José Manuel Sánchez Ron recuerda los trabajos de Carl Sagan sobre la vida en Venus a propósito de los últimos descubrimientos en torno al planeta vecino, en muchos aspectos similar en su composición a la Tierra.
“Lo vemos brillar al oeste durante el crepúsculo, persiguiendo al Sol en su descenso hacia el fondo del horizonte. Muchas personas tienen por costumbre formular un deseo («a una estrella») cada noche cuando lo vislumbran. Algunas veces el deseo se hace realidad. También podemos espiarlo en el este, cuando huye del Sol poco antes del amanecer, en ambos casos más relumbrante que cualquier otro objeto celeste a excepción del Sol o de la Luna: se le conoce como «el lucero de la tarde y del alba”». Fue Carl Sagan (1934-1996) quien escribió en Cosmos, un libro que todavía merece la pena leer, estas evocadoras palabras. El Lucero Vespertino y el del Alba al que se refería era Venus, nuestro “vecino del piso de abajo”, pues está más cercano al Sol; de media, se halla a 40 millones de kilómetros de la Tierra, a la que es bastante parecida en tamaño y masa, mientras que de Marte, “nuestro vecino del piso de arriba”, nos separan 225 millones de kilómetros. Cuando lean ustedes estas páginas ya habrán tenido oportunidad de conocer la noticia, que recogieron con profusión los medios de comunicación a mediados de septiembre, de que se habían detectado posibles indicios de vida en la tóxica atmósfera venusiana. Curiosa y oportunamente, acaban de publicarse dos magníficos libros que contienen información suplementaria: ¿Estamos solos?: En busca de otras vidas en el cosmos (Crítica), de Carlos Briones, y El Universo, una guía de Lonely Planet, preparada en colaboración con el Jet Propulsion Laboratory de la NASA.
Brevemente expuesto, lo que se ha descubierto en la atmósfera de Venus es la presencia de fosfina (un compuesto de fósforo e hidrógeno) en cantidades unas 10.000 veces más elevadas de la que se da en la atmósfera terrestre. Habida cuenta de que en la Tierra la fosfina se encuentra en lugares como nuestro intestino, en las heces de tejones y pingüinos, y en algunos gusanos de aguas profundas, así como en entornos biológicos asociados con organismos anaeróbicos, es posible suponer que la fosfina venusiana indique la presencia de algún tipo de vida en la atmósfera de nuestro vecino. Sería, no obstante, muy prematuro asegurar que es así. En el artículo que los nueve científicos que han participado en esta investigación han enviado a la revista Astrobiology, titulado «La fosfina de Venus no se puede explicar por procesos convencionales», los autores son prudentes y escriben: “Hemos investigado reacciones de gases, reacciones geoquímicas, así como otros procesos fuera de equilibrio. Ninguno de estos potenciales caminos para la producción de fosfina son suficientes como para explicar la presencia de los niveles observados en Venus. Por consiguiente, la presencia de fosfina debe ser el resultado de un proceso previamente considerado no plausible en las condiciones venusianas. Podría ser un proceso geoquímico, o fotoquímico desconocido, o incluso vida aérea microbiana, dado que en la Tierra la fosfina está asociada exclusivamente con fuentes antropogénicas y biológicas”.
Al contrario que otros planetas o satélites del Sistema Solar, que se consideran como posibles candidatos para la existencia de vida, Venus ha sido explorado sólo parcialmente por las sondas espaciales. Esto se debe a su naturaleza: está cubierto de nubes compuestas principalmente de ácido sulfúrico, y su atmósfera contiene sobre todo dióxido de carbono, el conocido gas de efecto invernadero. El resultado es que la temperatura media de su superficie es de unos 470 grados centígrados. Además, la presión atmosférica en su superficie es similar a la que sentiríamos si estuviéramos a 1.600 metros debajo del agua. De ese panorama desolador se salvan las nubes que se hallan a 50 kilómetros de altura, nivel en el que la temperatura es comparable a la de la superficie de la Tierra; de ahí que la hipótesis de que existan allí formas de vida sea plausible.
Fue precisamente Sagan quien propuso que en Venus se produce un efecto invernadero. Lo hizo en su tesis doctoral titulada Estudios físicos de planetas (Universidad de Chicago, 1960), y el vehículo espacial soviético Venera IV en 1967 y las dos sondas estadounidenses Pioneer Venus, lanzadas en 1978, confirmaron su idea. La búsqueda de vida en el Universo, incluida la vida inteligente, fue uno de los temas más cercanos a su corazón. En 1966 publicó junto con el astrónomo soviético Iósif Shklovski (1916-1985) un libro de referencia en el campo astrobiológico: Intelligent Life in the Universe (Vida inteligente en el Universo), en el que no olvidaban tratar el caso de Venus, aunque no tuviesen esperanza de que allí existiese algún tipo de vida “inteligente”. Después de señalar que la esperanza de encontrar vida en la superficie de Venus era muy pequeña, escribían: “Las nubes de agua citereas [Citerea, diosa de la hermosura y madre del amor y de las gracias, es otro de los nombres de Venus] son, tal vez, otra historia. Están a temperaturas moderadas, bañadas por la luz del Sol, conteniendo abundante agua y en ellas deben existir pequeñas cantidades de minerales transportados por convección desde la superficie del planeta. Es posible imaginar organismos que desarrollen todo su ciclo de vida en semejante medio”.
Me puedo imaginar lo mucho que Sagan habría disfrutado de haber conocido esta noticia. Y si un cáncer no hubiese acabado con su vida —ahora tendría 86 años— probablemente continuaría siendo lo suficiente buen científico como para saber que aún quedan no pocos años para estar seguros de que exista algún tipo de vida en la atmósfera de Venus.
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