Éric Vuillard reflexiona sobre el nacimiento del hombre moderno y las primeras revueltas populares del siglo XVI en La guerra de los pobres.
Sus libros están llenos de predicadores iracundos, militares visionarios, aristocracias periclitadas, asaltos a bastillas, empresarios que pactan con nazis y monarcas enajenados por sus prebendas y lujos. Éric Vuillard sostiene que «el pasado nos ayuda a leer el presente, pero en el fondo empieza como una relación inversa. Es el presente el que nos permite entender el pasado y a verlo de manera diferente». Y desde esa premisa ha publicado El orden del día, Premio Goncourt, una obra donde diserta sobre la alianza del capital con el Tercer Reich; 14 de julio, una reflexión sobre la opresión; La batalla de Occidente, un título donde comenta cómo las élites y sus errores condujeron a millones de hombres a las trincheras, y La guerra de los pobres, que acaba de publicar y en el que recupera las figuras de Thomas Müntzer y Lutero. Es el momento de la historia en que, considera, nace el hombre moderno. El escritor, que ha convertido la historia en una parte esencial de su literatura, aborda ahora las primeras revueltas del pueblo contra el poder
—¿Por qué ahora la historia Thomas Münzter, John Wycliff, Lutero, de estos agitadores de conciencia?
—A estos movimientos de 1524-1525 se les denominó «las Guerras de los Campesinos». Pero tuvieron otro nombre anterior: «el Levantamiento del Hombre Común», una expresión que se ha abandonado y que se quedó en la cuneta de la historia. Cuando reparé en esta expresión me dio la impresión de que también pertenece a nuestro tiempo. Este hombre común es el hombre moderno, que arranca. El nombre de esta revuelta significa que el perímetro social de la revuelta es más incierto. El acento se pone en la heterogeneidad de movimiento, compuesto por obreros, artesanos, estudiantes de teología. Ese perímetro laxo es el caso de los movimientos sociales de hoy, que van más allá de los proletarios. Hoy esta figura del proletario se ha deshecho y está formada por pequeños comerciantes, empleados o los Chalecos Amarillos, un movimiento difícil de aprehender hasta para los sociólogos. «Hombres ordinarios» hace referencia a este temblor que significa una forma nueva de igualdad. El hombre ordinario insiste en una sociedad desjerarquizada.
—¿No le da miedo la justificación de la violencia que hay detrás de estos movimientos?
—Entre las novelas centrales de la modernidad está Los miserables. Nos cuenta la historia de Jean Valjean, condenado por haber robado un pan. Fue un hecho real. No se lo inventó Victor Hugo. Viene de la experiencia de ver a los reos que atravesaban París y las condiciones en que sobrevivían. La peripecia de Claude Gueux, que existió y que fue condenado por lo mismo que hizo Valjean, es el episodio a través del cual se desarrolla la novela. Pero en esta obra todos los personajes convergen en un lugar: una barricada. Es una escena de gran violencia que tiene como epicentro la muerte de Gavroche, un niño, un hijo de la calle, de los peores pobres, y de pronto encarna el movimiento revolucionario. Muere al ir a coger cartuchos para los revolucionarios. En él se condensa el drama de la sociedad y la literatura moderna.
—¿Literatura es una barricada?
—En cierta medida la literatura sí es una barricada, porque en tiempos inciertos, cuando el poder se endurece, constriñe, la literatura se convierte en un medio. Gracián se exilia por el Criticón y Quevedo entra en prisión. Sin embargo no han producido libros revolucionarios. Pero en un tiempo inflexible, donde el poder es autoritario, proponer respuestas provoca el exilio. No podemos leer a Quevedo y sus contradicciones solo de una forma literaria y filosófica, si no entendemos también que fue recluido por un poder excesivo que se ejerce sobre él. Él intentó, en un mundo limitado, mantener una palabra, un discurso, lo más libre posible. De igual manera podemos entender a Gracián, como una forma de lidiar con el poder y tratar de decir algo en el drapeado de la lengua.
—Los libros no son inocentes.
—No hay un libro inocente. No existe. Si miramos la literatura francesa del siglo XIX y XX, y no la elijo por orgullo nacional, sino porque es más homogénea, uno se da cuenta de que la Revolución Francesa abre la caja de los truenos. A partir de ahí surgen algunos hitos de la historia de la literatura. Su obra literaria también pertenece a la historia política. Stendhal nos evoca a Napoleón; Victor Hugo, el Segundo Imperio, el exilio y los tribunos del pueblo; con Zola pensamos en su concepción de la Justicia, su lucha contra el antisemitismo y las grandes huelgas de mineros; con Malraux, en la historia de España y la Guerra Civil española; no podemos pensar en Sartre sin pensar en el 68 y las colonias. Cada uno de esos nombres enraízan en algo colectivo. No es inocente, no escriben una literatura íntegra, que vive fuera del mundo social, protegida de los movimientos colectivos. Al contrario, sólo hay gran literatura cuando no viene de sí misma y se apoya en el exterior. No hay que olvidar Los miserables. Y tampoco que Victor Hugo lo escribe en el exilio.
—De hecho, en su novela El orden del día, que ganó el Premio Goncourt, habla de la complicidad entre empresa y política. ¿Hoy existe algo así?
—Si partimos de la elección más moderada de la filosofía política, de Montesquieu, él dice que todo poder tiende a concentrarse y a abusar de sus prerrogativas. Es algo natural en todo poder. Todo poder se extiende y abusa de sus prerrogativas hasta que encuentra un límite. Hoy me parece que es evidente que quien se extiende más y abusa más de sus prerrogativas es el poder económico, y es tan evidente que ni siquiera lo niega. Lo afirma, incluso. Es el primer poder. En las elecciones los políticos lo defienden con el argumento de que la economía es el sustento de la sociedad y que hay que apoyar a las empresas. La idea es que la vida económica está en el núcleo de la vida social y que el poder económico es el más determinante. Cuando hacemos estudios económicos se nos dice eso, y también que es esencial el beneficio, la búsqueda de la plusvalía. Los estudios económicos no son de moral o de religión. La economía política se ha liberado de todo moralismo en pos de la eficacia. Puesto que es así, es natural que ese poder se concentre y abuse de sus prerrogativas. Lo que le detiene no es la moral, sino otra cosa exterior. Y lo único exterior frente a ese poder que existe es la mayoría, la masa, lo que en el siglo XVIII se llamaba el pueblo.
—En La guerra de los pobres escribe: «Los poderosos nunca ceden nada».
—Cierto. Vemos que en la época de la iglesia la estructura es muy rígida, opresiva debido a la Inquisición. No pretende escuchar lo que quieren decir Lutero o Thomas Müntzer y lo que el pueblo reclama, a saber: alfabetización, acceso a la Biblia en su lengua, su oposición a la salvación con bulas, que no es conforme con el evangelio… Fueron errores que dieron lugar al mayor cisma de la historia cristiana. Lo curioso es que en los países más católicos, lo que reclamaban los protestantes se ha producido: todos leemos la Biblia en nuestra lengua, y no en latín, y hasta los católicos más recalcitrantes rechazarían hoy las bulas. ¿Por qué? Porque lo que reclamaban Lutero y Müntzen era razonable. El catolicismo lo pagó caro. Esto coincidió con el imperio de Carlos V, con un poder sin igual, pero fue suficiente que un pequeño monje en Alemania escribiera 95 tesis y, gracias a la imprenta, se difundiera su pensamiento sin que el emperador lo pudiera parar. Este es el momento preciso en el que nació una nueva libertad. Aparece un nuevo sujeto, moderno, que es crítico y se interroga, y se lleva la victoria. Es lo que somos todos, la alfabetización de masas y la difusión de la razón crítica. Todos somos herederos de esa apertura. Y se produjo en una zona periférica de Europa.
—Lutero, Müntzer eran predicadores. ¿Cuál es el papel de la lengua?
—Nos revelamos todos en las categorías culturales de nuestro tiempo. Thomas Müntzer habla la lengua de la iglesia católica, la cuestiona hablando su propia lengua. Lo que está modificando es esa lengua, pero la habla. Todo lenguaje es impuro, toda cultura es impura, siempre está entre la cultura que se hereda y la que se intenta modificar y que tratamos que venga. En esta cultura del siglo XV, que es muy jerárquica y donde un discurso es preponderante, es normal que los movimientos requieran portavoces, porque es tan jerárquica que hay que poder hablar con los teólogos y los príncipes. Para negociar necesitamos alguien que hable su cultura, su lengua. Los intelectuales que se unen a la causa del pueblo, que es lo que hace Müntzer, buscan la desjerarquización. Es la revuelta del hombre común. En lo que nos concierne, vivimos en una sociedad muy desigual y poco jerárquica. Hace dos generaciones tenías que pedir permiso a tu padre para hablar. El derecho ha cambiado para las mujeres, que antes no podían tener una chequera y, además, existían castigos físicos. Hoy el mundo es menos jerárquico, pero desigual. Se debe a una gran concentración de poder y a la globalización, que ha agravado este fenómeno poniendo a nivel mundial este problema entre estados, individuos y continentes.
—Y si los poderosos no ceden nada, las desigualdades aumentan y las negociaciones no sirven. ¿Qué sucede?
—El nivel de violencia creció con los Chalecos Amarillos, me refiero a la policía. Amnistía Internacional constató que hubo gente que se quedó tuerta, perdió una mano… Esto significa que la violencia había sido inaceptable y que, en general, la violencia social había aumentado. Si las voces habituales de la reivindicación son ineficaces, si el poder económico y político rechazan negociar cuando hay cientos de miles de personas en las calles, el pueblo se excita, la represión se hace más dura y eso produce más muertos y heridos.
—¿No hay otra solución?
—Y me hace pensar en un viaje que hice a Londres para ver Bloomsbury, porque siento admiración hacia la inteligencia de Keynes, Foster, Virginia Woolf. Siempre me interesó ese momento en que una burguesía intelectual y refinada intenta establecer una negociación con las clases populares. En el momento del enfrentamiento entre el marxismo y liberalismo, Keynes propone un acuerdo. Si queremos conservar privilegios, tenemos que ceder algunas cosas, se dijo. También condenó la especulación en bolsa. Sin querer idealizar a estos nombres, siempre he sentido simpatía hacia una burguesía cultivada y no hacia esa otra ignorante que no quiere transigir con las clases populares y prefiere enviar a la Policía. Paseando por esas calles, me di cuenta de que también ahí había vivido Lenin. Esa gran burguesía no transigió porque sintieran una amenaza, sino que se puso a ejercer la inteligencia. Pero hasta ahora, en la historia, no veo un ejemplo en que los que dominan la economía acepten una negociación sin una amenaza exterior.
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