El espectro de don Carlo Gesualdo se yergue en medio de la habitación, con la espalda hacia mí. Está leyendo mi novela. A intervalos regulares, le oigo pasar las páginas. De vez en cuando, suspira. ¿Le estará gustando? Querría que así fuera. Y por varias razones. No es la primera vez que me visita, pero su presencia sigue imponiendo. No deja de ser un fantasma.
Y la novela no tenía que hablar de madrigales, o no solo de madrigales, sino de los hechos que hicieron famoso a Gesualdo: una terrible noche de octubre de 1590, don Carlo se arma hasta los dientes y, rodeado de amigos y criados, irrumpe en la habitación de su esposa, doña María d’Ávalos. Don Carlo sabía que la encontraría en la cama con el duque de Andria, a quien sus contemporáneos consideraban el más apuesto caballero de Nápoles. Medio dormido y ridículamente vestido con el camisón de seda de doña María, el duque se planta ante don Carlo. Gesualdo le derriba de un arcabuzazo en los genitales. Luego, él y sus criados se arrojan sobre el duque y lo rematan a cuchilladas. Doña María grita en la cama, porque sabe que ella será la siguiente. Don Carlo la agarra por el cuello y la degüella, ensañándose luego con su cuerpo muerto. Ensangrentado y dando tumbos, sale del palacio y se refugia en su castillo. Tal vez los parientes del duque y doña María quieran cobrarse venganza.
Pero los Gesualdo son poderosos y el virrey manda echar tierra sobre el asunto. Don Carlo acaba saliendo del castillo. Se pasea por toda Italia con su música: Roma, Venecia, Ferrara. Allí se vuelve a casar y regresa a Gesualdo. Al poco, de nuevo el escándalo: su segunda mujer huye, temiendo por su vida; los campesinos se quejan de tremebundas apariciones en el castillo; don Carlo se da a extravagantes prácticas penitenciales. La Inquisición recibe varias denuncias.
Don Carlo me ha dado todos los documentos necesarios. De archivos del virrey, del Vaticano, de los espías de la República de Venecia.
—Haced algo digno, don Antonio —me dijo—. Veo vuestra novela traducida, hecha película, serie. ¡Netflix, don Antonio, Netflix!
Pensé que este hombre se ha mantenido muy al día, y me puse al trabajo. La historia se escribía sola. La materia pedía ambientación gótica, claro. Tenían que salir los fantasmas. Y una bruja (la gente se vuelve loca por las brujas). Pero con eso no me bastaba. Tenía que ser en parte policial, porque, al fin y al cabo, estamos hablando de crímenes. Meto, pues, un detective: el pesquisidor Carriazo. Y le doy dos ayudantes: un sacerdote desquiciado, el padre Hueso, y un veneciano explosivo, el dottore Ballarín. El padre Hueso representa los intereses del Vaticano y sospecha de Ballarín, precisamente por ser veneciano. Tiene que haber espías, así que los pongo. Y meto más documentos: las cartas de un tal Micene, preceptor de don Carlo, que hablan de la infancia del protagonista y dan perspectiva a la historia. Queda genial. Es una novela dialogada. Pero el diálogo va trufado de documentos y cartas de los personajes.
Desde luego, es diferente de lo que hay sobre el tema: alguna novela, documentales, una ópera incluso.
—Todo mierda, don Antonio —me dijo don Carlo el primer día—. Eran una panda de ineptos. Ni los leáis.
A mí me parece que exageraba, pero ya he dicho que don Carlo es un hombre muy exigente. Seguro que lo mío le gusta. Mi libro es elegante, sinuoso, misterioso: como sus madrigales. Pero también hay humor. Sin humor no hay elegancia. ¡Tiene que gustarle!
Veo que don Carlo mueve los hombros rítmicamente. ¿Ríe? ¿Llora? La verdad es que en la novela hay pasajes muy patéticos, como la historia del caballero melancólico. Seguro que va por ahí.
—¿Cómo va la cosa, excelencia?
—¡Cristo bendito! —grita don Carlo.
Y su sombra se desvanece con un aullido de desesperación.
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Autor: Antonio Sánchez Jiménez. Título: El caso del caballero Gesualdo. Editorial: Reino de Cordelia. Venta: Todostuslibros y Amazon
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