Muchas veces me imagino que hay un montón de críos jugando a algo en un campo de centeno y todo eso… Son miles de críos y no hay nadie cerca, quiero decir que no hay nadie mayor, sólo yo. Estoy de pie, al borde de un precipicio de locos. Y lo que tengo que hacer es agarrar a todo el que se acerque al precipicio, quiero decir, que si van corriendo sin mirar adónde van, yo tengo que salir de donde esté y agarrarlos. Eso es lo que haría todo el tiempo. Sería el guardián entre el centeno y todo eso…
Entre todos los textos llamados de aprendizaje, siguiendo la nomenclatura romántica puesta en circulación por Goethe hace ya más de dos siglos, y que prefiero seguir llamando de iniciación, quizá sea El guardián entre el centeno, de J. D. Salinger, el que mejor ha resistido el paso del tiempo. Me refiero a permanecer sin merma de culto y celebración alguna en el subconsciente colectivo de la comunidad literaria, lectores, escritores, críticos, estudiosos del ramo, y todo eso…
Tengo también para mí, y barro para casa desde mi oficio de nombrador, que parte de esa fama bien ganada se la ha otorgado el acierto del título. Porque aunque tenga dura y curtida competencia a sus costados dentro del género —si recordamos, entre otras, Bajo las ruedas, de Hermann Hesse, Las tribulaciones del joven Törless, de Robert Musil, El barón rampante, de Italo Calvino, o La montaña mágica, de Thomas Mann, por citar tan sólo cuatro de las que supusieron en su momento un aldabonazo de hormonas vitales y vocacionales en mi propio crecimiento y extravío personal—, hay que reconocerle a este encumbrado Guardián entre el centeno una dosis extra de aura, sugerencia y evocación poética.
Un imán irresistible, que al fin y al cabo así actúan, y eso son y han de ser —imanes en mejor o peor estado de oportunidad y convicción— los títulos de un libro cuando uno comienza a sobrevolarlos, sobrevalorarlos, desear acercarse a ellos. Y son muchos los ejemplos, aunque bastaría solo con recordar que Cien años de soledad estuvo a punto de llamarse La casa, y que el título inicial de La isla del tesoro, de Stevenson, el hijo del constructor de faros, fue hasta unos días antes de su publicación El marino cocinero. Así, como lo oyen. Benditos cambios de última hora, que son mucho más habituales de lo que se cree, y que a veces ocurren, incluso, avanzado ya el proceso, y con ediciones por medio, como sucedió con la propia novela de Salinger, que se llamó en castellano, en su primera edición, publicada en Argentina, El cazador oculto. Título más claro quizás y más acorde con la intención inicial del autor, que habría querido hacer también con ello un guiño léxico y metafórico a cierto lance del juego del beisbol, llamado así en inglés, pero un bautizo a la postre bastante menos sugerente. Y así lo reconoció el propio Salinger cuando ordenó mantener el nuevo título en español, contra la opinión de tantos puristas —siempre la pureza de sangre tiene sus adeptos a ambos lados de cualquier cotarro, el literario también— que exigían el mantenimiento del anterior. La tentación de lo estricto. Y todo eso…
Porque no, no es lo mismo un título que otro. Y hablo, por supuesto, del nombre desnudo, sin más acompañamiento, imagen o relato adjunto, jugándosela letra a letra por sí mismo, palabra a palabra, desde la cubierta del libro. Y hablando de ellas, de esas portadas míticas que también forman parte ya del imaginario colectivo al recordar tal o cual obra de nuestros autores favoritos, quizás sea curioso mencionar otra de las peculiaridades del amigo, quisquilloso y difícil Salinger. Un ser tan celoso de su imagen, tan guardián de su intimidad, habría que decir en este caso, que decidió muy pronto, y en plena fama mediática aún tras la publicación de su novela, echarse a un lado, perderse, alejarse y permanecer retirado y al margen de lo público y sus focos mediáticos, llegando incluso a decir que “el anonimato y la oscuridad de un escritor constituye la segunda propiedad más valiosa que se le ha concedido”.
Y hasta tal punto cumplió con ello que conminó por contrato a todos sus editores para que en las cubiertas, solapas y contras de sus libros nunca apareciera ninguna imagen de él, ni siquiera, incluso, imagen alguna que pudiera asociarse a la larga de una u otra forma con la trama argumental de sus textos. Algo que obligaría a los diseñadores gráficos a los que tocó en suerte este auténtico encargo envenenado a hacer todo tipo de alardes, mejor dicho, el único posible en este caso: equilibrios en el alambre tipográfico, y sólo tipográfico, para salir airosos del reto. Y no hablo de oídas, porque el propio Manuel Estrada, brillante e inspirado sucesor de Daniel Gil en la creación de cubiertas de la legendaria colección clásica de Alianza Editorial, me lo ha contado de primera mano. Y ahora vamos ya con la miga, el meollo, lo importante, y todo eso…
Y todo eso, sí, porque celebramos este año el 75º aniversario de la primera aparición pública del texto, y hay que decir que sigue, claro que sigue, sosteniéndose y teniendo vigencia su lectura. Acabo de comprobarlo. De un tirón. Vigencia, porque es literatura, y de la buena, escritura con pulso, fibra, sensibilidad y aullido; compañía, complicidad y abrigo también. Y vigencia, porque la adolescencia, cualquier adolescencia, y en cualquier lugar y tiempo, sigue ahí. Siguen ahí estas benditas criaturas tan enternecedoras a distancia como insoportables e irritantes en sus proximidades, que como Holden Caulfield, el inmaduro a veces, perspicaz siempre, protagonista de la novela, atraviesan la procelosa e inestable edad en la que uno no sabe lo que quiere, pero está dispuesto a todo por conseguirlo. “Años en los que se lleva el corazón en la boca, como un buen perro la presa, y no sabiendo aún quién acabarás por ser, se deambula sin entregarlo nunca”, como decía a su sabia manera el poeta José María Parreño, cuando pasó por ello. Corazones de mal asiento, en definitiva.
Rebeldes, ante todo, pero sobre todo a base de blandirse y protegerse de y contra el universo entero utilizando como defensa, más al alcance de todas, la de comenzar siempre atacándolo. Todo les revienta, todo les incomoda, todo les deprime, todo les empuja al gruñido, la desazón, el desprecio, el exabrupto fácil. Y a que unos y otros finalmente, y de eso se trata, acaben perdiendo la paciencia. Ley de edad, o de vida, o vaya usted a saber. Y no digamos nada, si como el protagonista de la novela, también como el propio Salinger, y desde luego como quien escribe estas líneas, pasaste tu adolescencia al completo escuchando aquello del Nunca llegarás a nada. A mí desde luego me marcó para siempre. Y todo eso…
Maravillosa, genial, simpar muletilla con la que Holden Caulfield se supera a sí mismo en su master de indolencia. cerrando así cada una de sus diatribas y monólogos contra el mundo, puto mundo, mareado y extraviado en su propia espiral verbal. Que eso sí, por supuesto, y como no puede ser de otra forma para cerrar el ciclo insoportable, es mucho más despiadada siempre con quien más le quiere, cuida, vela por su desvarío, intenta soportarlo.
Madre mía, ahora me doy cuenta de cuánto debí de hacer sufrir a mis padres. Y todo eso…
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