MADRID 1993
Nací por lo visto, o por lo escuchado a mi abuela, dando aullidos. Otro misterio más de mi familia. De mi madre, concretamente. Para saber cosas sobre mi primera infancia, siempre tuve que consultar a mi abuela. Mi madre no se acordaba de nada. Ni siquiera de la hora en que nací aquel día de septiembre en la ciudad del norte. Mi madre era esencial. Mi abuela, precisa. Aullaste a las cinco y diez de la mañana.
Y a esa hora más o menos, otro día de ese mismo otoño de 1956, debió acabar en San Francisco la juerga que siguió al recital en el que un joven de apenas treinta años se atrevió a leer por primera vez un largo poema titulado Aullido. El poeta con algunas copas de más se llamaba Allen Ginsberg, el lugar era la Six Gallery, y entre el entusiasta y colocado público que de pronto comenzó a corear y jalear al debutante como si se tratara de un músico de jazz, se encontraba Jack Kerouac.
Vi las mejores mentes de mi generación destruidas por la locura, / hambrientas histéricas desnudas / arrastrándose por las calles de los negros al amanecer / en busca de un colérico pinchazo…
No recuerdo en qué edición ni a lomos de qué intemperie pasajera me atropelló la lectura de Aullido muy a principios de los ochenta. Pero sí que no pude soltarlo de mi mano durante varias semanas, completamente abducido, y que su arrolladora digestión echó por tierra casi toda mi herencia poética, obligándome a quemar a lo bonzo hasta mis versos más amados y desangelamados hasta aquella fecha. La suerte estaba echada y Los Hijos de la Ira tenían ahora un nieto literario a la altura de mi tiempo, lejos de aquella sórdida posguerra española de Dámaso Alonso que tanto me atrapó en su momento. Quizás me sentí transportado de golpe a otra forma de gritar, sintiéndola más mía, o más sencillo aún, había llegado por fin la hora de hacer compatibles la queja y el carpe diem y abandonar de una vez por todas los lastres recibidos y constreñidos por vía exclusivamente carpetovetónica.
Porque aquellos tipos no gemían, aullaban. No preguntaban amargados, desengañados o ya casi ateos del todo al Dios único el porqué de la injusticia. Simplemente lo habían arrumbado a un lado y sustituido por otra adoración nocturna. Otra espiritualidad, con paraísos por fin no prometidos, sino a ras de tierra: droga, alcohol, sexo, madrugada, poesía…, Bebían, vivían, amaban, rugían con júbilo de antro en antro, y escribían, escribían, escribían sin césar, a todas horas. Violentos, salvajes, insomnes, frágiles, felizmente incorrectos, combatían el mundo que les rodeaba celebrándolo al tiempo. Llamaban a las cosas por su nombre.
Lo que no pude sospechar nunca es que un día, cuarenta años después de ser escrito, escucharía Aullido declamado en directo por su propio autor. Uno cree siempre que sus mitos han muerto, o que aguardan como mucho el tránsito en un limbo letal, apartados del mundo, con su legado a salvo, ya intocable. Pero esta vez no era así. Como tampoco eran creíbles los setenta y tres años de Allen Ginsberg cuando una sala abarrotada con más de trescientos poetas y lectores y allegados a la poesía, se quedó estupefacta al comenzar a escuchar a un ser que, en apenas tres poemas o canciones o himnos, o vaya usted a saber —porque se trataba sin duda de un género literario distinto al mamado en nuestra educación sentimental—, nos demostró que era, y con mucho, el más joven de todos nosotros. Existe una grabación en Ediciones del Círculo de Bellas Artes para poder demostrarlo.
Aquel animal poético, inaudito, diabólico, celestial, que recitaba, cantaba, clamaba y aporreaba sucesivos instrumentos musicales mientras nos animaba a seguir y entender el ritmo de sus poemas como si cada palabra fuera un latido del corazón, tiger, tiger, tiger… El tigre más hermoso, desnudo y radical que jamás encontré en la selva. Father death, father death, father death… La percusión del poema acaba de estremecerme ahora mismo de nuevo al escucharlo. Su Blues del Padre muerto…. El tigre más tierno. Y así un poema tras otro aquella noche, Suck tit,, suck clit,, suck cock… teta, clítoris, polla… hasta la apoteosis.
Soy de emoción fácil y siempre me avergüenzo un poco, sólo un poco, cuando se encienden de bruces las luces al final de la película y me descubro de pronto el único mar de lágrimas que habita la sala. Por eso fue tan cómplice y hermoso cuando me giré tímidamente hacia un lado y descubrí sentado a mi izquierda al poeta gaditano José Ramón Ripoll con sus mejillas arrasadas y unos ojos inmensos, como de buey feliz, y en paz, y encinta. Recién nacidos todos. Extraordinario.
Serie de artículos de Fernando Beltrán que tiene como eje vertebrador el número extraordinario que la revista El Hombre de la Calle dedicó a los poetas de la generación Beat Gary Snyder, Allen Ginsberg, Lawrence Ferlinghett
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