Hay escritores para los que la literatura es un modo de vida, la única fe posible: habitan entre las páginas de los clásicos y se dejan hipnotizar por cuentos y poesía.
Se puede vivir en la literatura y en el arte, se puede trasnochar entre los episodios del Quijote y dar la vuelta al mundo con las historias de Verne. Es posible protagonizar aventuras en Ruritania y viajar a bordo del Orient Express sin destino conocido.
Por el placer de ese viaje, el placer de leer, de vivir las vidas que un autor imaginó para otros, merece la pena perderse entre las páginas de Ve a comprar cigarrillos y desaparece, la sugestiva última novela de Karl Krispin que edita Hypermedia.
En Ve a comprar cigarrillos y desaparece encontramos el final de una historia de amor (la de Esteban y María Silvia), descubrimos diversos planos narrativos que convierten la lectura de la obra en un momento gozoso, pero sobre todo estamos ante un canto amoroso a la literatura, un hondo homenaje a las letras
En este nuevo título de Krispin, nos damos de bruces con una ruptura personal y social, pues al tiempo que el amor se rompe, el contexto, un país, Venezuela, amenaza con resquebrajarse. Es esta obra una oda a las bellas artes y a la cultura, una afilada e irónica crítica al frenetismo de la sociedad actual, una novela que se bifurca en los dos finales de la pareja (atiende por igual a las dos voces narrativas) componiendo un singular puzle literario que se arma sutilmente según se avanza en sus páginas.
Karl Krispin vuelve a las librerías, juega a dardos con palabras, en este título chispeante e innovador.
Hablamos con el escritor sobre libros y cultura, sobre cómo un joven amante de las letras se afanó en hacer realidad el sueño de la literatura.
—Cuéntenos qué es Ve a comprar cigarrillos y desaparece.
—Ve a comprar cigarrillos y desaparece es el título de mi más reciente novela, y es también una frase que marca un destino o una decisión. Es la invitación a una posible huida, a un cambio, a una transfiguración. Nos pasamos la vida dentro de una normalidad que suele alterarse por la imaginación. La literatura es esa puerta de escape, y esta novela, quizá, es una mirada hacia esa salida tentadora.
—Para quienes no conozcan su trayectoria, explíquenos quién es Karl Krispin.
—Soy un escritor venezolano que vive en la ciudad donde nació, Caracas, que ha publicado cuatro novelas con Ve a comprar cigarrillos y desaparece, dos libros de minificción, y cuatro de ensayos. Doy clases de historia y literatura en la Universidad Metropolitana de Caracas, y también soy uno de los prisioneros de Zenda.
—Ha destacado como un gran cuentista. ¿Qué diferencias se encuentra a la hora de encarar un proyecto de mayor extensión, como es el caso de esta novela, con respecto a los relatos?
—En realidad debo puntualizar que culebreo entre el minicuento y la novela. Le escuché una frase al escritor venezolano Oscar Marcano en la presentación de una novela de la escritora española Rosa Regàs, en la embajada de España en Caracas, que me gustó mucho y que cité en el prólogo de mi libro Ciento breve (cien cuentos de exactamente cien palabras): que la técnica del cuento se compara al hecho de poseer una sola bala en la recámara de una pistola, lo cual exige la precisión del tiro. En mis libros de minicuentos me he impuesto adicionalmente, además, una exigencia personalísima: que tengan cien palabras. Eso lo hice igualmente en 200 breves (200 cuentos de 100 palabras). La brevedad exige sus demostraciones, y es genial la frase de Pascal en la esquela donde escribía: “He redactado esta carta más extensa de lo usual porque carezco de tiempo para escribirla más breve”. Si la brevedad tiene sus requerimientos la novela tiene otros, porque hay unas aspiraciones que rozan lo demencial: la creación de un mundo que tiene que ser coherente a través de un eje narrativo que cuenta una historia. La historia en sí no basta, no es el qué, lo que sucede, sino el cómo: por eso es que la prevención que se tiene al spoiler es infundada, ya que por más original que sea una historia, si no se sostiene sobre la orfebrería de la palabra, que es la búsqueda del arte a través de la literatura, la novela no pasará del mero entretenimiento. Creo que la literatura se erige sobre esa conexión con el arte, y tiendo a estacionarme en la convicción de que la única literatura posible es la que realiza ese vínculo. De modo que hay dos miradas que siempre se complejizan desde su perspectiva muy particular en la búsqueda de lo mismo desde diferentes géneros.
—«El peor de los exilios es estar condenado a uno mismo», dice en un momento de la novela, refiriéndose al personaje de doña Clovis. ¿Cómo pesa la soledad en su novela? ¿Cuánto influye y cómo en la vida de sus personajes?
—En un país como Venezuela la soledad pesa pero tiene matices, y ocurre favorecida por las miserias a que ha sido sometida, teniendo en cuenta la migración, las familias escindidas, el derrumbe, la impotencia frente a la Historia. No es como la soledad de los países nórdicos o la de los Estados Unidos, donde suele suceder que nadie tiene tiempo para nadie. La soledad siempre es la soledad, que puede ser destructiva o creativa dependiendo de la opción que se construya alrededor de ella. Ve a comprar cigarrillos y desaparece tiene a la soledad de quienes han optado por ella, quizá por accidente casuístico, o a quienes irreversiblemente la soledad los ha dejado sin otra opción que su propia compañía.
—La quiebra personal es también una quiebra social: María Silvia se separa de su marido, pero también está diciendo adiós a su país: es un exilio sentimental completo. Armando Coll dijo, en la presentación de esta novela, que su obra trataba de una pareja que no se halla en un país que no se halla. ¿Coincide usted en esta afirmación?
—Puedo coincidir perfectamente con la afirmación de Armando Coll. Frente a la situación que exhibe mi país desde hace varios años de un completo y reiterado hundimiento en que hemos batido récords mundiales de aniquilamiento de la producción y de la libertad, en que la disolución pareciera ser un imperativo moral, rescatando la frase de Henry Miller, más allá de la situación de unos personajes que no se hallan ante esa realidad, se da por sentado que el entorno en el que se desenvuelven es el de un país irreconocible, donde lo perverso, ya ni siquiera el mal, se ha banalizado y normalizado. Un país en el que unos cinco millones de personas se han ido, y no me cabe duda de que al fin de la pandemia se irán otras tantas. Bajo ese contexto tan desfavorable es muy fácil y hasta lícito extraviarse, y no digamos quebrarse.
—Leyendo su novela siento que me voy bebiendo a sorbos un país entero. ¿Su novela nos está narrando Venezuela? ¿Era esa su pretensión?
—No sé si alguna vez he tenido esa pretensión, pero es inevitable que se te salga el país por todo el proceso histórico que estamos encarando. Los escritores, más allá de sus obsesiones internas, tienen el telón de fondo histórico del presente, que muchas veces se hace inevitable, sobre todo cuando llega a ser amenazante, como en efecto lo es. Quienes por otra parte nos empeñamos en no abandonar nuestro país estamos como en el mito de la serpiente que se muerde la cola en un ciclo sin fin que no sabemos dónde comienza y dónde termina. En ese proceso sin inicio ni conclusión estamos fatalmente condenados a ese país entero. Atrapados en la Historia.
—¿Qué papel juega la mitología en esta novela?
—Más que la mitología, yo hablaría de los griegos como referente civilizatorio. Las agendas políticas y el revisionismo ideologizado de la historia están creando distorsiones tremendas que conducen a un reduccionismo cultural. Nuestros países hispanoamericanos (prefiero el término «hispanoamericano» a «latinoamericano», que en resumidas cuentas es una gaffe francesa) han confeccionado una historia de personajes adánicos sin nexos con el pasado y aferrados a la epopeya republicana. Lo primero que me gusta sostener es que somos los herederos de España, de Roma y fundamentalmente del mundo griego, en el que nace nuestro sentido occidental de civilización. Por ello las referencias que incluyo tomadas de ese gran estudioso del mundo griego que fue Jacob Burckhardt y lo que se busca generar en los personajes. Residir intelectualmente en el mundo de los griegos es una bendición. Por cierto que la nación alemana, que era la de mi abuelo paterno, buscó entre los siglos XVIII y XIX su justificación existencial en la vuelta a los griegos como una suerte de renacimiento cultural.
—¿Es posible —como dice en este texto— hacer la biografía de un hombre por los libros que leyó? Si fuera así, ¿cuál es su biografía? ¿Qué lecturas la forman?
—Tuve la suerte de tener un padre culto, muy lector y muy melómano que desde niño supo prepararme para la vida literaria que he tenido. Cuando se tiene esa iniciación, la relación con la literatura se hace cotidiana y necesaria. Comencé leyendo enciclopedias infantiles, los cuentos de los hermanos Grimm, los del guiñol Kasperle, La vuelta al mundo de dos pilletes, del conde Henri de la Vaulx y Arnould Galopin; Edmundo de Amicis y Julio Verne. De allí pasé a leer enciclopedias temáticas. A la vez que me estrené en la literatura rápidamente, también leía mucha poesía, ya que comencé a escribir poemas a los once años y hasta los 27. Todo eso terminó naturalmente en el cesto de la basura, como correspondía. El último año de mi bachillerato lo recuerdo más por la lectura de Madame Bovary que por otra cosa. En ese tiempo, me hechizó el surrealismo, especialmente Breton y Paul Éluard. El poeta venezolano Vicente Gerbasi y el angloamericano T. S. Eliot son mis poetas de cabecera. Usualmente cuando me gusta un autor, trato de leer su obra completa, como es el caso de Jorge Luis Borges, a quien comencé a leer a los doce años, Álvaro Mutis, Julio Cortázar, Alfonso Reyes, Bioy Casares, Mariano Picón Salas, Arturo Uslar Pietri, Juan Carlos Onetti, Ernesto Sabato, por hablar de los nuestros, los hispanoamericanos. Haber leído El túnel, por ejemplo, a los 17 años, me cortó la respiración. En referencia a los autores españoles, he residido en el Quijote unas cuatro veces, cada vez con mayor placer; me gusta mucho Pío Baroja, y Álvaro Cunqueiro, que probablemente sea mi escritor español favorito, junto a Federico García Lorca. Visito con frecuencia a Julio Camba. De los contemporáneos tengo un inmenso afecto por Enrique Vila-Matas. De los escritores ingleses, Lawrence Durrell, Cyril Connolly, Chesterton y Shaw. La literatura alemana ha dejado una honda huella en mí desde Goethe, Zweig, Thomas Mann, con su incomparable y confortable La montaña mágica; Franz Kafka, Bertolt Brecht. Los escritores americanos Melville, Hawthorne, Hemingway, Faulkner, John Kennedy Toole, Paul Auster. Los rusos Chéjov, Dostoievski y Tólstoi. Y de los clásicos: Homero, Shakespeare, el ya mencionado Cervantes. De los grandes ensayistas: Bloom y Eco. Me refiero a los preferidos para una biografía literaria. He hecho grandes amistades que siguen activas y otras continúan apareciendo como mis afectos recientes con Houellebecq, Murakami, Laurent Binet o Kapuściński.
—¿Qué es Liberland?
—Liberland es un intento de república libertaria que tiene a un checo aventurero de protagonista, a quien los croatas no le permiten ocupar su posición ejecutiva ni construirse el palacio presidencial.
—¿Cómo surgió la idea de esta novela? ¿Qué otros proyectos literarios tiene entre sus manos?
—Yo siempre estoy maquinando escribir una novela. Antes de ponerme a escribirlas, las pienso mucho. A veces puedo hacer una anotación en un cuaderno, pero nunca he llevado fichas, o desarrollado mapas narrativos, ni nada que se le parezca. Los personajes viven en mi mente. Ahora mismo estoy pensando una novela, de la que he escrito un primer capítulo aproximativo que muy seguramente desecharé para comenzar de nuevo. La mayoría de las veces, entre el proceso de pensarlas y escribirlas, escribo ensayos literarios o minicuentos. Justamente ahora está en imprenta un libro mío de ensayos literarios, ¿Es posible leer La montaña mágica en nuestros días?, muchos de los cuales aparecieron precisamente en Zenda. Como también he completado un libro de ensayos sobre libros de gastronomía que tiene por título Los cochinos voladores: Ensayos de mesa y sobremesa.
—Su obra es un homenaje a la literatura. ¿Por qué decidió ser escritor?
—Comencé a escribir muy temprano, lo que comporta una decisión. Además estudié literatura en la universidad, que era una carrera donde me sentía a mis anchas, porque lo que hacía era leer. La lectura es la única enseñanza que nos muestra la cara de la escritura, nos conduce a experimentar lo que muchos otros escribieron, nos ofrece un modelo, pero no gradúa a nadie de escritor. Para ello se posee o no una habilidad, que puede ir mejorando con el tiempo si escribes todos los días. Ser escritor era lo único que realmente me llamaba la atención hacer, y es lo que estoy empeñado en seguir haciendo.
—Esta novela tiene un marcado componente estético, gran parte de la trama gira en torno a la belleza. ¿Qué papel cree que tiene la belleza en su literatura?
—La belleza es ciertamente irrenunciable, a pesar de que la lucha contra ella figura en la agenda contemporánea. El mal gusto está en ascenso, que va desde la política hasta el arte. En el arte, especialmente, se han cebado contra la belleza. En la vida cotidiana, la gente prefiere parecerse a los integrantes de un establecimiento penitenciario con todos esos tatuajes, piercings y adminículos que se procuran góticos, hipsters, neopunks y todas las tribus contemporáneas. No critico a nadie por afearse: es una decisión personal, tremendamente respetable. Al contrario: hay que agradecérselo, ya que es necesario contemplar la fealdad para apreciar la belleza. La belleza y la fealdad se necesitan para compararse, y no es otra cosa lo que hizo el gran Umberto Eco cuando escribió las historias de la belleza y de la fealdad. En lo personal, me declaro un esteta, y en eso también el conservador inglés, Roger Scruton, tenía tanta razón cuando pedía defender nuestras viejas construcciones que eran echadas abajo por el horroroso funcionalismo arquitectónico. Siquiera en los países democráticos había alternativas, porque en el mundo del socialismo imperaba la fealdad por doquier, desde el diseño de un automóvil hasta un edificio ministerial. La belleza es perseguida por quienes proclaman la igualdad a toda costa. Sería muy feo no ocuparse de la belleza.
—Hay además en su obra una crítica importante a la tecnología, al auge de las redes sociales, al capitalismo. ¿Era ésta la pretensión que tuvo al escribirla?
—María Silvia es un personaje lleno de alguna ira que desprecia los grandes capitalistas a pesar de vivir una vida holgada y sin preocupaciones. Debemos recordar que los personajes tienen una personalidad y una reputación a salvo del autor. El autor puede coincidir con María Silvia en su defensa de la libertad y en su lucha contra el cambio climático, pero nunca he tenido la pretensión de criticar la economía de mercado, de la que me declaro seguidor (prefiero ese término al de «capitalismo», acuñado por el antipático de Marx), y menos a la tecnología o las redes sociales. En cuanto a estas últimas, todo depende de nuestra adicción o convicción en las redes. El retrato hablado que hacen de nosotros quienes señalan que somos manipulados por las RRSS viene por el rastro que dejemos, como quien está tras la pista de alguna sospecha. Soy un panglossiano confeso, en el sentido de que sí creo que vivimos en el mejor de los mundos, pero desde el punto de vista tecnológico.
—¿Cree usted que los autores son mezquinos con los narradores?
—En mi anterior novela, La advertencia del ciudadano Norton, le hago un homenaje a los narradores y en Ve a comprar cigarrillos y desaparece también. Los narradores son los que hacen todo el trabajo y no piden nada a cambio. Sí, definitivamente muchos autores son mezquinos con los narradores, les impiden aspirar a los créditos, la fotografía, el reconocimiento y la frase noticiosa. Insisto en que hay que separar las funciones, no vaya a ser que atestigüemos una inminente rebelión de los narradores con impensadas y terribles consecuencias.
—Oscar Wilde aspiraba, como única inmortalidad, a inventar una nueva salsa. ¿A qué mortalidad aspira Karl Krispin?
—A la única mortalidad que pueden aspirar los hombres de bien: a seguir escribiendo, a vivir una vida justa, enriquecedora y recta y que deje al menos buenas obras y recuerdos, como decía un personaje de Doctor Zhivago, de Pasternak.
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