber las cosas tan frías. Metió los dedos en el vaso y tiró los cubos de hielo al suelo. Acto seguido, bebió de un trago la copa y pidió otra:
—Otro whisky. Y dígale a la orquesta que toque más bajo, esto es insoportable.
El camarero, por supuesto, no entendió a qué orquesta se refería. Pensó que Sean era un pobre loco. Sean miraba de un lado a otro, intentando encontrar a los miembros de la banda. No encontró nada. Tampoco le extrañó, debido a la oscuridad del local. La segunda copa también la bebió de un trago.
Entonces, un señor de 50 años, con pinta de haber bebido bastante, y que desentonaba tanto como él en aquel bar de heavys y punkis, le tocó en la espalda.
—Ah, por fin alguien medio normal.
—¿Qué buscas, vaquero?
—Pues la verdad es que lo único que quiero es ir a mi poblado de Oklahoma. No sé cómo diablos he llegado aquí.
—Yo tampoco —respondió después de hipar.
—¿Tampoco eres de aquí?
—No, yo vivo en Canillejas.
—No conozco ese poblado… Te invito a un whisky, menos mal que hay alguien cuerdo aquí. ¡Camarero, otro whisky!
—Gracias, John Wayne.
Sean no entendió esto último tampoco. Brindó con su nuevo amigo y terminó de un trago su tercera copa.
—¿Entonces no sabes cómo puedo llegar a Oklahoma?
—Oh, sí. Solo tienes que ir al aeropuerto y desde ahí viajar a Oklahoma.
—¿Aeropuerto?
—Sí, Barajas se llama.
En ese momento Sean recibió un empujón de un punki que estaba bailando. Lanzándole una mirada retadora, gritó:
—-¡Ten más cuidado, amigo!
Pero su enemigo ni le miró. Tamborileó con sus dedos en la barra del bar, y agarrando amistosamente al hombre de cincuenta años, que ya tenía la mirada perdida, le dijo:
—Gracias por todo, amigo. ¿Cómo te llamas?
—Alberrrrto, Alberrrrto Rrrrrrridrruejo —respondió arrastrando las «r».
—Gracias, Ridruejo. Me acordaré de ti y de tu familia si alguna vez regreso a este poblado de comanches blancos. ¡Suerte en la vida! ¡Me voy a Barajas!
Salió del bar. Pero a los dos pasos una fuerte mano le agarró de la espalda. Era el portero del local, una mole con cara de gorrino, rapado al cero y con un septum en la nariz:
—¿En el Salvaje Oeste no tenéis la costumbre de pagar en los bares?
—No tengo dinero. Apuntadlo en mi cuenta y ya volveré.
—Mira, imbécil, o pagas o te reviento la cabeza.
Antes de que pudiera terminar la última palabra, Sean le golpeó con la culata del revólver en la mandíbula, dejándole KO al instante. Sean Thornton tenía experiencia en las peleas de bares, y sabía perfectamente cómo desenvolverse en ellas.
Volvió sus pasos hacia Gran Vía con la intención de tomar uno de esos extraños carruajes para ir a Barajas. Sin embargo, se acordó de una cosa, algo que se le hacía imprescindible.
Regresó al hotel —para él prisión— del que había salido a medianoche. Volvió a atravesar esas extrañas puertas que se abrían solas y se posicionó frente a la recepcionista preciosa que había conocido solo hace unas horas. En cuanto ella volvió a verle, sonrió. Definitivamente le parecía un chalado, pero un chalado muy guapo.
Sean se quitó el sombrero e inclinándose ligeramente dijo:
—Señorita. Disculpe mi comportamiento de antes. Estoy en tierra extraña y desconozco las costumbres. Sé que parece una locura, pero no sé cómo acabé aquí. Lo que sí sé es que usted bien merece una locura, como esta o como las que puedan surgir. Verá, voy a Barajas, no sé dónde está, pero tengo que pasar por allí para volver a Oklahoma, donde está mi poblado. Ir sin usted sería como haber nacido huérfano. Como quedarse sin caballo a mitad de camino o descarrilar un tren lleno de oro. Si usted está conforme, será un placer llevarla a Oklahoma.
La recepcionista sonrió todavía más. Acarició el rostro de Sean y dijo:
—Claro, vaquero, me quedan 15 minutos para acabar. Siéntate en aquel sofá y en cuanto termine nos iremos a cabalgar a Oklahoma o donde desees.
Sean Thornton se convirtió en un hombre feliz, en el más feliz de todo aquel poblado de comanches pálidos. Sonrió, se sentó en el sofá, poniendo sus zapatos de espuela sobre la mesa y empezó a imaginar su vida con aquella mujer cuyo nombre seguía sin conocer… Así es la vida del cowboy.
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